Al sentir aquella primera ráfaga, Gervasia se espabiló y se puso a andar más de prisa. Había hombres que corrían, apresurándose por llegar a sus casas, con las espaldas ya blancas. Y como viese a uno que se acercaba lentamente bajo los árboles, se aproximó y le dijo:
—Caballero, escuche usted…
El hombre se había parado. Pero pareció no comprender, porque extendió la mano y murmuró en voz baja:
—Una limosna, por favor…
Se miraron. ¡Gran Dios! Estaban allí los dos, el tío Bru mendigando y la señora Coupeau haciendo la carrera. Quedáronse con la boca abierta uno enfrente del otro. En aquella ocasión podían haberse dado la mano. Durante toda la noche había andado el viejo obrero dando vueltas sin atreverse a abordar a la gente, y la primera persona que le detenía era una muerta de hambre como él. ¡Señor!, ¿no era una lástima aquello? ¡Haber trabajado durante cincuenta años y mendigar! ¡Haber sido una de las mejores planchadoras de la calle de la Goutte-d'Or y acabar en el arroyo! No se perdían de vista. Y por fin, sin decir nada, se fueron cada uno por su lado bajo la nieve que los azotaba.
Era una verdadera tempestad. En aquellas alturas, en medio de aquellos espacios tan dilatadamente abiertos, la fina nieve se arremolinaba y parecía soplar de los cuatro puntos del cielo. No se veía nada a diez pasos, todo quedaba oscurecido dentro de aquel polvo volante. La gente del barrio había desaparecido; el bulevar parecía muerto, como si la racha acabase de extender el silencio con su sábana blanca sobre los hipos de los últimos borrachos. Gervasia, penosamente, no dejaba de andar, cegada, perdida. Tocaba los árboles para saber dónde estaba. A medida que avanzaba, los mecheros de gas salían de la palidez de la atmósfera, semejantes a antorchas apagadas. Y de repente, cuando atravesaba una encrucijada, hasta aquellas luces se extinguían. Y se encontraba cogida en un pálido torbellino, sin distinguir nada que la pudiera guiar. Bajo ella, el suelo de una blancura vaga, huía. Paredes grises la enterraban. Y cuando se detenía vacilante, volvía la cabeza y adivinaba detrás de ella aquel velo de nieve, la inmensidad de las avenidas, las filas interminables de los mecheros de gas, todo aquel infinito, negro y desierto, de París adormecido.
Ella se encontraba allí en el cruce del bulevar exterior y de los bulevares de Magenta y de Ornano, pensando en acostarse en el suelo, cuando oyó ruido de pasos. Echó a correr, pero la nieve le cerraba los ojos y los pasos se alejaban sin que pudiese apreciar si iban a derecha a izquierda. Por último, distinguió las anchas espaldas de un hombre, una mancha oscura y movible que se hundía en la niebla. ¡Oh, a aquel sí que no lo dejaría escapar! Y corrió más de prisa, lo alcanzó y le agarró de la blusa.
—Señor, señor, escuche usted, por favor…
El hombre se volvió. Era Goujet.
¡He aquí que a quien encontraba era a Gueule-d'Or! ¿Pero qué había hecho ella al buen Dios para ser así martirizada hasta el final? Aquel era el golpe de gracia, echarse entre las piernas del herrero, ser vista por él como prostituta de arrabal, pálida y suplicante. Y aquello sucedía a la luz de un mechero de gas, y distinguía su sombra deforme, que parecía jugar con la nieve como una verdadera caricatura. Se la hubiera tomado por una mujer beoda. ¡Dios mío, no tener una miguita de pan ni una gota de vino en el cuerpo, y ser tomada por una mujer borracha!… ¡Culpa suya era!… ¿Por qué se emborrachaba? Seguramente Goujet creería que había bebido y que estaba haciendo una gracia de borracha.
Goujet, entretanto, la contemplaba, mientras que la nieve deshojaba margaritas en su bella barba rubia. Como ella bajase la cabeza retrocediendo, él la detuvo.
—Venga usted —le dijo.
Echó a andar él primero, ella le siguió. Los dos atravesaron el barrio mudos, desfilando sin ruido a lo largo de las paredes. La pobre señora Goujet había muerto en el mes de octubre de un reumatismo agudo. Goujet continuaba habitando en la casita de la calle Nueva, sombría y solitaria. Aquel día se había retrasado por haber estado velando a un camarada herido. Cuando abrió la puerta y encendió la luz se volvió hacia Gervasia, que se había quedado, humildemente en el rellano. Y dijo en voz baja como si su madre hubiera podido oírle:
—Entre usted.
La primera habitación, la de la señora Goujet, estaba conservada piadosamente en el mismo estado en que ella la dejó. Cerca de la ventana, sobre una silla, se encontraba colocado el bastidor, al lado del gran sillón que parecía esperar a la anciana encajera. La cama estaba hecha y habría podido acostarse si hubiera dejado el cementerio para venir a pasar la noche con su hijo. La habitación guardaba un recogimiento y un olor de honradez y bondad.
—Entre —repitió más alto el herrero.
Penetró miedosa, con el aspecto de una chiquilla que entra en un lugar respetable. Él estaba pálido y tembloroso al introducir de aquella manera a una mujer en la estancia de su madre muerta. Atravesaron la pieza con pasos ahogados, como para evitar la vergüenza de ser oídos. Cuando introdujo a Gervasia en su cuarto, cerró la puerta. Allí estaba en su casa. Era el estrecho gabinete que ella conocía, un cuarto de pensionista, con una camita de hierro guarnecida de cortinas blancas. En las paredes estaban las estampas recortadas que subían hasta el techo. Gervasia, en aquella pureza, no se atrevía a avanzar, se retiraba, lejos de la luz. Entonces, sin una palabra, lleno de rabia, quiso cogerla y aplastarla entre sus brazos; mas ella sintiéndose desfallecer murmuró:
—¡Oh, Dios mío, Dios mío!
La estufa, cubierta de polvo del cok, estaba encendida aún, y un resto de guisado, que el herrero había dejado al calor, creyendo volver más temprano, humeaba delante del cenicero. Gervasia, desentumecida por el intenso calor, se hubiera puesto a cuatro patas para comer en la cazuela. Era más fuerte que ella, su estómago se desgarraba y se inclinó dando un suspiro. Pero Goujet, que había comprendido, puso el guisado en la mesa, y cortó pan y le puso de beber.
—¡Gracias, gracias! —decía ella—. ¡Qué bueno es usted!… ¡Gracias!
Balbuceaba, y apenas podía pronunciar palabra. Cuando empuñó el tenedor temblaba de tal manera que lo dejó caer. El hambre que la estrangulaba le producía un senil movimiento de cabeza. Tuvo que cogerlo con los dedos; a la primera patata que se metió en la boca prorrumpió en sollozos. Gruesas lágrimas rodaban a lo largo de sus mejillas, caían en su pan. Comía, comía, devoraba, ansiosamente su pan mojado en lágrimas, respirando muy fuerte, con la barbilla convulsa. Goujet la obligó a beber para que no se ahogara; y el vaso resonó ligeramente entre sus dientes.
—¿Quiere usted más pan? —le preguntó a media voz.
Ella lloraba, decía que no, decía que sí, no sabía. ¡Ay, señor! ¡Qué bueno y qué triste es comer cuando se muere uno de hambre!
Y él, de pie enfrente de ella, la contemplaba. Ahora la veía bien, bajo la viva claridad de la pantalla. ¡Qué vieja y ajada parecía! El calor fundía la nieve sobre sus cabellos y sus vestidos; estaba chorreando. Su pobre y temblorosa cabeza estaba completamente gris, mechas grises que el viento había desordenado, el cuello hundido en los hombros, se amontonaba, fea y gorda que daba ganas de llorar. Él se acordaba de sus amores cuando aún era una rosa, manejando sus planchas, mostrando el pliegue de bebé que le ponía tan lindo collar en la garganta. Él iba en aquellos tiempos a contemplarla durante horas, satisfaciéndose con verla. Más tarde, ella había venido a la fragua donde habían saboreado enormes goces, mientras que él machacaba sobre el hierro y ella permanecía allí viendo la danza de su martillo. Cuántas veces había mordido su almohada por la noche ansiando tenerla así en su habitación. La hubiera estrujado si la llegara a tener en sus brazos. ¡Tanto la deseaba! Y ahora era suya, podía tomarla. Acababa de comerse el pan, dejaba caer sus lágrimas en el fondo de la cazuela, sus gruesas lágrimas silenciosas que continuaban cayendo en la comida.
Gervasia se levantó, ya había terminado. Permaneció durante un instante con la cabeza baja, molesta, no sabiendo si el herrero querría algo de ella. Después, creyendo ver encenderse una llama en sus ojos, se llevó la mano a la blusa y desabrochó el primer botón; pero Goujet se había puesto de rodillas, le tomaba las manos diciendo dulcemente:
—Yo la amo a usted, señora Gervasia, la amo a usted a pesar de todo. ¡Se lo juro!
—No diga eso, señor Goujet —exclamó enloquecida por verle así a sus pies—. No me diga eso, que me da mucha pena.
Y como él repitiese que no podía tener dos amores en su vida, ella se desesperaba más.
—No, no, yo no quiero ya; estoy demasiado avergonzada… Por amor de Dios, levántese usted. Soy yo quien debo arrastrarme por los suelos.
Él se levantó, estaba tembloroso y con voz balbuceante dijo:
—¿Me permite usted que la bese?
Ella, desconcertada por la sorpresa y la emoción, no sabía qué decir. Dijo que sí con la cabeza. ¡Dios mío! Era suya, podía hacer de ella cuanto quisiera, pero se limitó a acercar los labios.
—Entre nosotros basta con esto, señora Gervasia —murmuró él—. Esta es toda nuestra amistad, ¿no es así?
La besó en la frente, sobre un mechón de cabellos grises. No había besado a nadie desde que murió su madre. Sólo su buena amiga Gervasia le quedaba en la existencia. Una vez que la hubo besado con tanta respeto, fue retrocediendo hasta caer atravesado en su cama con la garganta henchida de sollozos. Y Gervasia no pudo quedarse allí por más tiempo; es demasiado triste y demasiado abominable encontrarse en esas condiciones cuando se ama. Le gritó:
—Yo le amo también a usted, señor Goujet, le amo mucho también… ¡Oh! Yo comprendo que no es posible… Adiós, adiós… nos ahogaría a los dos.
Atravesó corriendo el cuarto de la señora Goujet y se encontró en la calle. Cuando se dio cuenta de la realidad, ya había llamado en la calle de la Goutte-d'Or, y Boche tiraba del cordón. La casa estaba en sombras y entró allí como en su duelo. En aquella hora de la noche, el portal, amplio y deteriorado, parecía una boca abierta. ¡Y pensar que antaño ella había ambicionado un rincón de aquel caparazón de cuartel! ¿Tenía sus oídos tapados para no escuchar el concierto de desesperación que roncaba tras de las paredes? Desde el día en que puso allí los pies empezó a descender. Sí, aquello debía traer desgracia, por hallarse hacinados los unos, sobre los otros en aquellas enormes casas obreras; por fuerza se atraparía allí el cólera y la miseria. Aquella noche parecía que todos hubieran reventado. Sólo se oía a los Boche roncar a la derecha; mientras que Lantier y Virginia, a la izquierda, hacían un runrún como gatos que no duermen, pero que gozan del calorcillo con los ojos cerrados. En el patio se creyó en medio de un verdadero cementerio; la nieve hacía en el suelo un blanco cuadro; las altas fachadas subían, de un gris lívido, sin una luz, semejantes a ruinosos paredones, y no se percibía ni un suspiro, como si fuera el entierro de todo un pueblo tieso de hambre y de frío. Tuvo que saltar un arroyo negro, por el charco que se formaba con la tintorería, humeante y abriéndose un lecho de barro cenagoso en la blancura de la nieve. El agua era color de sus pensamientos. ¡Ya habían pasado aquellas bellas aguas azul y rosa claro!
Al subir los seis pisos, en la oscuridad, no pudo menos de echarse a reír; risa horrible que le hacía mal. Se acordaba de su antiguo ideal: trabajar tranquila, comer siempre pan, tener un agujero limpio donde dormir, educar a sus hijos, no ser pegada, morir en su cama. Aquello resultaba cómico por la manera en que se desarrollaba. Ya no trabajaba, no comía y dormía sobre la basura. Su hija andaba por la calle tirada, su marido le zurraba la badana, no le quedaba ya más que reventar en la calle, y aquello sucedería en seguida, si encontraba el valor de tirarse por la ventana a la entrada de su casa… ¿No habrían dicho que ella había pedido al cielo treinta mil francos de renta y atenciones? En esta vida no se adelanta nada con ser modesto, porque no se obtendrá nada, ni siquiera el rancho y la cama: ésta es la suerte común. Lo que redoblaba su risa, era el acordarse de su risueña esperanza de retirarse al campo, después de veinte años de planchadora. Pues bien, ya iba al campo. Quería su rincón de verdor en el Père Lachaise.
Cuando penetró en el corredor, estaba como loca. Su pobre cabeza daba vueltas. En el fondo de su gran dolor acababa de decir un adiós eterno al herrero. Todo se acababa entre ellos, ya no se verían más, y, tras de esto, todos los demás pensamientos de desgracia se sucedían y terminaban de romperle el cráneo. Al pasar, alargó la cabeza en casa de los Bijard; vio, a Lalie muerta y como satisfecha de estar allí extendida, durmiendo para siempre. ¡Los niños tenían más suerte que las personas mayores! Y como la puerta del tío Bazouge dejaba pasar un rayo de luz, entró derecha a su casa, llena de rabia y queriendo hacer el mismo viaje que la pequeña.
Aquel divertido tío Bazouge había vuelto aquella noche en un estado extraordinario de alegría; tenía tal borrachera que roncaba en el suelo, a pesar de la temperatura; y, sin duda, aquello no le impedía tener un sueño delicioso, pues durmiendo y todo se reía. La vela se había quedado encendida, iluminaba su traje, su sombrero negro abollado en un rincón, su capa negra que había estirado sobre sus rodillas a guisa de manta.
Gervasia, al verle, empezó a lamentarse tan fuerte que él se despertó:
—¡Maldita sea!… ¡Cierre usted la puerta! ¡Entra un frío!… ¡Ah!, ¿es usted?… ¿Qué quiere? ¿Qué quiere usted?
Entonces Gervasia, con los brazos extendidos, no sabiendo ya lo que decía se puso a suplicarle con energía:
—¡Oh!, ¡lléveme usted!, ¡ya no puedo más, me quiero ir!… ¡No me guarde rencor!… ¡Dios, Dios, yo no sabía! Nunca se sabe hasta que no está una dispuesta… ¡Oh, llega un día en que una está muy contenta de marcharse!… ¡Lléveme usted, lléveme! Y yo le gritaré gracias.
Y se ponía de rodillas, agitada por un deseo que la hacía palidecer. Nunca se había arrastrado de tal manera a los pies de un hombre. La careta del tío Bazouge, con su boca torcida y su cuero curtido por el polvo de los entierros, le parecía hermosa y resplandeciente como un sol. Entretanto, el viejo, mal despierto aún, creía que se estaba burlando de él.
—Oiga usted —murmuraba—. Tío hay que tomarme el pelo.
—Lléveme —repetía Gervasia más ardientemente—. Usted debe acordarse de que una noche yo golpeé en el tabique; después dije que no era cierto, porque aún era demasiado boba…; pero ahora… déme sus manos, ya no tengo miedo. Lléveme a dormir y ya verá como ni siquiera me muevo… ¡No deseo otra cosa!… ¡Le querría a usted tanto!