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Authors: Patrick Dennis

Tags: #Humor, Relato

La tía Mame (15 page)

BOOK: La tía Mame
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—Dígame —preguntó con una sonrisa que hacía juego con la de él—, ¿cree que usted y yo podremos llegar a alguna parte? Con el libro quiero decir.

El señor O'Bannion recurrió una vez más a su triste y suave sonrisa y dijo con voz profunda y meliflua:

—Estoy convencido de que usted y yo vamos a crear algo maravilloso.

Esa tarde me enviaron de vuelta a la San Bonifacio con la noticia de que la tía Mame se estaba recuperando a ojos vista.

* * *

El mes siguiente apenas tuve noticias de la tía Mame y, cuando las tuve, la palabra «Brian» aparecía por todas partes. «… Brian y yo acabamos de volver de dar un paseo por los páramos de Oyster Bay. Como Brian, pienso mejor al aire libre y respirando aire puro…», o «… es más de medianoche y Brian y yo hemos estado al lado del fuego leyendo a Yeats y contemplando las volutas de humo de su pipa…», o «… hoy he trabajado como una mula. Estar con Brian me ha servido para reinterpretar mi infancia por completo. No te imaginas la diferencia que supone tener a un hombre en la casa después de todos estos meses con esa aburrida de Agnes». Incluso a distancia empecé a hacerme una idea de lo que ocurría.

La señorita Gooch empezó a escribirme por su cuenta. No hacía más que decir que las memorias de la tía Mame en colaboración con Brian avanzaban muy despacio, pero que lo poco que llevaban escrito era sencillamente apasionante. Era un poco menos efusiva respecto a la tía Mame, pero se deshacía en elogios hacia el señor O'Bannion. Dios mío, la señorita Gooch estaba deseando que llegasen mis vacaciones de Navidad, para que ella, la tía Mame, el adorable señor O'Bannion y yo pudiéramos estar juntos y formar un alegre cuarteto. No dijo de qué. Tuve la sensación de que había motivos para no desearlo, pero aun así llegaron finalmente las Navidades.

—Señora Burnside fuera de casa con irlandés, pero señora Cuatro ojos arriba —dijo Ito al abrirme la puerta.

Efectivamente, la señorita Gooch estaba arriba, y la encontré llorando mientras leía un ejemplar del libro de poemas de Brian, El tulipán herido.

—¿Qué ocurre? —pregunté.

—Madre de Dios —respondió ella mientras dejaba
El tulipán herido
y se levantaba a trompicones de la silla—. No pensé que fueses a llegar tan pronto. —Se sorbió horriblemente la nariz—. Tienes que disculparme, creo que he perdido mi pañuelo.

Le ofrecí el mío.

—Toma —dije—. Suénate.

—Muchas gracias. Espero que me perdones por demostrar así mis emociones, pero los poemas de Bri…, del señor O'Bannion son tan bonitos que…

Oí abrir la puerta principal en el piso de abajo y la voz de la tía Mame, que gritaba:

—Cariño, ¿estás en casa?

Noté, en cuanto bajé corriendo las escaleras, que la tía Mame había sufrido un cambio. Había convertido su segundo mejor abrigo de visón en una chaqueta reversible: lana irlandesa por fuera, visón por dentro. Vestía un traje de
tweed
. Unos sólidos zapatones irlandeses y una bufanda de Eton de dos metros de largo. Olía a turba.

—¿De qué vas disfrazada? —pregunté perplejo.

—¡Oh!, Brian y yo hemos estado paseando y meditando por los páramos.

Brian me obsequió con una mirada alegre y una sonrisa triste. Iba vestido de
tweed
gris, llevaba el primer chaleco de cuadros escoceses que yo había visto fuera de un escenario y una corbata del Trinity College (de Dublín).

—Encantado de volver a verte, Paddy.

—Bueno, es la hora del té —canturreó la tía Mame.

Brian se escabulló para ir al baño. Mame se volvió hacia mí y me besó.

—¡Oh, cielo, me alegro mucho de tenerte en casa en Navidad, y de que estés aquí, ahora que tu tía Mame está tan ocupada, tan creativa, tan productiva y es tan, tan feliz!

Me sentí un poco incómodo y dije:

—¿Qué tal va el libro?

—¡Oh, cariño! —dijo la tía Mame—, he aprendido tanto en estas pocas semanas con Brian… Antes no era más que una simple aficionada que creía que se podía meter prisa a las musas. Pero ahora sé que escribir es una experiencia verdaderamente profunda y exquisita.

—¿Cuánto llevas escrito?

—Casi veinte páginas.

—¿Sólo veinte páginas? —exclamé.

—Desde luego, Patrick —replicó la tía Mame—, se nota que desconoces por completo el auténtico proceso creativo. El noventa y nueve por ciento del trabajo consiste en pensar, ¡y ese encanto de Brian ha dado alas a mi cerebro!

—¡Ah!

—Sí, cariño —bajó la voz—. Patrick, quiero que conozcas a Brian. Que lo conozcas tanto como yo…, o casi. Te cae simpático, ¿no? Y, cariño —añadió besándome en la frente—, si alguna vez saca a relucir la cuestión de la edad…, es decir, si te pregunta cuántos años…, en fin, ya sabes, dile que tengo treinta y cinco y que tú tienes doce. ¿No te parece viril? —musitó la tía Mame apretándome el brazo cuando lo vio entrar en la habitación.

Mi impresión se estaba confirmando.

El té de ese día y la cena del siguiente fueron peculiares, por decirlo suavemente. Resultó interesante, y un poco horrible, ver a la tía Mame y a Agnes Gooch ponerse en ridículo de aquel modo a causa de Brian. Agnes, con su piel cetrina, su pelo lacio y sin lustre, sus gafas sin montura, su vestido azul de punto dado de sí y su vulgar forma de hablar, estaba patética en su papel de sencilla mecanógrafa fascinada por un hombre apuesto diez años mayor que ella. Mientras que la tía Mame, con su piel perfecta, su pelo tan bien peinado, su magnífica figura, sus ojos brillantes, su ropa inmaculada, las joyas adecuadas, su encanto frívolo y desenfadado estaba ridícula como mujer rica y hermosa de edad mediana fascinada por un hombre apuesto y diez años más joven.

Esa temporada vi poco a la tía Mame, aunque ella se empeñó en que viese mucho a Brian. Prácticamente nos obligó a pasar juntos todo el tiempo: contra mi voluntad, y, desde luego, contra la suya. Un día le pidió que me llevase a dar un enérgico paseo por Central Park mientras ella iba a la peluquería. Fue un día memorable, pero sólo por lo desapacible del tiempo, el traje de tweed en espiguilla de Brian y el hecho de que se relamiera al ver a una guapa niñera que empujaba un cochecito de niño cerca de la Calle 70. En otra ocasión la tía Mame decidió que Brian y yo disfrutáramos de nuestra mutua compañía entre el esplendor medieval de Los Claustros. Hacía una tarde tormentosa. Me dolían los pies, Los Claustros olían como las taquillas de la Academia de San Bonifacio, y Brian, en lugar de admirar las vírgenes delicadamente pintadas de oscuros conventos italianos, estuvo babeando detrás de dos vírgenes demasiado maquilladas de Hunter College, que lo esquivaban —aunque con risitas apreciativas— entre los sarcófagos del siglo XII. Intuí el extraordinario atractivo de Brian, pero igual que las mujeres no aciertan a entender qué es lo que ven los hombres en otras mujeres más solicitadas, yo tampoco pude explicar qué era lo que tenía Brian. No era sólo que pesara menos de setenta y cinco kilos, sino que era un libertino, un estafador, un mentiroso, y, lo que es aún peor, un auténtico pesado.

El resto de mis vacaciones transcurrió en la nada inspiradora compañía de la señorita Gooch, que decía tres veces al día: «¡Dios mío, es increíble lo deprisa que pasa un año! Pero si parece que fue ayer cuando mamá, Edna y yo desempaquetamos los adornos de Navidad… Fíjate que siempre guardamos las cintas y las planchamos para el año siguiente…, y ¡ya estamos otra vez!».

El día de Navidad fue muy divertido y la tía Mame se superó a sí misma para parecer irlandesa, o al menos irlandesa del norte. En todas las chimeneas ardieron troncos de Navidad hasta que hizo tanto calor que tuvimos que abrir las ventanas. Brian apareció con un traje de Glenurquhart y Agnes cogió el metro desde Kew Gardens, tras pasar una agradable mañana de Navidad con su madre y Edna. Estaba radiante con un vestido de lana de un peculiar tono mostaza con cuentas en el regazo que se había hecho ella misma y trajo regalos de confección propia para todos nosotros. A mí me obsequió con una bufanda que había tejido con los colores de la Academia de San Bonifacio, y a la tía Mame le regaló un batín de angora
eau de Nil
. A Brian le había hecho unas zapatillas con tréboles irlandeses y sus iniciales bordadas en
petit point
, y él se lo agradeció con una sonrisa tan devastadora que a la pobre le temblaron las rodillas.

La tía Mame le dio un beso a Agnes, un sobre blanco y un trozo de tela verde a cuadros escoceses, lo que, teniendo en cuenta lo que ella acababa de regalarnos, era un error temible.

La tía Mame le dio un beso a Brian, un sobre blanco —bastante más abultado que el de Agnes— y un precioso Bentley biplaza que esperaba fuera, aparcado casi a ras de suelo al lado de la acera. Él se quedó demasiado impresionado para sonreír.

A mí me dio un beso, un sobre blanco, dos de las chaquetas del tweed más tweed jamás confeccionado, un par de zapatones irlandeses tan pesados que apenas podía levantarlos del suelo, un chaleco de cuadros escoceses y una caja con siete pipas marcadas: «lunes», «martes», «miércoles», «jueves», «viernes», «sábado» y «domingo». En suma, todo lo necesario, a excepción del Bentley, para convertirme en un Brian O'Bannion en miniatura.

Brian nos regaló a cada uno un ejemplar autografiado de
El tulipán herido
. Luego dimos cuenta de una opípara comida y la tía Mame afirmó que, en su opinión, sería divino que yo llevase a Agnes al Radio City Music Hall a ver una buena película y el precioso belén que habían instalado allí.

Aunque yo prefería con mucho a Agnes que a Brian, su sana verborrea me parecía tan fatigosa como el malsano silencio del otro. No obstante, sus intenciones eran buenas, y eso era mucho más de lo que podía decirse de él. En el taxi, camino del centro, Agnes no hizo más que parlotear acerca de lo buena persona que era Brian, de su bondad, de su dulzura y de lo mucho que le gustaría presentárselo a su madre y a Edna y hacerle engordar un poco; y, Dios, qué día de Navidad tan maravilloso había pasado; y de si no opinaba yo que una Navidad blanca era mucho más saludable, pues la nieve mataba todos los gérmenes.

Para celebrar que estábamos en Navidad, llevé a Agnes a tomar una copa al Algonquin después del espectáculo. Le impresionó mucho la majestuosidad un poco pasada de moda del salón del Algonquin y también le gustó ver que los clientes se sentaban a beber en butacas y sofás.

—Dios mío —dijo—, qué refinado. Parece un hogar acogedor en lugar de una taberna.

Me contó tres veces lo estricta que era su madre con el licor y me hizo prometer que le compraría unas pastillas mentoladas Sen–Sen para masticarlas cuando volviera a Kew Gardens. Luego pidió algo llamado «Patillas Rosadas», cuyo mero nombre hizo palidecer al camarero.

Su bebida parecía un poco desagradable, pero ella la sorbió con gran delectación, sin quitarse los guantes y doblando mucho el meñique, y declaró que era muy refrescante. Eructó con suavidad y dijo algo casi incomprensible sobre el gran Broadway y la alta sociedad.

Mi imaginación estaba a varios miles de kilómetros de allí, pero tuve que volver a la realidad cuando Agnes puso con un golpe la copa vacía sobre la mesa y chilló:

—¡Ay, chico, esto me pone a mil! ¡Vamos a tomar otra! —Luego, por alguna razón inexplicable, añadió—: ¡Yuuju!

El camarero preguntó:

—¿Sabe tu tía que has salido?

—Desde luego —respondí—, la señorita Gooch es la Alice B. Toklas de mi tía.

—Pues claro, buen hombre, no sea usted ridículo —dijo Agnes con una risita. Luego arrugó la nariz y añadió—: Es usted monísimo. —Apenas me quedaron fuerzas para pedirle otra copa a Agnes—. En realidad, no entiendo nada de licores, si seré tonta que todos me saben a medicina, pero esa chica, Phyllis, que estaba conmigo en la Prudential, me habló de los cócteles «Patillas Rosadas» que le pedía su novio. Trabajaba en una ferretería. El caso es que me gustó tanto el nombre que se me ocurrió probar uno.

Llegó el segundo Patillas Rosadas y Agnes lo apuró antes de que el camarero lo dejara sobre la mesa. Recuerdo que pensé que su amiga Phyllis debería haberle dicho también que, a la hora de beber, el aguante es mucho más importante que la velocidad.

—¡Dios mío, me siento tan alegre, ligera, joven y feliz que me han entrado ganas de bailar! —Y volvió a exclamar—: ¡Yuuju!

—Agnes —respondí a toda prisa—, no creo que en el Algonquin haya orquesta.

—Voy un momento a empolvarme la nariz —chilló Agnes. Luego se agachó y me mordió la oreja—. Sé un buen chico y pídeme otro Patillas Rosadas.

Tanto me impresionó aquella transformación de doctor Jekyll en señor Hyde que no pude sino llamar al timbre y pedir otro Patillas Rosadas. El camarero me miró muy serio y dijo:

—Si no fuese por tu tía, no le serviría más a esa señorita. Estas maestrillas son las peores…

Agnes volvió antes de lo que yo habría querido, con la nariz de un color blanco azulado por la decidida aplicación de polvos.

—Eres un encanto —dijo al sentarse en el diván.

Intenté frenéticamente cambiar de asunto:

—Dime, Agnes —dije—, ¿cómo va el libro? ¿Cuándo crees que habrán terminado Brian y la tía Mame?

Ella se quitó las gafas y las puso sobre la mesa con un golpe tan fuerte que miré disimuladamente para ver si las había roto.

—Escucha —gruñó—, si estuvieses encerrado en una habitación con Brian, ¿acaso tendrías prisa por salir?

Reprimí el impulso de decir: «¡Dios mío, sí!».

Resopló, se quitó la gorra escocesa de color naranja y me echó una larga mirada. Sus ojos, en lugar de parecer descoloridos, eran enormes y tenían un precioso color gris oscuro. Su cabello se había despeinado un poco, e, incluso con la nariz azulada plantada en mitad del rostro cetrino, pareció, por un instante, casi guapa.

—Óyeme bien, la señora Burnside no le quita los ojos de encima a Brian, es repugnante. Horrible. Pero si podría ser su madre…

—Bueno, yo no diría tanto… —empecé a defenderla lealmente.

—Y…, y, ¡oh!, ¡yo le quiero tanto! —Agnes estalló en ruidosos sollozos y se interrumpió sólo para decir—: Pídeme otro Putillas Osadas.

Luego volvió tambaleándose al tocador de señoras.

* * *

El viaje de vuelta a casa fue una pesadilla. Agnes no hacía más que echárseme encima gimiendo:

—Brian, Brian, Brian, te quiero, te deseo…

—¿Quieres que te lleve a un hotel, chico? —preguntó el taxista al llegar a la Quinta Avenida.

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