Sin embargo, una noche de enero, golpeó con los puños en el tabique. Había pasado una semana espantosa, empujada por todo el mundo, sin un céntimo, agotado el ánimo. Aquella noche estaba mal, tiritaba de fiebre y veía danzar llamas. Entonces, en vez de tirarse por la ventana, como le dieron ganas por un momento, se puso a golpear y a llamar:
—¡Tío Bazouge, tío Bazouge!
El empleado fúnebre se quitaba sus zapatos cantando
Eran tres lindas mozas
. Seguramente no debía de haber sido floja la tarea, pues parecía más conmovido que de costumbre.
—¡Tío Bazouge, tío Bazouge! —gritó Gervasia alzando la voz.
¿No la oía? Ella se entregaba en seguida; podía tomarla en sus brazos y llevársela donde llevaba a sus otras mujeres, pobres y ricas a quienes consolaba. Le molestaba la canción
Eran tres lindas mozas
, porque veía en ella el desdén de un hombre que tiene demasiadas amantes.
—¿Qué pasa?, ¿qué pasa? —gruñó Bazouge—, ¿quién se encuentra mal?… ¡Anda, la madrecita!
Pero, al oír aquella enronquecida voz, Gervasia se despertó como de una pesadilla. ¿Qué había hecho? Había golpeado en la pared, seguramente. Aquello fue como un bastonazo sobre los riñones, el miedo la contrajo y reculó, creyendo ver las manos del sacamuertos pasar a través de la pared para agarrarla por el moño. No, no; ella no quería, no estaba lista todavía. Si había llamado fue con el codo al volverse, sin darse cuenta. Y un gran terror subíale de las rodillas a la espalda, con sólo pensar verse tambaleando entre los brazos del viejo, rígida y la cara blanca como un plato.
—¿Ya no hay nadie? —repuso Bazouge en el silencio—. Espere, uno es siempre complaciente con las señoras.
—Nada, no es nada —dijo por fin la planchadora, con voz ahogada—. No tengo necesidad de nada. Gracias.
Mientras que el empleado fúnebre se dormía gruñendo, ella se quedó ansiosa, escuchando, no atreviéndose a moverse por miedo a que se imaginase oírla llamar de nuevo; ahora se juraba proceder con más cautela; podía estar agonizando, que no volvería a pedir socorros al vecino. Y decía esto para tranquilizarse, pues, a ciertas horas, a pesar de su miedo, conservaba su pasión terrible.
En su rincón miserable, en medio de sus cuidados y de los de los demás, Gervasia encontraba un buen ejemplo de valor en casa de los Bijard. La pequeña Lalie, aquella muchachilla de ocho años, no más grande que un comino, cuidaba la casa con una formalidad de persona mayor; y eso que la tarea era ruda, pues tenía a su cargo dos chicos, su hermano Julio y su hermana Enriqueta, dos pequeñines de tres y cinco años, a los que debía atender durante todo el día, además de fregar la vajilla y barrer. Desde que el tío Bijard había matado a su mujer de una patada en el vientre, Lalie se había hecho la madrecita de todos. Sin decir nada, saliendo de ella misma, hasta el punto de que el bestia de su padre, para completar, sin duda, el parecido, pegaba hoy a la hija como había pegado a la madre otras veces. Cuando venía borracho, necesitaba mujeres a quienes matar. No se daba cuenta de lo pequeña que era Lalie; golpeaba igual que lo habría hecho sobre un cuero viejo. De una bofetada le cubría la carita entera, y la carne era tan delicada que los cinco dedos se quedaban marcados durante dos días. Aquello era una indigna lluvia de golpes, palizas por un sí o por un no, un lobo rabioso cayendo sobre un gatillo tímido, cariñoso y delgado, hasta hacer llorar, y que recibía aquello con sus bellos ojos resignados, sin quejarse. Nunca se rebelaba Lalie. Doblaba un poco el cuello para proteger la cara, y se resistía sin gritar para no alborotar la casa. Cuando ya el padre estaba cansado de pasearla a puntapiés por los cuatro rincones de la casa, ella esperaba tener fuerzas para levantarse y ponerse a trabajar; lavando a sus niños, haciendo la sopa, no dejando ni un ápice de polvo en ningún mueble. Las palizas entraban en su tarea diaria.
Gervasia sentía un gran afecto por su vecinita. La trataba de igual a igual, como a mujer que ya conoce la existencia. Hay que decir que Lalie tenía una carita pálida y seria, con expresión de muchacha mayor. Se le habrían calculado treinta años cuando se la oía hablar. Sabía muy bien comprar, arreglar ropa, llevar su casa, y hablaba de los pequeños como si ella hubiera tenido dos o tres en su vida. Hacía gracia a la gente, con sus ocho años; pero en seguida se apretaban las gargantas y tenían que marcharse para no llorar. Gervasia le traía cuanto podía, le daba de comer cuando tenía algo, y aun ropas viejas. Un día, al estarle probando un viejo gabancito de Nana, se quedó sin aliento, viéndole la espina dorsal amoratada, el codo raspado y sangrando aún. Toda su carne inocente martirizada y pegada a los huesos. ¡Ya podía el tío Bazouge ir preparando la caja, porque a ese paso la pobrecita no iría muy lejos! La pequeña rogó a la planchadora que no dijera nada. No quería que molestaran a su padre por su culpa. Le defendía, diciendo que si no bebiera no sería tan malo. Estaba loco, no sabía lo que hacía. Ella le perdonaba, porque a los locos todo debe perdonárseles.
Desde entonces, Gervasia estaba atenta y trataba de intervenir en cuanto oía al señor Bijard subir la escalera. Pero la mayoría de las veces no conseguía otra cosa que atrapar algún pescozón. Durante el día, cuando entraba, encontraba frecuentemente a Lalie atada a los pies de la cama; un capricho del cerrajero que, antes de salir, le ataba las piernas y el vientre con gruesas cuerdas, sin que nadie supiese por qué; una desviación del cerebro trastornado por la bebida, sin duda para tiranizar a la pequeña, hasta cuando él no estaba allí. Lalie, rígida como un poste, con hormigueos en las piernas; permanecía atada días enteros; hasta una vez que Bijardt no volvió, estuvo así una noche. Cuando Gervasia, indignada, hablaba de desligarla, la pequeña la suplicaba que no tocase ni una cuerda, porque su padre se ponía furioso si no encontraba los nudos hechos de la misma manera. Además, no se encontraba mal, así descansaba y decía esto sonriendo, con sus piernecitas de querubín hinchadas y como muertas. Lo que sí la apenaba era ver que el trabajo de la casa no avanzaba nada mientras ella estaba así. Ya podía su padre haber inventado otra cosa. Vigilaba igual a los niños, se hacía obedecer, llamaba a su lado a Enriqueta y a Julio, para sonarles las naricitas. Como tenía las manos libres, hacía calceta en espera de ser liberada, para no perder del todo su tiempo. Cuando más sufría era cuando Bijard la desataba; tenía que arrastrarse por el suelo durante un cuarto de hora, porque no podía tenerse en pie por la mala circulación de la sangre.
El cerrajero había imaginado otra pequeña diversión. Ponía monedas en la estufa hasta que estaba al rojo y a continuación las colocaba en un rincón de la chimenea. Llamaba a Lalie y le decía que fuera a comprar pan. La pequeña, sin desconfianza, agarraba el dinero, pero tenía que soltarlo en seguida, lanzando gritos y sacudiendo su manita quemada. Entonces él se enfurecía. ¿Por qué le había dado aquella ventolera? ¡Poníase ahora a tirar el dinero! Y la amenazaba con remangarle las enaguas si no lo recogía más que de prisa. Si la pequeña dudaba, recibía un primer aviso: una bofetada tan fuerte que le hacía ver las estrellas. Muda, con dos gruesas lágrimas en el borde de los ojos, recogía los céntimos y se iba, haciéndolos saltar en la mano para enfriarlos.
Nadie puede darse idea de las feroces intenciones que pueden germinar en el cerebro de un borracho. Una tarde, por ejemplo, Lalie, después de haber arreglado todo, jugaba con sus hermanitos. La ventana estaba abierta, había una gran corriente de aire, y el viento, colándose por el pasillo, movía la puerta con ligeras sacudidas.
—Es el señor Atrevido —decía la pequeña—. Entre, señor Atrevido. Moléstese en entrar.
Y hacía reverencias ante la puerta, saludando al viento. Enriqueta y Julio, detrás de ellas saludaban también, encantados con este juego, retorciéndose de risa como si les hubieran hecho cosquillas. Estaba encantada de verles divertirse de tan buena gana, y ella misma pasaba buen rato, cosa que le sucedía cada muerte de obispo.
—Buenos días, señor Atrevido; ¿cómo está usted, señor Atrevido?
Pero una mano brutal empujó la puerta, y el tío Bijard entró. La escena cambió repentinamente; Enriqueta y Julio cayeron de espaldas contra la pared, mientras que Lalie, aterrorizada, se quedó a medias con su reverencia. El cerrajero tenía un látigo de carretero en la mano, de largo mango de madera blanca, y una tirilla de cuero terminada en una cuerda delgada. Colocó el látigo al lado de la cama, no dio la patada de costumbre a la niña, que se preparaba ya, presentando las espaldas. Una mueca mostraba sus negros dientes, estaba contento, muy borracho, con la imaginación llena de regocijadas alucinaciones.
—¡Eh! —dijo—. No te hagas la humildita, que ya te he oído bailar desde abajo… Vamos, ven. Más cerca, ¡caramba!, y de frente; no tengo necesidad de olerte el trasero. ¿Acaso te toco yo para que tiembles como un monigote?… ¡Quítame los zapatos!
Lalie, asombrada de no recibir la paliza de costumbre, muy pálida, le quitó los zapatos. Él se había sentado en el borde de la cama, se acostó vestido; permaneció con los ojos abiertos, siguiendo los movimientos de la pequeña por la habitación. Ella daba vueltas, abatida por aquella mirada, con los trabajados miembros tan entorpecidos que dejó caer una taza. Entonces él, sin moverse, agarró el látigo y se lo enseñó diciendo:
—Mira, becerrita, mira esto: es un regalo para ti. Dos francos y medio más que me cuestas… Con este juguete no me veré obligado a correr, y a ti te será inútil esconderte por los rincones. ¿Quieres probarlo? ¡Ah, rompiendo las tazas!…¡Vamos, hala! Danza, pues, haciendo reverencias al señor Atrevido.
No tuvo necesidad de levantarse; tendido panza arriba, con la cabeza hundida en la almohada, hacia chasquear el látigo por la habitación, con estrépito de postillón, que estimula a los caballos. Después, bajando el brazo, pegó a Lalie en mitad del cuerpo, la enrolló y la desenrolló como una peonza. La niña cayó, quiso huir a cuatro patas; pero la alcanzó de nuevo y la puso en pie.
—¡Up, up! —vociferaba—. ¡La carrera de los borricos!… ¿Qué tal? Muy agradables las mañanitas de invierno; me duermo y no me acatarro, atrapo a las ternerillas desde lejos, sin que se me revienten los sabañones. En este rincón te cogí, ¡pícara! Y en aquel otro lado te cogí también. ¡Ah!, y en aquel otro una vez más te toqué; y si te metes debajo de la cama te aporrearé Con el mango…! ¡Up, up! ¡corre, corre!
Una ligera espuma le aparecía en los labios, y sus ojos amarillentos parecían salírsele de las órbitas. Lalie, alocada, aullando, saltaba por los cuatro ángulos de la habitación, apelotonándose en el suelo, pegándose a las paredes; pero el delgadito bramante del látigo la alcanzaba en todos los sitios, chasqueando en sus oídos con ruido de cohete, y desollándole la carne con grandes quemaduras. Una verdadera danza salvaje de animal a quien se le enseñan habilidades. ¡La pobre gatita danzaba que había que ver! Los talones en alto, como las niñas que juegan al salto de la cuerda gritando: ¡Uno, dos y tres! No podía ya respirar y rebotaba sin darse cuenta, como una pelota, dejándose pegar, ciega y cansada de buscar agujero… Y el bandido de su padre estaba triunfante, la insultaba, preguntándole si ya tenía suficiente y si comprendía que debía desechar toda esperanza de escapar a su nuevo sistema.
Gervasia se presentó de repente atraída por los alaridos de la pequeña. Ante tan atroz espectáculo, sintióse llena de furiosa indignación.
—¡Ah, carroña! —gritó—. ¿Quiere usted dejarla, bandido? Le voy a denunciar a la policía.
Bijard lanzó un gruñido de animal a quien se molesta. Balbuceó:
—Dígame, pata coja, ¿por qué no se ocupa usted un poco de sus asuntos? ¡Todavía tendré que ponerme guantes para pegarle!… Es con el único objeto de advertirla, simplemente para mostrarle que tengo brazo largo.
Lanzó un último latigazo y alcanzó a Lalie en la cara. Partióle el labio superior y empezó a manar sangre. Gervasia agarró una silla y quiso arrojarla sobre el cerrajero. Pero la pequeña tendió hacia ella sus manitas suplicantes, diciendo que no era nada, que ya estaba terminado. Se limpiaba la sangre con la punta de su delantal y hacía callar a sus hermanitos que lloraban fuertemente, como si hubieran recibido ellos la ensalada de latigazos.
Cuando Gervasia pensaba en Lalie, no se atrevía ya a quejarse. Habría querido tener el valor de aquella pequeña de ocho años que soportaba ella sola tanto como todas las mujeres de la escalera reunidas. La había visto estar a pan seco durante tres meses, sin comer ni siquiera mendrugos, tan delgada y tan débil que tenía que apoyarse en las paredes para andar, y cuando ella, ocultándose, le llevaba sobras de carne, sentía fundirse su corazón al verla comer, con gruesas lágrimas silenciosas, a pedacitos pequeños, porque su garganta contraída no dejaba ya pasar el alimento. Siempre tierna y abnegada, a pesar de todo, con un juicio superior al que le correspondía por su edad, llevando sus deberes de madrecita, hasta morir por su maternidad, despierta demasiado pronto su inocencia delicada de niña. Gervasia tomaba ejemplo de sufrimiento y de perdón de esta querida criatura, tratando de aprender de ella a callarse su martirio. Lo único que Lalie no perdía en su mirada muda, sus grandes ojos negros, resignados, en el fondo de los cuales se adivinaba una noche de agonía y de miseria. Jamás pronunciaba ni una sola palabra de reproche; solamente sus grandes ojos negros, completamente abiertos, traslucían su inmenso dolor.
En la casa de los Coupeau, el matarratas de la taberna comenzaba también a hacer sus estragos. La planchadora veía aproximarse la hora en que su hombre agarraría un látigo, como Bijard, para hacerla bailar. Y la desgracia que la amenazaba, la hacía naturalmente más sensible todavía a la de la pequeña. Coupeau iba por mal camino. Había pasado la fecha en que la bebida le daba por todo lo bueno; ahora ya no bromeaba, golpeándose el torso y diciendo que el «soplar» le engordaba; aquella su villana gordura amarillenta de los primeros años se había disipado, volviéndose delgaducho, de color terroso, con entonaciones verdes de cadáver pudriéndose en un pantano. Inclusive el apetito le había desaparecido; poco a poco fue aborreciendo el pan, y hasta la carne le hacía escupir. Habrían podido servirle el guiso mejor condimentado, y su estómago lo hubiera rechazado, negándose hasta sus dientes a masticarlo. Para sostenerse, tenían que proporcionarle su cuartillo de aguardiente diario; era su ración, su comida y su bebida; el único aumento que digería. Por la mañana, en cuanto saltaba del lecho, permanecía un cuarto de hora largo doblado en dos, tosiendo y crujiéndole los huesos, agarrándose la cabeza, lanzando flemas amargas como el acíbar, que le deshollinaban la garganta. Aquello no le faltaba nunca; tenían que prepararle la escupidera de antemano. No conseguía ponerse a plomo sobre sus piernas, hasta que había tomado su primer vaso de consuelo, verdadero remedio, cuyo fuego le cauterizaba por dentro. Pero durante el día le volvían las fuerzas. Primero había sentido cosquilleos, escozores en la piel, en los pies y en las manos; y lo tomaba a broma, diciendo que le hacían monadas y que su costilla debía de ponerle cerdas de cepillo entre las sábanas. Después, sus piernas se fueron poniendo pesadas; los cosquilleos habían terminado por cambiarse en calambres espantosos, que le retorcían la carne como en un torno. Esto le parecía menos divertido, no se reía ya, se paraba en seco en la acera, aturdido, con zumbidos en los oídos, y los ojos cegados por vivo centelleo. Todo le parecía amarillo, las casas bailaban, festoneaba unos segundos, con miedo de caerse cuan largo era. Otras veces, cuando le daba el sol por detrás, sentía un escalofrío como si le hubieran echado agua helada por las espaldas. Lo que más le encorajinaba era el temblorcillo de sus dos manos; la mano derecha, sobre todo, debía haber cometido grandes pecados: tantas eran sus pesadillas. ¡Dios mío! ¡Ya no era un hombre; convertíase en una viejecilla! Dilataba furiosamente sus músculos, agarraba su vaso y apostaba que lo sostendría inmóvil, como si se encontrase en una mesa de mármol; pero, a pesar de su esfuerzo, el vaso bailaba un kan-kan, saltando a derecha e izquierda con temblorcillo apresurado y regular. Entonces lo vaciaba de un golpe, furioso, chillando que le hacían falta docenas y docenas y que se encargaría en seguida de sostener un tonel sin mover un dedo. Gervasia le aconsejaba que abandonase la bebida si quería dejar de temblar. Pero él se burlaba de ella, bebía sin cesar, comenzando de nuevo el experimento, encolerizándose y acusando a los ómnibus que pasaban de hacerle caer el líquido.