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Authors: Mario Vargas Llosa

Tags: #Narrativa

La tía Julia y el escribidor (28 page)

BOOK: La tía Julia y el escribidor
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Hoy, la Pensión Colonial vive una atribulada decadencia, y sus clientes son personas humildes e insolventes, en el mejor caso curitas provincianos que vienen a la capital a hacer trámites arzobispales, y en el peor campesinotas de mejillas amoratadas y ojos de vicuña que guardan sus monedas en pañuelos rosados y rezan el rosario en quechua. No hay sirvientas en la pensión, desde luego, y todo el trabajo de tender las camas, arreglar, hacer la compra, preparar la comida, recae sobre la señora Margarita Bergua y su hija, una doncella de cuarenta años que responde al perfumado nombre de Rosa. La señora Margarita Bergua es (como su nombre en diminutivo parecería indicar) una mujer muy renacuaja, delgadita, con más arrugas que una pasa, y que curiosamente huele a gato (ya que no hay gatos en la pensión). Trabaja sin descanso desde la madrugada hasta el anochecer, y sus evoluciones por la casa, por la vida, son espectaculares, pues, teniendo una pierna veinte centímetros más corta que la otra, usa un zapato tipo zanco, con plataforma de madera parecida a caja de lustrabotas, que le construyó hace ya muchos años un habilidoso retablista ayacuchano, y que al arrastrarse por el suelo de tablas produce conmoción. Siempre fue ahorrativa, pero, con los años, esta virtud degeneró en manía y ahora no cabe duda que le conviene el acre adjetivo de tacaña. Por ejemplo, no permite que ningún pensionista se bañe sino el primer viernes de cada mes y ha impuesto la argentina costumbre —tan popular en los hogares del hermano país— de no jalar la cadena del excusado sino una vez al día (lo hace ella misma, antes de acostarse) a lo que la Pensión Colonial debe, en un ciento por ciento, ese tufillo constante, espeso y tibio, que, sobre todo al principio, marea a los pensionistas (ella, imaginación de mujer que guisa respuestas para todo, sostiene que gracias a él duermen mejor).

La señorita Rosa tiene (o más bien tenía, porque después de la gran tragedia nocturna hasta eso cambió) alma y dedos de artista. De niña, en Ayacucho, cuando la familia estaba en su apogeo (tres casas. de piedra y unas tierritas con ovejas) comenzó a aprender piano y lo aprendió tan bien que llegó a dar un recital en el Teatro de la ciudad al que asistieron el alcalde y el prefecto y en el que sus padres, oyendo los aplausos, lloraron de emoción. Estimulados por esta gloriosa velada, en la que también zapatearon unas ñustas, los Bergua decidieron vender todo lo que tenían y mudarse a Lima para que su hija llegara a ser concertista. Por eso adquirieron esa casona (que luego fueron vendiendo y alquilando a pedazos), por eso compraron un piano, por eso matricularon a la dotada criatura en el Conservatorio Nacional. Pero la gran ciudad lasciva destrozó rápido las ilusiones provincianas. Pues pronto descubrieron los Bergua algo que no hubieran sospechado jamás: Lima era un antro de un millón de pecadores y todos ellos, sin una miserable excepción, querían cometer estupro con la inspirada ayacuchana. Era al menos lo que, ojazos que el susto redondea y moja, contaba la adolescente de bruñidas trenzas mañana, tarde y noche: el profesor de solfeo se había lanzado sobre ella bufando y pretendido consumar el pecado sobre un colchón de partituras, el portero del Conservatorio le había consultado obscenamente "¿quisieras ser mi meretriz?", dos compañeros la habían invitado al baño para que los viera hacer pipí, el policía de la esquina al que preguntó una dirección confundiéndola con alguien la había querido ordeñar y en el ómnibus, el conductor, al cobrarle el pasaje le había pellizcado el pezón... Decididos a defender la integridad de ese himen que, moral serrana de preceptos indoblegables como mármoles, la joven pianista sólo a su futuro amo y esposo debería sacrificar, los Bergua cancelaron el Conservatorio, contrataron a una señorita que daba clases a domicilio, vistieron a Rosa como monja y le prohibieron salir a la calle salvo acompañada por ellos dos. Han pasado veinticinco años desde entonces, y, en efecto, el himen sigue entero y en su sitio, pero a estas alturas ya la cosa no tiene mucho mérito, porque fuera de ese atractivo —tan desdeñado, además, por los jóvenes modernos— la expianista (desde la tragedia las clases fueron suprimidas y el piano vendido para pagar el hospital y los médicos) carece de otros que ofrecer. Se ha entumecido, torcido, achicado, y, sumergida en esas túnicas anti-afrodisíacas que acostumbra llevar y en esos capuchones que ocultan su pelo y su frente, más parece un bulto andante que una mujer. Ella insiste en que los hombres la tocan, la amedrentan con proposiciones fétidas y quieren violarla, pero, a estas alturas, hasta sus padres se preguntan si esas quimeras fueron alguna vez verdad.

Pero la figura realmente conmovedora y tutelar de la Pensión Colonial es don Sebastián Bergua, anciano de frente ancha, nariz aguileña, mirada penetrante y rectitud y bondad en el espíritu. Hombre chapado a la antigua, si se quiere, ha conservado de sus remotos antepasados, esos hispánicos conquistadores, los hermanos Bergua, oriundos de las alturas de Cuenca, que llegaron al Perú con Pizarro, no tanto aquella aptitud para el exceso que los llevó a dar garrote vil a centenares de incas (cada uno) y a preñar un número comparativo de vestales cuzqueñas, como el espíritu acendradamente católico y la audaz convicción de que los caballeros de rancia estirpe pueden vivir de sus rentas y de la rapiña, pero no del sudor. Desde niño, había ido a misa a diario, comulgado todos los viernes en homenaje al Señor de Limpias, de quien era devoto pertinaz, y se había dado azotes o llevado cilicio lo menos tres días al mes. Su repugnancia al trabajo, quehacer porteño y vil, había sido siempre tan extrema que incluso se había negado a cobrar los alquileres de los predios que le permitían vivir, y, ya radicado en Lima, jamás se había molestado en ir al Banco por los intereses de los bonos en que tenía invertido su dinero. Estas obligaciones, prácticos asuntos que están al alcance de las faldas, habían corrido siempre a cargo de la diligente Margarita, y, cuando la niña creció, de ella y de la ex-pianista.

Hasta antes de la tragedia que aceleró cruelmente la decadencia de los Bergua, maldición de familia de la que no quedará ni el nombre, la vida de don Sebastián en la capital había sido la de un escrupuloso gentilhombre cristiano. Solía levantarse tarde, no por pereza sino para no desayunar con los pensionistas —no despreciaba a los humildes pero creía en la necesidad de las distancias sociales y, principalmente, raciales—, tomaba una colación frugal e iba a escuchar la misa. Espíritu curioso y permeable a la historia, visitaba siempre iglesias distintas —San Agustín, San Pedro, San Francisco, Santo Domingo— para, al mismo tiempo que cumplir con Dios, regocijar su sensibilidad contemplando las obras maestras de la fe colonial; esas pétreas reminiscencias del pasado, por lo demás, trasladaban su espíritu hacia los tiempos de la Conquista y de la Colonia —cuánto más coloreados que el grisáceo presente— en los que hubiera preferido vivir y ser un temerario capitán o un pío destructor de idolatrías. Imbuido de fantasías pasadistas, regresaba don Sebastián por las calles atareadas del centro —erecto y cauto en su pulcro terno negro, su camisa de cuello y puños postizos donde destellaba el almidón y sus zapatos finiseculares con escarpines de charol— hacia la Pensión Colonial, donde, arrellanado en una mecedora frente al balcón de celosías —tan afín a su espíritu perricholista— pasaba el resto de la mañana leyendo murmuradoramente los periódicos, avisos incluidos, para saber cómo iba el mundo. Leal a su estirpe, luego del almuerzo —que no tenía más remedio que compartir con los pensionistas, a los que trataba empero con urbanidad— cumplía con el españolísimo rito de la siesta. Luego volvía a enfundarse su terno oscuro, su camisa almidonada, su sombrero gris y caminaba pausadamente hasta el Club Tambo-Ayacucho, institución que en unos altos del jirón Cailloma congregaba a muchos conocidos de su bella tierra andina, jugando dominó, casino, rocambor, chismeando de política y, alguna vez —humano que era—, de temas impropios para señoritas, veía caer la tarde y levantarse la noche. Regresaba entonces, sin prisa, a la Pensión Colonial, tomaba su sopa y su puchero a solas en su habitación, escuchaba algún programa de radio y se dormía en paz con su conciencia y con Dios.

Pero eso era antes. Hoy, don Sebastián no pone jamás los pies en la calle, nunca cambia su atuendo —que es, día y noche, un pijama color ladrillo, una bata azul, unas medias de lana y unas zapatillas de alpaca— y, desde la tragedia, no ha vuelto a pronunciar una frase. Ya no va a misa, ya no lee los diarios. Cuando está bien, los ancianos pensionistas (desde que descubrieron que todos los hombres del mundo eran sátiros, los dueños de la Pensión Colonial sólo aceptaron clientes femeninos o decrépitos, varones de apetencia sexual mermada a simple vista por enfermedades o edad) lo ven ambular como un fantasma por los oscuros y añosos aposentos, con la mirada perdida, sin afeitar y con los casposos cabellos revueltos, o lo ven sentado, columpiándose suavemente en la mecedora, mudo y pasmado, horas de horas. Ya no desayuna ni almuerza con los huéspedes, pues, sentido del ridículo que corretea a los aristócratas hasta el hospicio, don Sebastián no puede llevarse el cubierto a la boca y son su esposa e hija quienes le dan de comer. Cuando está mal, los pensionistas ya no lo ven: el noble anciano permanece en cama, su habitación clausurada con llave. Pero lo oyen; oyen sus rugidos, sus ayes, su quejumbre o sus alaridos que estremecen los vidrios. Los recién llegados a la Pensión Colonial se sorprenden, durante estas crisis, que, mientras el descendiente de conquistadores aúlla, doña Margarita y la señorita Rosa continúen barriendo, arreglando, cocinando, sirviendo y conversando como si nada ocurriera. Piensan que son desamoradas, de corazón glacial, indiferentes al sufrimiento del esposo y padre. A los impertinentes que, señalando la puerta cerrada, se atreven a preguntar: "¿don Sebastián se siente mal?", la señora Margarita les responde con mala voluntad: "No tiene nada, se está acordando de un susto, ya le va a pasar". Y, en efecto, a los dos o tres días, termina la crisis y don Sebastián emerge a los pasillos y aposentos de la Pensión Bayer, pálido y flaco entre las telarañas y con una mueca de terror.

¿Qué tragedia fue ésa? ¿Dónde, cuándo, cómo ocurrió?

Todo comenzó con la llegada a la Pensión Colonial, veinte años atrás, de un joven de ojos tristes que vestía el hábito del Señor de los Milagros. Era agente viajero, arequipeño, padecía de estreñimiento crónico, tenía nombre de profeta y apellido de pescado —Ezequiel Delfín— y pese a su juventud fue admitido como pensionista porque su físico espiritual (flacura extrema, palidez intensa, huesos finos) y su religiosidad manifiesta —además de corbata, pañuelito y brazalete morados, escondía una Biblia en su equipaje y un escapulario asomaba entre los pliegues de su ropa— parecían una garantía contra cualquier tentativa de mancillamiento de la púber.

Y, en efecto, al principio, el joven Ezequiel Delfín sólo trajo contento a la familia Bergua. Era inapetente y educado, pagaba sus cuentas con puntualidad, y tenía gestos simpáticos como aparecer de cuando en cuando con unas violetas para doña Margarita, un clavel para el ojal de don Sebastián y regalar unas partituras y un metrónomo a Rosa en su cumpleaños. Su timidez, que no le permitía dirigir la palabra a nadie si no se la dirigían a él antes, y, en estos casos, hablar siempre en voz baja y con los ojos en el suelo, jamás en la cara de su interlocutor, y su corrección de maneras y de vocabulario cayeron muy en gracia a los Bergua, que pronto tomaron afecto al huésped, y, tal vez, en el fondo de sus corazones, familia ganada por la vida a la filosofía del mal menor, comenzaron a acariciar el proyecto de, con el tiempo, promoverlo a yerno.

Don Sebastián, en especial, se encariñó mucho con él: ¿engreía tal vez en el delicado viajante a ese hijo que la diligente cojita no le había sabido dar? Una tarde de diciembre lo llevó paseando hasta la Ermita de Santa Rosa de Lima, donde lo vio tirar una dorada moneda al pozo y pedir una secreta gracia, y cierto domingo de ardiente verano le convidó una raspadilla de cítricos en los portales de la Plaza San Martín. El muchacho le parecía elegante, por lo callado y melancólico. ¿Tenía alguna misteriosa enfermedad del alma o del cuerpo que lo devoraba, alguna irrestañable herida de amor? Ezequiel Delfín era una tumba y, cuando, alguna vez, con las debidas precauciones, los Bergua se habían ofrecido como paño de lágrimas y le habían preguntado por qué, siendo tan joven, estaba siempre solo, por qué jamás iba a una fiesta, a un cine, por qué no se reía, por qué suspiraba tanto con la mirada perdida en el vacío, él se limitaba a ruborizarse y, balbuceando una disculpa, corría a encerrarse en el baño donde pasaba a veces horas con el pretexto de la constipación. Iba y venía de sus viajes de trabajo como una verdadera esfinge —la familia nunca pudo enterarse siquiera a qué industria servía, qué vendía— y aquí, en Lima, cuando no trabajaba, permanecía encerrado en su cuarto, ¿rezando su Biblia o dedicado a la meditación? Celestinescos y compadecidos, doña Margarita y don Sebastián lo animaban a que asistiera a los ejercicios de piano de Rosita 'para que se distrajera', y él obedecía: inmóvil y atento en un rincón de la sala, escuchaba, y, al final, aplaudía con urbanidad. Muchas veces acompañó a don Sebastián a sus misas matutinas, y la Semana Santa de ese año hizo el recorrido de las Estaciones con los Bergua. Para entonces ya parecía miembro de la familia.

Fue por eso que el día en que Ezequiel, recién regresado de un viaje al Norte, rompió súbitamente a sollozar en medio del almuerzo, haciendo dar un respingo a los demás pensionistas —un juez de paz ancashino, un párroco de Cajatambo y dos chicas de Huánuco, estudiantes de enfermería— y volcado en la mesa la magra ración de lentejas que le acababan de servir, los Bergua se alarmaron mucho. Entre los tres lo acompañaron a su cuarto, don Sebastián le prestó su pañuelo, doña Margarita le preparó una infusión de yerbaluisa y menta y Rosa le abrigó los pies con una manta. Ezequiel Delfín se serenó al cabo de unos minutos, pidió disculpas por 'su debilidad', explicó que estaba últimamente muy nervioso, que, no sabía por qué pero con mucha frecuencia, a cualquier hora y en cualquier sitio, se le escapaban las lágrimas. Avergonzado, casi sin voz, les reveló que en las noches tenía accesos de terror: permanecía hasta el amanecer encogido y desvelado, sudando frío, pensando en aparecidos, y compadeciéndose a sí mismo de su soledad. Su confesión hizo lagrimear a Rosa y santiguarse a la cojita. Don Sebastián se ofreció él mismo a dormir en el cuarto para inspirar confianza y alivio al asustado. Éste, en agradecimiento, le besó las manos.

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