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Authors: Patrick Dennis

Tags: #Humor, Relato

La tía Mame (21 page)

BOOK: La tía Mame
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Convencido de que Agnes había tenido aire fresco de sobra por ese día, estaba desvistiéndome cuando el señor Pugh irrumpió en la habitación.

—Babcock —dijo sin aliento—, ve a lavarte los dientes.

—Pero si ya me los he lavado, señor Pugh —respondió, petulante, el otro.

—Pues vuelve a lavártelos. Todavía están sucios. ¡Andando! —En cuanto se marchó, el señor Pugh me cogió por los brazos—. Deprisa —gritó—, vístete. Tenemos que ir al hotel.

—¿Al hotel? No puedo ir al hotel esta noche. El señor Babcock está allí. Y el viejo Cheevey. Y el puñetero Consejo Escolar. ¿Es que quiere que me expulsen el último mes de…?

—Date prisa y haz lo que te digo. Es esa pobrecilla de Agnes…, de la señorita Gooch, quiero decir. Tu tía acaba de llamar. Algo va mal y no consigue encontrar al médico. ¡Apresúrate, por Dios, date prisa! —Me cogió de la mano y corrimos a toda prisa por el pasillo. Al pasar al lado de la caja de luces, el señor Pugh apagó el interruptor y sumió el lugar en la oscuridad—. ¡Fuera luces! —gritó. Apretó mi mano aún más y bajamos a oscuras al vestíbulo. Oí el chirrido de la puerta del baño justo delante de mí y, a la tenue luz que salía de los lavabos, vislumbré a Babcock hijo que volvía a tientas a la habitación. Pero era demasiado tarde para hacer nada. Chocamos en la oscuridad y lo oí aterrizar en el suelo de linóleo—. ¿Por qué no miras por dónde vas, Babcock? —chilló, enfadado, el señor Pugh. Pero, si el otro le respondió, yo no llegué a oírlo. Para entonces ya estábamos fuera del colegio y corriendo hacia el pueblo.

El señor Pugh parecía un avestruz y corría como tal. En menos que canta un gallo, llegamos al Old Coolidge House y me detuve en seco.

—Vamos —gritó dirigiéndose a la puerta principal.

—No —respondí—. Por nada en el mundo. Ahí dentro está el Consejo Escolar en pleno. Lo mejor será que suba conmigo por la cuerda. Usted tampoco debería estar aquí.

—No digas bobadas. No nos verán. Esto es importante.

—También lo es sacarme el título. Usted vaya por la escalera, yo subiré por la cuerda.

Corrió hacia la puerta y desapareció de mi vista. Di la vuelta al hotel y empecé a silbar. No habría sido necesario. La cuerda colgaba ya de la habitación de la tía Mame. Jadeante, empecé a trepar por ella. Supongo que estaba más cansado de lo normal, pues, cuando estaba a mitad de camino, tuve que detenerme a cobrar aliento. Oí un penetrante chillido justo enfrente. Luego se encendieron las luces y me vi colgando cara a cara delante de la señora Babcock, que iba vestida sólo con un camisón de algodón y unos rulos.

—¡Aaaaaaaaaaaaaaaah! —chilló—. ¡Auxilio! ¡Dwight! ¡Dwight! ¡Un ladrón!

Solté la cuerda y caí con un golpetazo sobre los arbustos que había debajo. Empezaron a encenderse luces en todo el Old Coolidge House. Corrí hacia la puerta principal justo cuando salía el recepcionista. Al verlo, di media vuelta, huí hacia la parte de atrás del hotel y entré por una puerta posterior. Atravesé la cocina entre un estrépito de platos rotos y llegué a las escaleras traseras. Ahora oía todo tipo de voces, pero ninguna superaba a la de la señora Babcock. Cuando llegué al vestíbulo del segundo piso, se abrió una puerta y vi salir a una veintena de hombres con chaquetas de la San Bonifacio.

—¡Ahí está! —gritó alguien.

Reconocí la voz del señor Babcock, pero no me quedé a charlar con él. En lugar de eso, subí el último tramo de escaleras y entré como un rayo en la habitación de la tía Mame.

—¡Cariño! ¡Por fin has venido! —gritó la tía Mame echando el pestillo nada más entrar yo.

—¿Cómo está la buena de Agnes? —jadeé.

—No muy bien, cariño, pero al menos he logrado dar con el médico. Está de camino.

En el vestíbulo se produjo una terrible conmoción.

—Ha entrado ahí —gritó una voz—. ¡Echemos la puerta abajo!

Se oyeron golpes y empujones. Fascinado, contemplé cómo cedía la puerta. Su antiguo marco no pudo resistir mucho tiempo y con un crujido ensordecedor la puerta se abrió e irrumpieron en la habitación los veinte hombres con chaquetas de la San Bonifacio, el recepcionista y la señora Babcock. Al ceder la puerta, el impulso hizo que chocaran con la mesa de
bridge
y el minibar de la tía Mame. La señora Babcock, que no había ayudado a derribar la puerta, fue la única que se las arregló para seguir en pie, aunque tropezó con el gramófono y empezó a sonar
Empty Bed Blues
.

—¡Dios mío! —exclamó la tía Mame con voz entrecortada—, ¡un grupo de coristas masculinos!

Admito que los miembros del Consejo Escolar, despatarrados entre las cartas y las botellas de licor, con sus chaquetas rojas y azules y sus pantalones de franela blancos, recordaban un poco a una anticuada compañía de cómicos de la legua en plena representación de
Floradora
[7]
. Muy a mi pesar, no pude contener la risa. Pero no era cosa de broma.

—¡Ahí está! —chilló la señora Babcock—. ¡Es él! ¡Reconocería esa pajarita y sus gafas oscuras en cualquier parte!

—Pero, señora Babcock —dije—, sólo estaba…

—Dios mío —gritó una voz—, es el mocoso de Dennis. Él y esa desvergonzada tía suya. —El señor Babcock salió de una maraña de brazos y piernas y avanzó amenazadoramente hacia mí—. ¡Vaya! Así que no habías visto a esa bruja desde Navidad, ¿eh? En Europa, ¿verdad? Deja que te diga dónde me gustaría que estuvieseis…

—¡Dennis! ¿Qué significa esto? —Era el doctor Cheevey, cuyos ojillos negros parecían más pequeños y malvados que nunca—. ¿Qué haces fuera del colegio a estas horas? ¿Dónde está tu pase?

—No lo tengo, señor —susurré.

—¿Para qué necesita el pobre chico un pase si está aquí su tutora legal para velar por su bienestar? —preguntó la tía Mame con tanta inocencia como fue capaz de fingir—. Al fin y al cabo, ¿no es hoy el día de la madre o algo por el estilo?

—Calla, por favor —susurré.

—Eres una vergüenza para el uniforme, Dennis —me espetó el doctor Cheevey.

—¡Tonterías! Si ni siquiera lo lleva puesto —dijo siempre literal la tía Mame.

—¡Esto son cincuenta puntos de sanción! —dijo el doctor Cheevey.

—Y además trató de robarme —gritó la señora Babcock—. Tenía mi broche de ópalo justo encima de…

—¡Serás canalla! —dijo acercándose el señor Babcock.

—Como le ponga la mano encima a este niño inocente le arañaré esa calva —le advirtió la tía Mame interponiéndose. Luego matizó su amenaza—. Esa cabeza alba.

Se le daba bien hacer de madre tigresa.

Luego volvió a intervenir el doctor Cheevey.

—Fuera del colegio a deshoras y sin un pase. Ropa inadecuada. Intento de robo. Todos esos motivos justificarían una expulsión inmediata. Caramba, si…

Le interrumpió un agudo grito de dolor proveniente de la habitación contigua.

—Señora Burnside, yo… —Era Agnes. Por aquel entonces yo sabía muy poco de ginecología, pero lo que estaba a punto de ocurrir era obvio incluso para mí.

—Dios mío —gimió el doctor Cheevey—, ¿quién es usted?

—Soy la señora de Patrick Dennis —respondió, majestuosa, Agnes.

—¡Dios! —musitó el señor Babcock.

—¿Un alumno de la San Bonifacio casado…, y a punto de ser padre? —dijo con voz entrecortada un miembro del Consejo Escolar—. Eso es terrible. ¿Es que no hay alguna norma contra…?

—Creo que no —respondió estúpidamente el doctor Cheevey—. Este caso carece de precedentes.

—Escuchen —grité—, no estoy casado con Agnes. Ni siquiera somos novios. Ella se lo cuenta a todo el mundo…

—¡Oh, Dios mío! —dijo el señor Babcock—, ahora se ha buscado una amante…

—¡Piensa —empezó, amenazador, el doctor Cheevey— en la reputación del colegio!

—¡Piensa en la mía! —lloriqueó Agnes.

—Paren de una vez —gritó una voz. El señor Pugh se plantó al lado de Agnes como un ángel vengador—. Patrick es inocente. Yo le obligué a venir aquí. Y esta joven, este parangón de virtud ofendida, no es su mujer, sino la mía…, o pronto lo será.

—¡Ernest! —exclamó Agnes y le echó los brazos al cuello. Luego se dobló con otra contracción.

—Pugh, ¡esto es el fin de su carrera en la San Bonifacio! —rugió el doctor Cheevey—. Usted…

—Bueno, ya estoy aquí. A mí no hay cigüeña que se me adelante —exclamó desde la puerta una voz muy alegre—. Más vale que nos demos prisa. No sé si tendremos tiempo de llegar al hospital, señora Dennis.

—Señorita Gooch, por favor, doctor —dije yo.

—Señora Pugh, si no le importa —replicó el señor Pugh.

—Lo siento, caballeros —continuó el médico—, pero me temo que tendrán que despejar el paso. Tengo que sacar de aquí a esta jovencita. Mi coche espera en la puerta.

—Espere, le acompaño —dijo el señor Pugh cogiendo el bolso de Agnes. Los tres salieron a toda prisa, y lo único que oí de Agnes fue un grito de dolor.

—Bueno, jovencito —empezó el doctor Cheevey.

—¡Patrick! —exclamó de pronto la tía Mame—. ¡Pobrecilla Agnes! No puedo permitir que tenga sola el bebé después de todo lo que hemos pasado juntas. ¡Sigámoslos! —Cogió su monedero con una mano y a mí con la otra y me arrastró hasta el vestíbulo, escaleras abajo.

—¡Detengan a ese mocoso! —aulló el señor Babcock.

—¡Dennis!, te ordeno que… —No oí el resto de la admonición del doctor Cheevey.

—¿Dón… dónde tienes el coche? —jadeé al llegar a la calle.

—Ito lo ha escondido en Boston. No tiene importancia. Vamos, cogeremos prestado este cacharro.

Antes de que pudiera saber lo que ocurría, me vi sentado en el asiento delantero de un coche totalmente desconocido, con la tía Mame inclinada sobre el volante. Se oyó un rugido portentoso y aquella cafetera salió disparada.

—¡Eso es! ¡Allá vamos! —gritó la tía Mame.

—¡Dios! ¡De todos los coches de Apathy, tenías que robar el viejo cacharro del doctor Cheevey!

* * *

En fin, para abreviar una larga historia, Agnes dio a luz a una preciosa niña, a quien bautizó con el nombre de Mame Patrick Dennis Burnside Pugh. El señor Pugh se casó con ella en el hospital, en cuanto pudo conseguir la licencia. Por supuesto, lo despidieron, pero la tía Mame le consiguió un trabajo mucho mejor en un colegio mucho mejor. Ahora es el director y por lo visto es muy feliz.

Con un historial que incluía el robo con escalo y una huida en un coche robado, no vi probable mi regreso a la San Bonifacio. Y tampoco mi tía. Desde su camarote del Normandie escribió una carta inocente al doctor Cheevey diciéndole dónde estaba el coche e incluyó un abultado cheque para una nueva biblioteca, con tal de que prometieran no ponerle su nombre, condición que debió de hacer las delicias del Consejo Escolar de San B.

No sé si llegué a obtener o no el título. Ya había hecho los exámenes de acceso a la facultad, así que tampoco tenía mucha importancia. Pero, como siguen pidiéndome que contribuya al fondo de antiguos alumnos de la San Bonifacio, supongo que tal vez sí lo hiciera.

VII.
LA TÍA MAME EN LA UNIVERSIDAD

Según el
Reader's Digest
, el personaje inolvidable era toda una experta en educación. No había recibido una formación muy esmerada —cosa que resulta un poco rara— y se empeñó en que el huerfanito fuese a la universidad. De hecho, doña Inolvidable era tan entusiasta de la educación superior que se sumergió en la vida del campus, para compartir con él sus intereses académicos y asegurarse de que avanzaba en sus estudios.

Tampoco me parece para tanto. La tía Mame hizo mucho, muchísimo más que eso, y ella sí tenía educación universitaria.

En el verano de 1937, cumplí dieciocho años. A partir de ese momento, lo que hiciera con mi tiempo, mi dinero y mi formación pasó a ser cosa mía.

El señor Babcock y yo discutimos un sinfín de formalidades en su despachito de la Knickerbocker Trust Company. Se portó de forma muy eficaz e impersonal. No fui capaz de seguir todos sus tecnicismos financieros, pero sí comprendí que, a mis dieciocho años, era relativamente rico. La Knickerbocker Trust Company había invertido hasta el último centavo de mi herencia en acciones y bonos muy conservadores totalmente ajenos a las fluctuaciones del mercado, y, a lo largo de la Depresión, mis ahorrillos habían ido creciendo hasta convertirse en lo que el señor Babcock llamó «casi una fortuna».

—Muy bien —dijo con frialdad el señor Babcock—, doy por descontado que habrás entendido todos los detalles. ¿Hay algo que quieras que vuelva a explicarte?

—No, gracias, señor Babcock.

—A partir del momento en que firmes estos documentos, serás tu propio jefe. No tendré jurisdicción alguna sobre tu dinero. Es una idea escalofriante. Confío, igual que todo el mundo en la Knickerbocker Trust, en que lo dejarás aquí. Supongo que reconocerás que hemos hecho un buen trabajo cuidando de tus bienes, a pesar de ese hombre que ocupa ahora la Casa Blanca. Yo, personalmente, he tratado, hasta donde me ha permitido tu tía Mame, de guiarte por los difíciles años de la adolescencia. Aunque no estoy del todo seguro de que mi labor haya dado sus frutos. Ahora podrás actuar con total libertad. Tal como está el mercado —prosiguió—, los intereses de este dinero, invertido como está ahora, deberían sumar poco más de ocho mil dólares anuales. Es una cantidad muy considerable.

—Desde luego —respondí sin tratar siquiera de disimular el brillo de mis ojos.

—Y, por supuesto, puedes disponer de esas rentas cuando quieras.

—¿Quiere decir que sólo tengo que pedirlo?

—Efectivamente. Basta con que lo solicites por escrito.

Cogí el cuaderno de notas de su escritorio y escribí: «Por favor, déme cinco mil dólares ahora mismo. Atentamente, Patrick Dennis».

—Tome, señor Babcock —dije dándole el papel.

Sus hombros se curvaron y su rostro se convirtió en el vivo retrato del fracaso más absoluto.

—¡Ay, Dios! —gimió—, es inútil. Acabarás exactamente como esa tía tuya, loca y despilfarradora. En fin, ahora ya es demasiado tarde. Todos mis esfuerzos han sido en balde. Me rindo. Tú y tu tía Mame acabaréis en la cárcel por deudas o algo peor y, sinceramente, no puedo decir que vaya a lamentarlo. El cajero te entregará el dinero. Ve y que Dios te proteja…, pues nadie más lo hará.

Tenía dieciocho años, mi propio dinero, mi libertad y mi juventud. Compré un pequeño Packard descapotable de seis cilindros —en esa época costaban menos de mil dólares—, un fonógrafo nuevo, una pila de discos y un montón de ropa, y, cada tres meses, la Trust Company siguió enviándome un cheque por valor de dos mil dólares, que, a pesar de las lúgubres profecías del señor Babcock, nunca pude llegar a gastar. El otoño siguiente empecé a ir a la universidad.

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