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Authors: Patrick Dennis

Tags: #Humor, Relato

La tía Mame (20 page)

BOOK: La tía Mame
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Mi rendimiento escolar empezaba a empeorar por la falta de sueño y de estudio, y una noche el señor Pugh incluso insistió en sacar él solo a Agnes y en que me quedara en el salón de la tía Mame estudiando un examen de historia. No trabajé mucho. La tía Mame me había enviado a Boston a comprar unos discos nuevos de Bartok e insistió en escucharlos a pleno volumen.

—¡Ay, cariño! —dijo sirviéndose una copa—, una noche tranquila en casa,
à deux
, y una oportunidad para tener una pequeña conversación y escuchar a maestros modernos verdaderamente emocionantes. Ya sé que la terapia musical es importantísima para una futura madre, aunque sólo sea por sus notables influencias prenatales, pero, por bonita que sea su música, Glazunov y Meyerbeer me cansan un poco.

—Sí, tía Mame —dije. Bostecé y volví a empezar con el primer ministro Disraeli y la reina Victoria.

—Y hablando de cosas bonitas, cariño, ¿no te has dado cuenta de lo guapa que estaba Agnes esta noche?

—¡Mmm! —respondí. No me había fijado, aunque sí había reparado en que vestía una especie de sencillo vestido de embarazada azul marino en lugar de uno de sus vestidos de chica descarriada. Tampoco me había parecido tan maquillada como de costumbre. Volví a Disraeli.

—Esta noche la he maquillado yo —gorjeó la tía Mame, mientras encendía el fonógrafo y me pasaba los dedos por el pelo—. Le dije: «Agnes, los cosméticos son para mejorar, no para empeorar». ¿Te gustaría escuchar a Bloch, cariño?

—No, gracias. —Disraeli, Victoria, Gladstoney Beaconsfield nadaban en el canal de Suez con Napoleón, Wellington, Marco Antonio y Cleopatra.

—¿Sabes?, creo que a nuestra Agnes le gusta el señor Pugh, y que ella también le gusta bastante a él.

—¡Mmm! —dije, tratando en vano de concentrarme.

La conversación terminó cuando oímos a Agnes subiendo pesadamente las escaleras. Estaba riéndose por primera vez desde que llegó a Apathy.

—¡Oh!, señor Pugh —decía—, nadie ha recitado la
Allergy
de Gray de un modo tan bello.

La San Bonifacio era anticuada comparada con los demás colegios norteamericanos, y eso que la mayor parte eran muy tradicionales. Empleaban términos británicos como
antiguo alumno, novato, supervisor, residencia, tienda de chucherías, patio de recreo, director, refectorio, césped y sala de profesores
. También tenían ritos tradicionales como la guerra de almohadas de noveno curso, el adoctrinamiento de los novatos, el tribunal de confesión y el día de las sanciones —todos ellos, erróneamente etiquetados como festividades, eran en realidad reflejo del considerable sadismo del doctor Cheevey—. Uno de los más aburridos era el día del Padre y el Hijo, una tradición relativamente nueva que se celebraba a principios de mayo. Era una ocasión para que los padres que habían sido antiguos alumnos cubrieran sus barrigas con sus chaquetas de la San Bonifacio y trataran con condescendencia a los padres que no habían asistido a San B., y que por tanto iban mejor vestidos y estaban mejor educados, por mucho que se sintieran un poco fuera de lugar. ¡Menuda juerga era el día del Padre y el Hijo! Había un mayo, exhibiciones gimnásticas, carreras de relevos, bailes folclóricos a cargo de seis desdichados alumnos de primaria y un popurrí de canciones de San B. entonadas por los padres que habían sido antiguos alumnos, mientras los padres que no lo eran pululaban tímidamente por ahí como dispuestos a vender su alma por un trago.

En fin, el día del Padre y el Hijo casi hacía que me alegrase de ser huérfano, aunque me habría resultado imposible convencer a nadie de ello. No muchos chicos de mi clase habían tenido siempre a los mismos progenitores, y había uno que había tenido cinco diferentes y estaba esperando a conocer al sexto en la ceremonia de graduación. Pero yo era el único que no tenía ninguno. No obstante, siempre podía contar con que el señor Babcock, a fin de conservar mi cuenta en la Trust Company, me llevase con su retoño al día del Padre y el Hijo. El propio Babcock hijo me entregó una semana antes la temida invitación.

—He recibido carta de mi padre —dijo una mañana temprano.

—¿Ah, sí? —respondí con un bostezo.

—Dice que, como no tienes padre, volverás a ser su invitado el día del Padre y el Hijo.

No podía expresar lo que sentía verdaderamente, así que respondí:

—Genial.

—Mi madre también vendrá —añadió.

—¿Vestida de hombre? —pregunté.

—No, quiere verme.

No acerté a comprender por qué.

—Papá dice que les reserves habitaciones en el Old Coolidge House.

Se me cayó el alma a los pies.

—¿En el Old Coolidge House? —balbucí. Luego empecé a pensar a toda prisa—. Caramba, chico, ¿para qué van a gastar tanto dinero? ¿Por qué no vienen a pasar el día y se vuelven? Sabes que tu padre es un hombre ahorrativo.

—No —replicó él, refiriéndose de nuevo a la carta—. Papá dice que esa noche hay una reunión del Consejo Escolar y que se les hará demasiado tarde para volver a Scarsdale. Dice que le reservemos dos habitaciones y que lo hagamos antes de que no queden habitaciones, así que…

—Pero, hombre, ¿cómo van a querer quedarse en un hotelucho de tres al cuarto como el Coolidge House? ¿Por qué no se alojan en The Longfellow Inn, o en casa de la señora Abbot, o en Marblehead, o tal vez en Boston en el…?

—No —insistió obcecado—, papá quiere alojarse en el Old Coolidge House. Le gusta el Old Coolidge House.

—¿Por qué? —me burlé con desdén—. ¿Acaso se dio allí un revolcón con alguna rubia?

—Creo —respondió Babcock hijo— que, ya que mi padre se compadece de ti el día del Padre y el Hijo, lo menos que puedes hacer es… Además, ¿qué demonios te pasa últimamente? Siempre estás cansado, nunca te veo en el gimnasio y tienes unas ojeras horribles. No estarás haciendo nada por las noches, ¿verdad?

Tragué saliva.

—Caramba, chico… —Luego comprendí a lo que se refería—. Pues sí, la verdad. Seis o siete veces cada noche. Acabaré volviéndome loco, ninguna chica decente querrá casarse conmigo y todos mis hijos nacerán idiotas. Asegúrate de decírselo a tu padre la próxima vez que le escribas.

Cogí mi toalla y me marché muy enfadado a las duchas.

Cuando se enteró de que los Babcock iban a alojarse en el mismo hotel el día del Padre y el Hijo, la tía Mame no podría haberse mostrado más dispuesta a que tanto ella como Agnes pasaran desapercibidas. Dado que ninguno de sus encuentros con el señor Babcock podía describirse siquiera como remotamente agradable, la tía Mame ansiaba evitar otro a cualquier coste, sobre todo dadas las circunstancias. Enseguida se puso a planear una complicada excursión que empezaría a las seis de la mañana del día del Padre y el Hijo y duraría hasta después del anochecer. Me envió a Boston a comprar varios metros de velo muy tupido, sillas plegables y una sombrilla. Rogó al señor Pugh que las acompañara, pero, como también él tenía que asistir al día del Padre y el Hijo, se negó.

—Y, si llueve —dijo con dramatismo la tía Mame—, nos quedaremos en el coche. No hay sacrificio que no esté dispuesta a hacer por ti, cariño.

La pobre Agnes estuvo más quejumbrosa que nunca. Se mareaba cuando viajaba en coche, tenía el tamaño de un barril y el ginecólogo de Boston había dicho que podía dar a luz en cualquier momento… Pero la tía Mame estaba decidida a apartar cualquier indicio de su persona, su coche y su entorno de la mirada de los Babcock.

La noche antes del día del Padre y el Hijo la suite de la tía Mame bullía de agitación mientras empaquetaban las cosas para la excursión. Llamó seis veces a la cocina para asegurarse de que tendrían listas las cestas al amanecer y tres veces al recepcionista, primero para pedir que la despertasen a las seis, luego a las cinco y por fin a las cuatro y media. La tía Mame se mostró incluso reacia a permitir que Agnes saliera a dar su paseíto de seis kilómetros, pero Agnes y el señor Pugh estaban tan deseosos de ir que yo me quedé en casa para asegurarme de que los libros, los discos, el bronceador, las gafas oscuras y los demás efectos necesarios para una de las excursiones de mi tía estuviesen a punto. A medianoche, la tía Mame se puso un camisón y un batín y nos echó al señor Pugh y a mí sin jugar siquiera una partida de
bridge
.

Bajé como siempre por la cuerda y tuve que esperar un buen rato entre los arbustos a que el señor Pugh saliera del Old Coolidge House.

El día del Padre y el Hijo hizo muy buen tiempo —demasiado bueno, en mi opinión—. Estuve hecho un manojo de nervios desde el momento en que sonó el timbre por la mañana, pero, durante los ejercicios calisténicos en el césped, vi pasar el Rolls por la carretera con dos figuras veladas en el asiento de atrás y empecé a relajarme.

Los padres llegaron a eso de las diez. El señor Babcock tenía una pinta particularmente ridícula con su chaqueta y sus pantalones de franela blancos. Me alegré cuando se dio de bruces contra el suelo en la carrera de sacos, y a él le molestó que yo ganara con facilidad el concurso de escalada de cuerda. Su hijo no ganó nada, como de costumbre.

De un modo u otro, el día transcurrió entre canciones, discursos, sermones y proezas gimnásticas. Eran casi las ocho cuando cantamos:

Salve,

San Bonifacio siempre te seremos fieles, honraremos y veneraremos tus colores, rojo y azul.

El señor Pugh me había dicho en confianza que era una letra horrible, pero el señor Babcock se atragantó de emoción. Por fin se serenó lo bastante para meternos en su LaSalle y llevarnos al pueblo.

—¡Qué ocasión tan hermosa! —repitió varias veces el señor Babcock. Luego, en tono más mundano, añadió—: En fin, vayamos a cenar al Old Coolidge House.

Contuve el aliento y respondí:

—Oiga, señor Babcock, ¿por qué no vamos a tomar una hamburguesa? Sería mucho más económico.

—Nada de eso, Patrick. Déjate de economías en una ocasión tan hermosa. Además, Eunice, es decir, la señora Babcock nos espera en el hotel.

En efecto, Eunice nos esperaba un tanto impaciente en el vestíbulo. El lugar estaba abarrotado de padres e hijos de San B. y un cordón de terciopelo en la puerta indicaba que el comedor estaba lleno. Yo estaba frenético, pues ya había anochecido y la tía Mame podía volver en cualquier momento.

—Caramba, señor Babcock, esto está lleno y la señora Babcock debe de tener hambre. ¿No quiere que vayamos a probar suerte en la Vieja Confitería de las Persianas Verdes?

La señora Babcock me obsequió con una vaga sonrisa, pero su marido fue firme:

—No Patrick. Esperaremos aquí. Además, tengo que asistir a la reunión del Consejo Escolar en el salón Miles Standish justo después de la cena.

De modo que esperamos.

Por fin, tras ponerse desagradable sin venir a cuento con la camarera, el señor Babcock consiguió una mesa justo enfrente de la puerta. Reparé en que muchos padres más generosos invitaban a sus hijos a filetes e incluso vino. No así el señor Babcock, que pidió cuatro platos de verduras con un huevo escalfado y café descafeinado instantáneo Sanka para todos. Luego procedió a regañarme por acumular tantas sanciones y porque mis notas hubiesen bajado tanto las últimas semanas. Me contuve para no decir que su hijo no había pasado del aprobado en ninguna asignatura, a excepción de Buena Conducta y Espionaje, y soporté como un hombre la diatriba de aquel individuo.

Mientras comíamos la tapioca, la señora Babcock preguntó qué tal estaba la tía Mame. El señor Babcock se estremeció. Para él, la tía Mame era siempre un asunto delicado.

—Pues la verdad es que no la veo desde Navidad, señora Babcock —empecé con voz meliflua—, pero…

Se oyó un golpe seguido de una voz chillona que decía:

—¡Ito, has chocado contra ese Cadillac nuevo!

—No Cadillac, señorita, coche LaSalle.

—Pero me siento rara —gritó la voz de Agnes—. Me da igual lo que usted diga, señora Burnside…

El color abandonó mis mejillas, luego hice acopio de ánimo justo cuando oí los lentos pasos de Agnes en las escaleras.

—Sí, señora Babcock —grité—, no veo a mi tía Mame desde Navidad. Está fuera. Muy lejos. ¡En Europa!

—No es necesario que grites, Patrick —dijo el señor Babcock.

—No seas ridícula, Agnes —gritó la tía Mame desde la oscuridad—. Son imaginaciones tuyas. Según mis cálculos, no saldrás de cuentas hasta el martes.

Oí cerrarse la puerta y vislumbré a la tía Mame ataviada como una espía del Imperio austrohúngaro, vestida de negro de pies a cabeza y con un larguísimo velo ondeando tras ella.

—Pero, señora Bur…

El señor Babcock palideció e hizo ademán de levantarse, apretando la servilleta con tanta fuerza que se le pusieron lívidos los nudillos.

—Juraría que he oído esa…

En un abrir y cerrar de ojos, vertí la cafetera sobre su regazo. Un aullido de rabia y dolor rasgó el aire justo en el momento en que la tía Mame se asomaba al comedor y emprendía la huida por las escaleras subiendo los peldaños de tres en tres y arrastrando tras de sí a la pobre Agnes.

El señor Babcock se puso hecho una furia. Aseguró que yo era un jovenzuelo maleducado, insolente, insensato, estúpido e inconsiderado, aunque no era de extrañar si se tenía presente la educación que me habían dado. Luego añadió que descontaría de mi cuenta el precio de unos pantalones nuevos. Por mí, podría haber renovado su guardarropa por completo, con tal de que se hubiese ido de Apathy sin descubrir quién más se alojaba en el hotel. Aún se enfadó más cuando descubrió que alguien le había abollado el guardabarros de su flamante coche nuevo y di gracias a Dios de que no hubiese ni rastro de Ito ni del Rolls-Royce de la tía Mame. El señor Babcock nos llevó a mí y a su hijo de vuelta al colegio, sumido en un mutismo rebosante de rabia. Hizo un gesto desdeñoso cuando le di las gracias por aquel día tan maravilloso y volvió al hotel a su reunión del Consejo Escolar. Nada más marcharse, oímos el terrible rugido del coche del doctor Cheevey.

—Ahí va ese cacharro —observé alegremente—. Supongo que el viejo Cheevey va al pueblo a desmelenarse un poco después de tantas buenas intenciones.

—Va al Consejo Escolar en el hotel, igual que mi padre —replicó muy envarado Babcock hijo—. ¿Es que sólo piensas en el sexo?

—Últimamente sí —respondí.

Tras la vertiginosa alegría del día del Padre y el Hijo la residencia bullía de chicos que iban y venían y el bueno del señor Pugh trataba a su modo sereno y tranquilo de que volvieran a sus habitaciones y se metieran en la cama. Me echó una mirada preocupada y yo se la devolví indicándole que no todo estaba perdido. Luego sonó el teléfono de su habitación y fue corriendo a responder.

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