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Authors: Mario Vargas Llosa

Tags: #Narrativa

La tía Julia y el escribidor (31 page)

BOOK: La tía Julia y el escribidor
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—¿La perdida soy yo? —preguntó la tía Julia, con más curiosidad que furia.

—Sí, tú —explicó mi prima, poniéndose colorada—. Te creen la invencionera de todo esto.

—Es verdad, yo soy menor de edad, vivía tranquilo estudiando abogacía, hasta que —dije yo, pero nadie me festejó.

—Si saben que les he contado, me matan —dijo la flaca Nancy—. No vayan a decir una palabra, júrenlo por Dios.

Sus padres le habían advertido formalmente que si cometía cualquier infidencia la encerrarían un año sin salir ni a misa. Le habían hablado de manera tan solemne que hasta dudó si contarnos. La familia sabía todo desde el principio y había guardado una actitud discreta pensando que era una tontería, el coqueteo intrascendente de una mujer ligera de cascos que quería anotar en su prontuario una conquista exótica, un adolescente. Pero como la tía Julia ya no tenía escrúpulos en lucirse por calles y plazas con el mocoso y cada vez más gente amiga y más parientes descubrían estos amores —hasta los abuelitos se habían enterado, por un chisme de la tía Celia— y esto era una vergüenza y algo que tenía que estar perjudicando al flaquito (es decir yo), quien, desde que la divorciada le había llenado la cabeza de pájaros, probablemente ya no tendría ánimos ni para estudiar, la familia había decidido intervenir.

—¿Y qué van a hacer para salvarme? —pregunté, todavía sin demasiado susto.

—Escribirle a tus papás —me contestó la flaca Nancy—. Ya lo hicieron. Los tíos mayores: el tío Jorge y el tío Lucho.

Mis padres vivían en Estados Unidos y mi padre era un hombre severo al que yo le tenía mucho miedo. Me había criado lejos de él, con mi madre y mi familia materna, y cuando mis padres se reconciliaron y fui a vivir con él nos llevamos siempre mal. Era conservador y autoritario, de cóleras frías, y, si era verdad que le habían escrito, la noticia le iba a hacer el efecto de una bomba y su reacción sería violenta. La tía Julia me cogió la mano por debajo de la mesa:

—Te has puesto pálido, Varguitas. Ahora sí que tienes tema para un buen cuento.

—Lo mejor es conservar la cabeza en su sitio y el pulso firme —me dio ánimos Javier—. No te asustes y planeemos una buena estrategia para hacer frente al bolondrón.

—Contigo también están furiosos —le advirtió Nancy—. También te creen esa palabrita fea.

—¿Alcahuete? —sonrió la tía Julia. Y, volviéndose a mí, se puso triste:— Lo que me importa es que van a separarnos y no te podré ver nunca más.

—Eso es huachafo y no se puede decir de ese modo —le expliqué.

—Qué bien han disimulado —dijo la tía Julia—. Ni mi hermana, ni mi cuñado, ninguno de tus parientes me hicieron sospechar que sabían y que me detestaban. Siempre tan cariñosos conmigo esos hipócritas.

—Por lo pronto, tienen que dejar de verse —dijo Javier—. Que Julita salga con galanes, tú invita a otras chicas. Que la familia crea que se han peleado.

Alicaídos, la tía Julia y yo convinimos en que era la única solución. Pero, cuando la flaca Nancy se fue —le juramos que nunca la traicionaríamos— y Javier partió tras ella, y la tía Julia me acompañó hasta Panamericana, ambos, sin necesidad de decirlo, mientras bajábamos cabizbajos y de la mano por la calle Belén, húmeda de garúa, sabíamos que esa estrategia podía convertir la mentira en verdad. Si no nos veíamos, si cada uno salía por su lado, lo nuestro, tarde o temprano, se terminaría. Quedamos en hablar por teléfono todos los días, a horas precisas, y nos despedimos besándonos largamente en la boca.

En el tembleque ascensor, mientras subía a mi altillo, sentí, como otras veces, unos inexplicables deseos de contarle mis miserias a Pedro Camacho. Fue como una premonición, pues en la oficina me estaban esperando, enfrascados en una animada conversación con el Gran Pablito, mientras Pascual insuflaba catástrofes al boletín (nunca respetó mi prohibición de incluir muertos, por supuesto), los principales colaboradores del escriba boliviano: Luciano Pando, Josefina Sánchez y Batán. Esperaron dócilmente que echara una mano a Pascual con las últimas noticias y cuando éste y el Gran Pablito nos dieron las buenas noches, y quedamos los cuatro solos en el altillo, se miraron, incómodos, antes de hablar.

El asunto, no cabía duda, era el artista.

—Es usted su mejor amigo y por eso hemos venido —murmuró Luciano Pando. Era un hombrecito torcido; sesentón, con los ojos disparados en direcciones opuestas, que llevaba invierno y verano, día y noche, una bufanda grasienta. Sólo le conocía ese terno marrón a rayitas azules que era ya una ruina de tantas lavadas y planchadas. Su zapato derecho tenía una cicatriz en el empeine por donde asomaba la media—. Se trata de algo delicadísimo. Ya se puede imaginar...

—La verdad, no, don Luciano —le dije—. ¿Se refiere a Pedro Camacho? Bueno, somos amigos, sí, aunque usted ya sabe, es una persona a quien uno nunca acaba de conocer. ¿Le pasa algo?

Asintió, pero permaneció mudo, mirándose los zapatos, como si lo abrumara lo que iba a decir. Interrogué con los ojos a su compañera, a Batán, que estaban serios e inmóviles.

—Hacemos esto por cariño y agradecimiento —trinó, con su bellísima voz de terciopelo, Josefina Sánchez—. Porque nadie puede saber, joven, lo que debemos a Pedro Camacho quienes trabajamos en este oficio tan mal pagado.

—Siempre fuimos la quinta rueda del coche, nadie daba medio por nosotros, vivíamos tan acomplejados que nos creíamos una basura —dijo Batán, tan conmovido que me imaginé de pronto un accidente—. Gracias a él descubrimos nuestro oficio, aprendimos que era artístico.

—Pero están hablando como si se hubiera muerto —les dije.

—Porque ¿qué haría la gente sin nosotros? —citó Josefina Sánchez, sin oírme, a su ídolo—. ¿Quiénes les dan las ilusiones y las emociones que los ayudan a vivir?

Era una mujer a la que le habían dado esa hermosa voz para indemnizarla de algún modo por la aglomeración de equivocaciones que era su cuerpo. Resultaba imposible adivinar su edad, aunque tenía que haber dejado atrás el medio siglo. Morena, se oxigenaba los pelos, que sobresalían, amarillos paja, de un turbante granate y se le chorreaban sobre las orejas, sin llegar desgraciadamente a ocultarlas, pues eran enormes, muy abiertas y como ávidamente proyectadas sobre los ruidos del mundo. Pero lo más llamativo de ella era su papada, una bolsa de pellejos que caía sobre sus blusas multicolores. Tenía un bozo espeso que hubiera podido llamarse bigote y cultivaba la atroz costumbre de sobárselo al hablar. Se fajaba las piernas con unas medias elásticas de futbolista, porque sufría de várices. En cualquier otro momento, su visita me habría llenado de curiosidad. Pero esa noche estaba demasiado preocupado por mis propios problemas.

—Claro que sé lo que le deben todos a Pedro Camacho —dije, con impaciencia—. Por algo son sus radioteatros los más populares del país.

Los vi cambiar una mirada, darse ánimos.

—Precisamente —dijo por fin Luciano Pando, ansioso y apenado—. Al principio, no le dimos importancia. Pensamos que eran descuidos, voladuras que le ocurren a cualquiera. Tanto más a alguien que trabaja de sol a sol.

—¿Pero qué es lo que le pasa a Pedro Camacho? —lo interrumpí—. No entiendo nada, don Luciano.

—Los radioteatros, joven —murmuró Josefina Sánchez, como si cometiera un sacrilegio—. Se están volviendo cada vez más raros.

—Los actores y los técnicos nos turnamos para contestar el teléfono de Radio Central y hacer de parachoques a las protestas de los oyentes —encadenó Batán; tenía los pelos de puercoespín lucientes, como si se hubiera echado brillantina; llevaba, igual que siempre, un overol de cargador y los zapatos sin cordones y parecía a punto de llorar—. Para que los Genaros no lo boten, señor.

—Usted sabe de sobra que él no tiene medio y vive también a tres dobles y un repique —añadió Luciano Pando—. ¿Qué sería de él si lo botan? ¡Se moriría de hambre!

—¿Y de nosotros? —dijo soberbiamente Josefina Sánchez—. ¿Qué sería de nosotros, sin él?

Empezaron a disputarse la palabra, a contármelo todo con lujo de detalles. Las incongruencias (las "metidas de pata" decía Luciano Pando) habían comenzado hacía cerca de dos meses, pero al principio eran tan insignificantes que probablemente sólo los actores las advirtieron. No le habían dicho una palabra a Pedro Camacho porque, conociendo su carácter, nadie se atrevía, y, además, durante un buen tiempo se preguntaron si no eran astucias deliberadas. Pero en las tres últimas semanas las cosas se habían agravado muchísimo.

—Lo cierto es que se han vuelto una mescolanza, joven —dijo Josefina Sánchez, desolada—. Se enredan unos con otros y nosotros mismos ya no somos capaces de desenredarlos.

—Hipólito Lituma siempre fue un sargento, terror del crimen en el Callao, en el radioteatro de las diez —dijo, con la voz demudada, Luciano Pando—. Pero hace tres días resulta ser el nombre del juez del de las cuatro. Y el juez se llamaba Pedro Barreda. Por ejemplo.

—Y ahora don Pedro Barreda habla de cazar ratas, porque se comieron a su hijita —se le llenaron los ojos de lágrimas a Josefina Sánchez—. Y a quien se comieron fue a la de don Federico Téllez Unzátegui.

—Imagínese los ratos que pasamos en las grabaciones —balbuceó Batán— son disparates.

—Y no hay manera de arreglar las confusiones —susurró Josefina Sánchez—. Porque ya ha visto cómo controla el señor Camacho los programas. No permite que se cambie ni una coma. Si no, le dan unos colerones terribles.

—Está cansado, ésa es la explicación —dijo Luciano Pando, moviendo la cabeza con pesadumbre—. No se puede trabajar veinte horas diarias sin que a uno se le mezclen las ideas. Necesita unas vacaciones, para volver a ser el que era.

—Usted se lleva bien con los Genaros —dijo Josefina Sánchez—. ¿No podría hablarles? Decirles solamente que está cansado, que le den unas semanitas para reponerse.

—Lo más difícil será convencerlo a él que las tome —dijo Luciano Pando—. Pero las cosas no pueden seguir como van. Terminarían por despedirlo.

—La gente llama todo el tiempo a la Radio —dijo Batán—. Hay que hacer milagros para despistarlos. Y el otro día ya salió algo en "La Crónica".

No les dije que Genaro-papá ya sabía y que me había encomendado una gestión con Pedro Camacho. Acordamos que yo sondearía a Genaro-hijo, y que, según como fuera su reacción, decidiríamos si era aconsejable que ellos mismos vinieran, en nombre de todos sus compañeros, a tomar la defensa del escriba. Les agradecí la confianza y traté de darles un poco de optimismo: Genaro-hijo era más moderno y comprensivo que Genaro-papá y seguramente se dejaría convencer y le daría esas vacaciones. Seguimos hablando, mientras apagaba las luces y cerraba el altillo. En la calle Belén nos dimos la mano. Los vi perderse en la calle vacía, feos y generosos, bajo la garúa.

Esa noche la pasé enteramente desvelado. Como de costumbre, encontré la comida servida y tapada en casa de los abuelos, pero no probé bocado (y para que la abuelita no se inquietara eché el apanado con arroz a la basura). Los viejitos estaban acostados pero despiertos y cuando entré a besarlos los escruté policialmente, tratando de descubrir en sus caras la inquietud por mis amores escandalosos. Nada, ningún signo: estaban cariñosos y solícitos y el abuelo me preguntó algo para el crucigrama. Pero me dieron la buena noticia: mi mamá había escrito que ella y mi papá vendrían a Lima de vacaciones muy pronto, ya avisarían la fecha de llegada. No pudieron enseñarme la carta, se la había llevado alguna tía. Era el resultado de las cartas delatoras, no había duda. Mi padre habría dicho: "Nos vamos al Perú a poner en orden las cosas”. Y mi madre: "¡Cómo ha podido hacer Julia una cosa así!" (La tía Julia y ella habían sido amigas, cuando mi familia vivía en Bolivia y yo no tenía aún uso de razón.)

Dormía en un cuartito pequeño, abarrotado de libros, maletas y baúles donde los abuelos guardaban sus recuerdos, muchas fotos de su extinta bonanza, cuando tenían una hacienda de algodón en Camaná, cuando el abuelo hacía de agricultor pionero en Santa Cruz de la Sierra, cuando era cónsul en Cochabamba o prefecto en Piura. Tumbado boca arriba en mi cama, en la oscuridad, pensé mucho en la tía Julia y en que, no había duda, de un modo u otro, tarde o temprano, nos iban efectivamente a separar. Me daba mucha cólera y me parecía todo estúpido y mezquino y de repente se me venía a la cabeza la imagen de Pedro Camacho. Pensaba en las llamadas telefónicas de tíos y tías y primos y primas, sobre la tía Julia y sobre mí, y empezaba a escuchar las llamadas de los oyentes desorientados con esos personajes que cambiaban de nombre y saltaban del radioteatro de las tres al de las cinco y con esos episodios que se entreveraban como una selva, y hacía esfuerzos por adivinar lo que ocurría en la intrincada cabeza del escriba, pero no me daba risa, y, al contrario, me conmovía pensar en los actores de Radio Central, conspirando con los técnicos de sonido, las secretarias, los porteros, para atajar las llamadas y salvar de la despedida al artista. Me emocionaba que Luciano Pando, Josefina Sánchez y Batán hubieran pensado que yo, la quinta rueda del coche, podía influir en los Genaros. Qué poca cosa debían sentirse, qué miserias debían ganar, para que yo les pareciera importante. A ratos tenía unos deseos incontenibles de ver, tocar, besar en ese mismo instante a la tía Julia. Así vi asomar la luz y oí ladrar a los perros de la madrugada.

Estuve en mi altillo de Panamericana más temprano que de costumbre y cuando llegaron Pascual y el Gran Pablito, a las ocho, ya tenía preparados los boletines y leídos, anotados y cuadriculados (para el plagio) todos los periódicos. Mientras hacía esas cosas, miraba el reloj. La tía Julia me llamó exactamente a la hora convenida.

—No he pegado los ojos toda la noche —me susurró con una voz que se perdía—. Te quiero mucho, Varguitas.

—Yo también, con toda mi alma —susurré, sintiendo indignación al ver que Pascual y el Gran Pablito se acercaban para oír mejor—. Tampoco he pegado los ojos, pensando en ti.

—No puedes saber cómo han estado de cariñosos mi hermana y mi cuñado —dijo la tía Julia—. Nos quedamos jugando cartas. Me cuesta saber que saben, que están conspirando.

—Pero están —le conté—. Mis padres han anunciado que vienen a Lima. La única razón es ésa. Ellos nunca viajan en esta época.

Se calló y adiviné, al otro lado de la línea, su expresión, entristecida, furiosa, decepcionada. Le volví a decir que la quería.

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