Coupeau empleaba más testarudez que rectitud en la manera que empleaba para conducir a Nana. Con frecuencia no tenía razón, y sus injusticias exasperaban a la chiquilla. Llegó a faltar al taller, y cuando el plomero le suministró la paliza correspondiente, se burló de él, diciendo que no quería volver a casa de la Titreville, porque la colocaban detrás de Agustina que debía haberse comido los pies de tan mal que le olía el aliento. Entonces Coupeau la condujo en persona a la calle del Cairo, rogando a la maestra que la tuviese siempre al lado de Agustina, en castigo. Durante quince días, cada mañana se tomó el trabajo de bajar a la barrera Poissonniers para acompañar a Nana a la puerta del taller; y se quedaba cinco minutos en la acera para asegurarse de que había entrado. Pero una mañana, habiéndose detenido con un compañero en una taberna de la calle Saint-Denis, divisó a la pícara, diez minutos más tarde, que marchaba de prisa calle abajo, sacudiendo su transportín. Ya llevaba quince días en que subía dos pisos en lugar de entrar en casa de la Titreville; se sentaba en un peldaño y esperaba a que se hubiese marchado. Cuando Coupeau quiso tomarla con la señora Lerat, ésta le gritó hecha una furia que no aceptaba lecciones; ella ya había dicho a su sobrina toda lo que tenía que decir de los hombres, y no era culpa suya si la mocosa tenía afición por esos marranos; ahora ella se lavaba las manos, jurando no volverse a mezclar en nada, porque sabía lo que sabía, líos de familia, sí; de personas que se atrevían a acusarla de perderse con Nana y de gustar del sucio placer de verla ejecutar ante sus ojos el gran traspié. Por lo demás, Coupeau supo por la maestra que Nana estaba pervertida por otra obrera, aquella zorra Leonie, que acababa de dejar las flores para tirarse a la calle. Sin duda la muchacha que deseaba andar correteando por las calles, aún podía casarse con corona de azahar en la cabeza, pero, ¡diantres!, habrá que darse prisa si querían entregársela a un marido, sin nada roto, limpio, en buen estado y completa; en fin, como las señoritas que se respetan.
En la casa de la calle de la Goutte-d'Or, se hablaba del viejo de Nana como de un señor a quien todo el mundo conocía. Era muy cortés, incluso un poco tímido, pero porfiado y paciente como un demonio. La seguía a diez pasos, con un aire de obediente chucho. A veces hasta entraba en el patio; la señora Gaudron lo encontró una noche en el rellano del segundo cuando iba escaleras arriba con la cabeza baja, muy encarnado y miedoso. Y los Lorilleux amenazaban con mudarse si la perdida de su sobrina traía hombres en su seguimiento, pues ya resultaba repugnante ver la escalera siempre llena, y no se podía bajar sin advertirlos en todos los escalones, como quien olfatea y espera; había que creer que se encontraba allí un animal atacado de locura en aquel rincón de la casa. Los Boche se compadecían de la suerte que esperaba a aquel pobre señor, un hombre tan respetable, que se había enamorado de una busconcilla. Era un comerciante, habían visto su fábrica de botones, en el bulevar de la Villette; habría podido hacer la fortuna de una mujer si hubiera tropezado con una chica honrada. Gracias a los detalles facilitados por los porteros, todas las gentes del barrio, hasta los mismos Lorilleux, demostraban la más señalada consideración por el viejo cuando le veían pisar los talones a Nana, con el labio colgante en su pálida cara y con su collarete de barba gris correctamente cortado.
Durante el primer mes, Nana se divirtió de lo lindo con su viejo. Había que verle, haciendo el oso a su alrededor, un verdadero «mátalas callando» que le echaba mano a las faldas por detrás, entre la multitud, como quien no hace nada. ¿Y sus piernas?, ¡secas como palo, verdaderas cerillas! Nada de cabello en la cabeza, cuatro pelillos pegados en el cogote, hasta tal punto que siempre tenía intención de preguntarle la dirección del peluquero que le hacía la raya. ¡Qué vejestorio! ¡Se las echaba de enamorado!…
A fuerza de verlo allí no le parecía ya tan adefesio. Sentía por él un miedo instintivo, y habría gritado si se hubiese acercado a ella. Con frecuencia, cuando se detenía ante el escaparate de un joyero, le oía en seguida balbucear cosas a su espalda. Lo que le decía, en verdad, lo hubiera querido tener: una cruz con terciopelo para ponérsela al cuello, o bien unos pendientes de coral tan pequeñitos que parecieran gotas de sangre. Aun sin ambicionar joyas, no podía estar toda la vida hecha un pingo; estaba harta de arreglarse con los desechos del taller de la calle del Cairo. Bastante tenía con su gorra, especie de casquete en el cual las flores robadas en la casa Titreville hacían el efecto de pelotitas, como campanillas en el culo de un pobre. Había veces en que trotando por el barro, salpicada por los coches, cegada por el resplandor de los escaparates, la asaltaban deseos que le repercutían en el estómago; algo así como tentaciones violentas de verse bien vestida, comer en los restaurantes, ir al teatro, tener un aposento propio con ricos muebles. Se paraba, pálida de deseo, y sentía alzarse del pavimento de París un calor a lo largo de sus muslos, un apetito feroz de morder en los goces a que se sentía empujada, en la gran barahúnda de las aceras, y nunca faltaba, precisamente en aquellos momentos, su viejo que le susurraba proposiciones al oído. Con cuánto gusto le hubiese pegado en la mano si no le hubiera tenido miedo; una rebeldía interior la envalentonaba en su negativa, furiosa y disgustada, por lo que ignoraba de aquel hombre, a pesar de lo viciosa que era.
Pero cuando se presentó el invierno, la existencia se hizo imposible en casa de los Coupeau. No pasaba noche sin que Nana recibiese una solfa. Cuando el padre estaba cansado de pegarle, la madre le daba buenos pescozones para enseñarle a portarse como era debido. A menudo aquélla se convertía en danzas generales; cuando uno le pegaba y el otro la defendía tanto y tan bien, que los tres acababan por rodar por el suelo en medio de la vajilla hecha pedazos. A todo esto, el hambre hacía de las suyas y se morían de frío. Si la pequeña compraba alguna cosa bonita, una corbata de cintas o gemelos para sus puños, sus padres se lo quitaban y lo vendían. No tenía nada suyo más que la renta de cachetes antes de arrebujarse en el pedazo de sábana donde tiritaba bajo su vestidillo negro que extendía a modo de colcha. No, aquella condenada vida no podía continuar, no estaba dispuesta a dejar allí el pellejo. Su padre desde hacía mucho tiempo, como si no existiera; cuando un padre se emborracha como lo hacía el suyo, ya no es padre, es una mala bestia de quien querría uno verse libre; y ahora su madre igualmente iba decayendo en su cariño. Ella bebía también iba por gusto a buscar a su hombre a la taberna del tío Colombe para que la convidara, y se acercaba a la mesa de la mejor gana, sin andarse con remilgos como la primera vez, soplando los vasos horas enteras y saliendo de allí con los ojos fuera de las órbitas. Cuando Nana, al pasar por delante de la taberna, divisaba a su madre en el fondo con las narices en la copa, embrutecida en medio de las asquerosidades que decían los hombres, se sentía invadida de una cólera extraordinaria, porque la juventud que se siente atraída por otros placeres, no comprende el de la bebida. ¡Buenos cuadros se le ofrecían esas noches! El papá borracho, la mamá borracha; un endiablado cuchitril donde no había pan y que emponzoñaba el aire. Ni una santa hubiera permanecido allí. Tanto peor. Si tomaba las de Villadiego cualquier día, ya podrían sus padres entonar el «mea culpa» y decir que ellos mismos la habían empujado a la calle. Un sábado, al volver Nana, encontró a su padre y a su madre en un abominable estado. Coupeau, atravesado en la cama, roncaba, y Gervasia, medio caída en una silla, movía la cabeza con ojos inquietantes, mirando al vacío. Se había olvidado de calentar la comida, unas sobras de bazofia. Una vela que no habían despabilado iluminaba la mísera vergüenza del tugurio.
—¿Eres tú, pecorilla? —tartamudeó Gervasia—. Ya te compondrá tu padre.
Nana no contestó; permaneció pálida, mirando el hornillo apagado, la mesa sin platos, la lúgubre habitación donde aquel par de borrachos ponía el pálido horror de su embrutecimiento. No se quitó el sombrero, dio una vuelta por el cuarto, y, con los dientes apretados, abrió la puerta y se fue.
—¿Vuelves a bajar? —preguntó su madre sin poder volver la cabeza.
—Sí, olvidé algo, subo en seguida; buenas noches.
No volvió más. Al día siguiente los Coupeau, libres ya de la embriaguez, se asombraron, echándose el uno al otro en cara el vuelo de Nana. ¡No estaría ya poco lejos si no había dejado de correr! Como suele decirse a los muchachos, tratándose de los gorriones, sus padres podían ir a ponerle un grano de sal en el trasero, que de fijo la volverían a pescar. Aquel terrible golpe aplastó más a Gervasia, pues a pesar de su embrutecimiento, se daba muy bien cuenta de que la caída de su pequeña, en vísperas de arrojarse a la calle, la hundía más, no teniendo ya hija a quien respetar, por lo que podía rodar más bajo. Sí, aquella golfilla desnaturalizada le llevaba el último pedazo de su honradez en sus propias faldas. Y se emborrachó tres días seguidos, furiosa, con los puños cerrados y la boca henchida de las palabras más abominables contra la zorra de su hija. Coupeau, después de haber recorrido los bulevares exteriores y mirado de cerca a todos los pingos que pasaban, se fumaba su pipa, tan tranquilo; solamente algunas veces, cuando estaba en la mesa, se levantaba con los brazos en alto, un cuchillo en el puño, gritando que estaba deshonrado…; y se volvía a sentar para terminar la sopa.
En aquella casa donde cada mes se marchaba una chiquilla, como pajarillos cuyas jaulas se dejasen abiertas, el accidente de los Coupeau no asombró a nadie. Pero los Lorilleux triunfaban. Ya habían dicho ellos que la chiquilla les daría que sentir. Bien les estaba; todas las floristas acababan mal. Los Boche y los Poisson disfrutaban igualmente haciendo derroche de extraordinarias virtudes. Únicamente Lantier defendía socarronamente a Nana. Sin duda, declaraba él, con su aire puritano, una señorita que se disponía a correrla, ofendía a todas las leyes; luego, añadía echando chispas por los ojos: ¡qué caramba, la muchacha era demasiado bonita para afrontar la miseria a sus años!
—¿No saben ustedes? —dijo un día la señora Lorilleux en la garita de los Boche, donde la camarilla tomaba su café—. Pues tan cierto como la luz del día, que ha sido la Banban quien ha vendido a su hija… Sí, la ha vendido; tengo pruebas…
Aquel viejo que se veía mañana y tarde en la escalera, subía ya a hacer sus adelantos. La cosa era ya sabida; y ayer mismo los han visto juntos en el Ambigu, a la doncella y al adefesio: ¡Palabra de honor! Se han juntado.
Acabaron el café hablando de esto. Después de todo, era posible; cosas más raras se veían. En todo el barrio las personas más caracterizadas acabaron por repetir que Gervasia había vendido a su hija.
Gervasia, cada día más pobre, se ponía el mundo por montera. Ya le podían haber llamado ladrona en la calle, que ni habría vuelto la cabeza. Desde hacía un mes no trabajaba en casa de la señora Fauconnier, que tuvo que ponerla en la puerta para evitar disputas. En varias semanas había recorrido los talleres de ocho planchadoras; estaba dos o tres días en cada taller, y en seguida la despedían, porque estropeaba todas las piezas; sin poner ningún cuidado, sucia, perdiendo la cabeza hasta olvidar el oficio. Por fin, dándose cuenta de que se había hecho una chapucera, abandonó la plancha. Lavaba unos días en el lavadero de la calle Nueva; chapoteaba, andaba entre la inmundicia, se rebajaba hasta lo que el oficio tiene de rudo y zafio; pero así y todo se sostenía, aunque descendiendo poco a poco por la pendiente del abismo. Desde luego, el lavadero no la embellecía ni poco ni mucho. Al salir de allí parecía un perro enlodado, enseñando su carne amoratada. A pesar de todo seguía engordando, pese a sus vigilias, y su pierna se le torcía de tal manera que ya no podía andar al lado de nadie sin que le faltara poco para echarlo a rodar, de tanto como cojeaba.
Naturalmente, cuando se decae hasta ese punto, todo el orgullo de una mujer desaparece. Gervasia había prescindido de su antigua dignidad, sus coqueterías, sus necesidades de sentimientos, de conveniencias y consideraciones. Ya podían darle zapatazos por cualquier parte, por delante, por detrás, que ella no los sentiría pues volvíase cada vez más floja y más débil. Lantier la abandonó por completo; ni por cumplir la pellizcaba siquiera; y ella parecía no haberse dado cuenta de aquel fin de sus largas relaciones, lentamente arrastradas y que se habían deshecho en una laxitud de hastío mutuo. Aquello era para ella una carga menos. Hasta los amoríos de Lantier y Virginia la dejaban del todo tranquila. Le eran perfectamente indiferentes todas aquellas simplezas que la hacían renegar en otro tiempo. Hasta les hubiera tenido la vela si ellos lo hubieran querido. Para nadie era ningún secreto, el sombrerero y la tendera andaban a las mil maravillas. Les era muy cómodo, porque aquel cornudo de Poisson tenía servicio una noche sí y otra no, lo que le hacía tiritar en las aceras desiertas en tanto que su mujer y el vecino mantenían sus pies calentitos. No se preocupaban lo más mínimo, oían sus botas resonar lentamente a lo largo de la tienda, en la calle negra y solitaria, sin que por ello se les ocurriera sacar las narices de debajo de la manta. Un guardia municipal no se aparta de su deber, ¿no es eso? Y ellos permanecían muy tranquilos hasta rayar el alba, ensuciándole el honor, mientras que aquel hombre severo velaba por la propiedad ajena. Todo el barrio de la Goutte-d'Or retozaba de risa. Encontraban muy graciosa la cornamenta de la autoridad. Por lo demás, Lantier había conquistado aquel rincón. La tienda y la tendera iban a la par. Acababa de comerse a una planchadora y ahora masticaba a una tendera de comestibles; y si se fueran estableciendo por turno merceras, papeleras, modistas, etc., él tenía quijadas bastante desarrolladas para irse comiendo a todas.
Nunca se había visto a un hombre revolcarse de tal manera en el azúcar. Lantier había estudiado perfectamente lo que le convenía, al aconsejar a Virginia poner un comercio de golosinas. Era demasiado provenzal para no adorar las cosas dulces, es decir que, con alma y vida, estaría tomando caramelos, bolas de goma, grajeas y chocolates. Las grajeas, sobre todo, a las que él llamaba almendras azucaradas, le hacían una espumilla en los labios, cosquilleándole agradablemente el gaznate. Hacía un año que no vivía más que de bombones. Abría los cajones y se llenaba, cuando Virginia le rogaba que tuviese cuidado de la tienda. Con frecuencia, si hablaba delante de cinco o seis personas, quitaba la tapadera de un bote del mostrador, metía la mano, y masticaba alguna cosa; dejaba el bote abierto y lo vaciaba. No se daba cuenta; decía que era una manía. Además había inventado un catarro perpetuo, una irritación a la garganta, que había que dulcificar. Seguía sin trabajar, teniendo siempre a la vista negocios muy considerables; entonces estaba madurando un invento soberbio, el sombrero-paraguas, un sombrero que se transformaba, en la misma cabeza, en un paraguas monumental a las primeras gotas de chaparrón; prometía a Poisson la mitad de los beneficios, y hasta le sacaba monedas de veinte francos para los experimentos. Entretanto, la tienda se iba deshaciendo en su lengua, todas las mercancías pasaban por allí, hasta los cigarros de chocolate y las pipas de caramelo rojo. Cuando se hartaba de golosinas, y rebosando ternura, se regalaba con alguna caricia a la patrona, por los rincones, ésta le encontraba todo azucarado, los labios como de almendras garrapiñadas. ¡Un hombre encantador para besarlo! ¡Era todo miel! Los Boche decían que bastaba con que mojase su dedo en el café para convertirlo en verdadero jarabe.