La tía Julia y el escribidor (23 page)

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Authors: Mario Vargas Llosa

Tags: #Narrativa

BOOK: La tía Julia y el escribidor
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—¿La Julita sólo te gusta o estás templado de ella?

Alguna vez le había hecho confidencias sentimentales y ahora, puesto que ya sabía, se las hice también. La historia había comenzado como un juego, pero, de repente, exactamente el día en que sentí celos por un endocrinólogo, me di cuenta que me había enamorado. Sin embargo, mientras más vueltas le daba, más me convencía que el romance era un rompecabezas. No sólo por la diferencia de edad. Me faltaban tres años para terminar abogacía y sospechaba que nunca ejercería esa profesión, porque lo único que me gustaba era escribir. Pero los escritores se morían de hambre. Por ahora, sólo ganaba para comprar cigarros, unos cuantos libros e ir al cine. ¿Me iba a esperar la tía Julia hasta que fuera un hombre solvente, si alguna vez llegaba a serlo? Mi prima Nancy era tan buena que, en vez de contradecirme, me daba la razón:

—Claro, sin contar que para entonces a lo mejor la Julita ya no te gusta y la dejas —me decía, con realismo—. Y la pobre habrá perdido su tiempo miserablemente. Pero, dime, ¿ella está enamorada de ti o sólo juega?

Le dije que la tía Julia no era una veleta frívola como ella (lo que realmente le encantó). Pero la misma pregunta me la había hecho yo varias veces. Se la hice también a la tía Julia, unos días después. Habíamos ido a sentarnos frente al mar, en un bello parquecito de nombre impronunciable (Domodossola o algo así) y allí, abrazados, besándonos sin tregua, tuvimos nuestra primera conversación sobre el futuro.

—Me lo sé con lujo de detalles, lo he visto en una bola de cristal —me dijo la tía Julia, sin la menor amargura—. En el mejor de los casos, lo nuestro duraría tres, tal vez unos cuatro años, es decir hasta que encuentres a la mocosita que será la mamá de tus hijos. Entonces me botarás y tendré que seducir a otro caballero. Y aparece la palabra fin.

Le dije, mientras le besaba las manos, que le hacía mal oír radioteatros.

—Cómo se nota que no los oyes nunca —me rectificó—. En los radioteatros de Pedro Camacho rara vez hay amores o cosas parecidas. Ahora, por ejemplo, Olga y yo estamos entretenidísimas con el de las tres. La tragedia de un muchacho que no puede dormir porque, apenas cierra los ojos, vuelve a apachurrar a una pobre niñita.

Le dije, volviendo al tema, que yo era más optimista. Con fogosidad, para convencerme a mí mismo al tiempo que a ella, le aseguré que, fueran cuales fueran las diferencias, el amor duraba poco basado en lo puramente físico. Con la desaparición de la novedad, con la rutina, la atracción sexual disminuía y al final moría (sobre todo en el hombre), y la pareja entonces sólo podía sobrevivir si había entre ellos otros imanes: espirituales, intelectuales, morales. Para esa clase de amor la edad no importaba.

—Suena bonito y me convendría que fuera verdad —dijo la tía Julia, frotando contra mi mejilla una nariz que siempre estaba fría—. Pero es mentira de principio a fin. ¿Lo físico algo secundario? Es lo más importante para que dos personas se aguanten, Varguitas.

¿Había vuelto a salir con el endocrinólogo?

—Me ha llamado varias veces —me dijo, fomentando mi expectación. Luego, besándome, despejó la incógnita:— Le he dicho que no voy a salir más con él.

En el colmo de la felicidad, yo le hablé mucho rato de mi cuento sobre los levitadores: tenía diez páginas, estaba saliendo bien y trataría de publicarlo en el Suplemento de "El Comercio" con una dedicatoria críptica: Al femenino de Julio

X

L
A TRAGEDIA
de Lucho Abril Marroquín, joven propagandista médico al que todo auguraba un futuro promisor, comenzó una soleada mañana de verano, en las afueras de una localidad histórica: Pisco. Acababa de terminar el recorrido que, desde que asumió esa profesión itinerante, hacía diez años, lo llevaba por los pueblos y ciudades del Perú, visitando consultorios y farmacias para regalar muestras y prospectos de los Laboratorios Bayer, y se disponía a regresar a Lima. La visita a los facultativos y químicos del lugar le había tomado unas tres horas. Y aunque en el Grupo Aéreo N. 9, de San Andrés, tenía un compañero de colegio, que era ahora capitán, en cuya casa solía quedarse a almorzar cuando venía a Pisco, decidió regresar a la capital de una vez. Estaba casado, con una muchacha de piel blanca y apellido francés, y su sangre joven y su corazón enamorado lo urgían a retornar cuanto antes a los brazos de su cónyuge.

Era un poco más de mediodía. Su flamante Volkswagen, adquirido a plazos al mismo tiempo que el vínculo matrimonial —tres meses atrás—, lo esperaba, parqueado bajo un frondoso eucalipto de la plaza. Lucho Abril Marroquín guardó la valija con muestras y prospectos, se quitó la corbata y el saco (que, según las normas helvéticas del Laboratorio, debían llevar siempre los propagandistas para dar una impresión de seriedad), confirmó su decisión de no visitar a su amigo aviador, y en vez de un almuerzo en regla, acordó tomar sólo un refrigerio para evitar que una sólida digestión le hiciera más soñolientas las tres horas de desierto.

Cruzó la plaza hacia la Heladería Piave, ordenó al italiano una Coca-Cola y un helado de melocotón, y, mientras consumía el espartano almuerzo, no pensó en el pasado de ese puerto sureño, el multicolor desembarco del dudoso héroe San Martín y su Ejército Libertador, sino, egoísmo y sensualidad de los hombres candentes, en su tibia mujercita —en realidad, casi una niña—, nívea, de ojos azules y rizos dorados, y en cómo, en la oscuridad romántica de las noches, sabía llevarlo a unos extremos de fiebre neroniana cantándole al oído, con quejidos de gatita lánguida, en la lengua erótica por excelencia (un francés tanto más excitante cuanto más incomprensible), una canción titulada "Las hojas muertas". Advirtiendo que esas reminiscencias maritales comenzaban a inquietarlo, cambió de pensamientos, pagó y salió.

En un grifo próximo llenó el tanque de gasolina, el radiador de agua, y partió. Pese a que a esa hora, de máximo sol, las calles de Pisco estaban vacías, conducía despacio y con cuidado, pensando, no en la integridad de los peatones, sino en su amarillo Volkswagen, que, después de la blonda francesita, era la niña de sus ojos. Iba pensando en su vida. Tenía veintiocho años. Al terminar el colegio, había decidido ponerse a trabajar, pues era demasiado impaciente para la transición universitaria. Había entrado a los Laboratorios aprobando un examen. En estos diez años había progresado en sueldo y posición, y su trabajo no era aburrido. Prefería actuar en la calle que vegetar tras un escritorio. Sólo que, ahora, no era cuestión de pasarse la vida en viajes, dejando a la delicada flor de Francia en Lima, ciudad que, es bien sabido, está llena de tiburones que viven al acecho de las sirenas. Lucho Abril Marroquín había hablado con sus jefes. Lo apreciaban y lo habían animado: continuaría viajando sólo unos meses y a comienzos del próximo año le darían una colocación en provincias. Y el Dr. Schwalb, suizo lacónico, había precisado: "Una colocación que será una promoción". Lucho Abril Marroquín no podía dejar de pensar que tal vez le ofrecerían la gerencia de la filial de Trujillo, Arequipa o Chiclayo. ¿Qué más podía pedir?

Estaba saliendo de la ciudad, entrando a la carretera. Había hecho y deshecho tantas veces esa ruta —en ómnibus, en colectivo, conducido o conduciendo— que la conocía de memoria. La asfaltada cinta negra se perdía a lo lejos, entre médanos y colinas peladas, sin brillos de azogue que revelaran vehículos. Tenía delante un camión viejo y tembleque, e iba ya a pasarlo cuando divisó el puente y la encrucijada donde la ruta del Sur hace una horquilla y despide a esa carretera que sube a la sierra, en dirección a las metálicas montañas de Castrovirreina. Decidió entonces, prudencia de hombre que ama su máquina y teme la ley, esperar hasta después del desvío. El camión no iba a más de cincuenta kilómetros por hora y Lucho Abril Marroquín, resignado, disminuyó la velocidad y se mantuvo a diez metros de él. Veía, acercándose, el puente, la encrucijada, endebles construcciones —quioscos de bebidas, expendios de cigarrillos, la caseta del tránsito— y siluetas de personas cuyas caras no distinguía —estaban a contraluz— yendo y viniendo junto a las cabañas.

La niña apareció de improviso, en el instante en que acababa de cruzar el puente y pareció surgir de debajo del camión. En el recuerdo de Lucho Abril Marroquín quedaría grabada siempre esa figurilla que, súbitamente, se interponía entre él y la pista, la carita asustada y las manos en alto, y venía a incrustarse como una pedrada contra la proa del Volkswagen. Fue tan intempestivo que no atinó a frenar ni a desviar el auto hasta después de la catástrofe (del comienzo de la catástrofe). Consternado, y con la extraña sensación de que se trataba de algo ajeno, sintió el sordo impacto del cuerpo contra el parachoque, y lo vio elevarse, trazar una parábola y caer ocho o diez metros más allá.

Ahora sí frenó, tan en seco que el volante le golpeó el pecho, y, con un aturdimiento blancuzco y un zumbido insistente, bajó velozmente del Volkswagen y corriendo, tropezando, pensando "soy argentino, mato niños”, llegó hasta la criatura y la alzó en brazos. Tendría cinco o seis años, iba descalza y mal vestida, con la cara, las manos y las rodillas encostradas de mugre. No sangraba por ninguna parte visible, pero tenía los ojos cerrados, y no parecía respirar. Lucho Abril Marroquín, cimbreándose como borracho, daba vueltas sobre el sitio, miraba a derecha y a izquierda y gritaba a los arenales, al viento, a las lejanas olas: "Una ambulancia, un médico". Como en sueños, alcanzó a percibir que por el desvío de la sierra bajaba un camión y tal vez notó que su velocidad era excesiva para un vehículo que se aproxima a un cruce de caminos. Pero, si llegó a advertirlo, inmediatamente su atención se distrajo al descubrir que llegaba a su lado, corriendo, un guardia desprendido de las cabañas. Acezante, sudoroso, funcional, el custodio del orden, mirando a la niña le preguntó: “¿Está soñada o ya muerta?".

Lucho Abril Marroquín se preguntaría el resto de los años que le quedaban de vida cuál había sido en ese momento la respuesta justa. ¿Estaba malherida o había expirado la criatura? No alcanzó a responder al acezante guardia civil porque éste, apenas hizo la pregunta, puso tal cara de horror que Lucho Abril Marroquín alcanzó a volver la cabeza justo a tiempo para comprender que el camión que bajaba de la sierra se les venía enloquecidamente encima, bocineando. Cerró los ojos, un estruendo le arrebató la niña de los brazos y lo sumió en una oscuridad con estrellitas, Siguió oyendo un ruido atroz, gritos, ayes, mientras permanecía en un estupor de naturaleza casi mística.

Mucho después sabría que había sido arrollado, no porque existiese una justicia inmanente, encargada de realizar el equitativo refrán "Ojo por ojo, diente por diente", sino porque al camión de las minas se le habían vaciado los frenos. Y sabría también que el guardia civil había muerto instantáneamente desnucado y que la pobre niña —verdadera hija de Sófocles—, en este segundo accidente (por si el primero no lo había conseguido), no sólo había quedado muerta sino espectacularmente alisada al pasarle encima, carnaval de alegría para los satanes, la doble rueda trasera del camión.

Pero, al cabo de los años, Lucho Abril Marroquín se diría que de todas las instructivas experiencias de esa mañana, la más indeleble había sido, no el primero ni el segundo accidente, sino lo que vino después. Porque, curiosamente, pese a la violencia del impacto (que lo tendría muchas semanas en el Hospital del Empleado, reconstruyendo su esqueleto, averiado de innumerables fracturas, luxaciones, cortes y desgarrones), el propagandista médico no perdió el sentido o sólo lo perdió unos segundos. Cuando abrió los ojos supo que todo acababa de ocurrir, porque, de las cabañas que tenía al frente, venían corriendo, siempre a contraluz, diez, doce, tal vez quince pantalones, faldas. No podía moverse, pero no sentía dolor, sólo una aliviada serenidad. Pensó que ya no tenía que pensar; pensó en la ambulancia, en médicos, en enfermeras solícitas. Ahí estaban, ya habían llegado, trató de sonreír a las caras que se inclinaban hacia él. Pero entonces, por unas cosquillas, agujazos y punzadas, comprendió que los recién venidos no estaban auxiliándolo: le arrancaban el reloj, le metían los dedos a los bolsillos, a manotones le sacaban la cartera, de un jalón se apoderaban de la medalla del Señor de Limpias que llevaba al cuello desde su primera comunión. Ahora sí, lleno de admiración por los hombres, Lucho Abril Marroquín se hundió en la noche.

Esa noche, para todos los efectos prácticos, duró un año. Al principio, las consecuencias de la catástrofe habían parecido sólo físicas. Cuando Lucho Abril Marroquín recobró el sentido estaba en Lima, en un cuartito del hospital, fajado de pies a cabeza, y a los flancos de su cama, ángeles de la guarda que devuelven la paz al agitado, mirándolo con inquietud se hallaban la blonda connacional de Juliette Gréco y el Dr. Schwalb de los Laboratorios Bayer. En medio de la ebriedad que le producía el olor a cloroformo, sintió alegría y por sus mejillas corrieron lágrimas al sentir los labios de su esposa sobre las gasas que le cubrían la frente.

La sutura de huesos, retorno de músculos y tendones a su lugar correspondiente y el cierre y cicatrización de heridas, es decir la compostura de la mitad animal de su persona tomó algunas semanas, que fueron relativamente llevaderas, gracias a la excelencia de los facultativos, la diligencia de las enfermeras, la devoción magdalénica de su esposa y la solidaridad de los Laboratorios, que se mostraron impecables desde el punto de vista del sentimiento y la cartera. En el Hospital del Empleado, en plena convalecencia, Lucho Abril Marroquín se entero de una noticia halagadora: la francesita había concebido y dentro de siete meses sería madre de un hijo suyo.

Fue después que abandonó el hospital y se reintegró a su casita de San Miguel y a su trabajo, que se revelaron las secretas, complicadas heridas que los accidentes habían causado a su espíritu. El insomnio era el más benigno de los males que se abatieron sobre él. Se pasaba las noches en vela, ambulando por la casita a oscuras, fumando sin cesar, en estado de viva agitación y pronunciando entrecortados discursos en los que a su esposa le maravillaba escuchar una palabra recurrente: "Herodes". Cuando el desvelo fue químicamente derrotado con somníferos, resultó peor: el sueño de Abril Marroquín era visitado por pesadillas en las que se veía despedazando a su hija aún no nacida. Sus desatinados aullidos comenzaron aterrorizando a su esposa y terminaron haciéndola abortar un feto de sexo probablemente femenino. "Los sueños se han cumplido, he asesinado a mi propia hija, me iré a vivir a Buenos Aires”, repetía día y noche, lúgubremente, el onírico filicida.

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