Algún día, todos me verán como yo me veo. Más grande que ninguno de ellos. Sacándoles una cabeza a los demás, capaz de ver más lejos, de llegar más lejos, de llevar cargas con las que ellos sólo podían soñar. En Rotterdam lo único que me importaba era seguir vivo. Pero aquí, bien alimentado, he descubierto quién soy. Lo que podría ser. Tal vez ellos piensen que soy un alienígena o un robot o algo por el estilo, sólo porque no soy corriente desde el punto de vista genético. Pero cuando haya realizado las grandes acciones de mi vida, estarán orgullosos de declararme humano, furioso contra cualquiera que cuestione si soy realmente uno de ellos.
Más grande que Wiggin.
Apartó la idea de su cabeza, o trató de hacerlo. Esto no era una competición. En el mundo, había suficiente espacio para dos grandes hombres al mismo tiempo.
Lee y Grant fueron contemporáneos, lucharon el uno contra el otro. Bismarck y Disraeli. Napoleón y Wellington.
No, esa comparación no era válida. Lincoln y Grant, por ejemplo. Dos grandes hombres trabajando juntos.
Sin embargo, era desconcertante advertir lo raro que era eso. Napoleón nunca pudo soportar que ninguno de sus lugartenientes tuviera autoridad real. Todas las victorias tenían que ser sólo suyas. ¿Quién era el gran hombre junto a Augusto? ¿Junto a Alejandro? Tuvieron amigos, tuvieron rivales, pero nunca tuvieron compañeros.
Por eso Wiggin me ha apartado, aunque ahora ya sabe por los informes que le dan a los comandantes de las escuadras que tengo una mente como ningún otro miembro de la Dragón. Porque soy un rival demasiado obvio. Porque le he enseñado las cartas el primer día que intenté destacar, y me ha hecho saber que eso no sucederá mientras esté en su escuadra.
Alguien entró en el cuarto de baño. Bean no pudo ver quién era a causa del vapor. Nadie lo saludó. Todos los demás debían de haber terminado ya y regresado al barracón para prepararse.
El recién llegado se abrió paso entre la bruma hasta la ducha de Bean, Era Wiggin.
Bean se quedó allí, cubierto de jabón. Se sintió como un idiota. Estaba tan absorto que había olvidado frotarse, y estaba allí de pie en medio de la bruma, perdido en sus pensamientos. Rápidamente, se colocó bajo el chorro de agua.
—¿Bean?
—¿Señor? — Bean se volvió hacia él. Wiggin estaba en la entrada de la ducha.
—Creí que había ordenado a todo el mundo que bajara al gimnasio.
Bean pensó. La escena se desarrolló en su mente. Sí, Wiggin había ordenado que todo el mundo llevara sus trajes refulgentes al gimnasio.
—Lo siento. Yo… estaba pensando en otra cosa…
—Todo el mundo está nervioso antes de su primera batalla.
Bean se odió a sí mismo. Había permitido que Wiggin lo viera haciendo una estupidez. Se había olvidado de una orden… Bean no se olvidaba nunca de nada. Es que no lo había registrado en su memoria. Y ahora se mostraba condescendiente con él. ¡Todo el mundo estaba nervioso!
—Tú no lo estuviste — dijo Bean.
Wiggin ya se había marchado. Regresó.
—¿No?
—Bonzo Madrid te dio la orden de no sacar tu arma. Tenías que quedarte allí como una momia. No te pusiste nervioso por eso.
No — dijo Wiggin —. Me cabreé.
Es mejor que estar nervioso.
Wiggin se disponía a marcharse cuando se dio otra vez la vuelta.
—¿Has orinado?
—Lo hice antes de ducharme —dijo Bean.
Wiggin sonrió. Entonces la sonrisa desapareció.
—Llegas tarde, Bean, y todavía te estás enjabonando. Ya he hecho que lleven tu traje refulgente al gimnasio. Todo lo que nos hace falta es que metas tu culo dentro.
Descolgó la toalla de Bean de su percha.
—Esto te estará esperando allí también. Ahora muévete. Wiggin se marchó.
Bean cerró el agua, furioso. Eso era completamente innecesario, y Wiggin lo sabía. Hacerle atravesar el pasillo húmedo y desnudo durante el momento en que las demás escuadras volverían del desayuno. Era una bajeza, y una estupidez.
Cualquier cosa para dejarme en ridículo. Aprovecha todas las oportunidades, Bean, idiota, sigues aquí de pie. Podrías haber corrido al gimnasio y llegado antes que él. En cambio, te estás disparando tú mismo al pie, so estúpido. ¿Y por qué? Nada de esto tiene sentido. Nada de esto va a ayudarte. Quieres que te nombre jefe de batallón, no que te mire con desdén. Entonces, ¿por qué te comportas como un estúpido, como un crío asustado e indigno de confianza, eh?
Y sigues aquí de pie, petrificado.
Soy un cobarde.
La idea atravesó la mente de Bean y lo llenó de terror. Pero no desapareció.
Soy uno de esos tipos que se quedan quietos o hacen cosas completamente irracionales cuando tienen miedo. Pierden el control y se quedan atontados.
Pero no hice eso en Rotterdam. De lo contrario, ahora estaría muerto.
O tal vez sí lo hice. Tal vez por eso no llamé a Poke y Aquiles cuando los vi solos en el muelle. El no la habría matado y yo hubiera esta do allí para ser testigo de lo que sucedía. En cambio, me fui corriendo hasta que me di cuenta del peligro que ella corría. Pero ¿por qué no la advertí antes? Porque sí lo advertí, igual que oí a Wiggin decirnos que nos reuniéramos en el gimnasio. Lo había oído, lo había comprendido perfectamente, pero fui demasiado cobarde para actuar. Tuve demasiado miedo de que algo saliera mal.
Y tal vez eso es lo que sucedió cuando Aquiles estaba caído en el suelo y le dije a Poke que lo matara. Yo estaba equivocado y ella tenía razón. Porque cualquier otro matón al que ella hubiera capturado de esa forma habría querido vengarse y habría actuado inmediatamente, matándola en cuanto se levantara. Aquiles era el más probable, tal vez el único que accedería al acuerdo que había ideado Bean. No había otra elección. Pero me asusté. Mátalo, dije, porque quería que todo eso se acabara cuanto antes.
Y sigo aquí de pie. Ya no corre el agua. Estoy mojado y tengo frío. Pero no puedo moverme.
Nikolai esperaba en la puerta.
—Lástima lo de tu diarrea—dijo.
—¿Qué?
—Le dije a Ender que te levantaste con diarrea anoche. Por esto tuviste que venir al cuarto de baño. Estabas enfermo, pero no se lo dijiste porque no querías perderte la primera batalla.
—Estoy tan asustado que no podría cagar ni un mojoncito aunque quisiera.
—Me dio tu toalla. Dijo que fue una estupidez por su parte quitártela —dijo Nikolai y entró en el cuarto de baño y se la entrego—. Dice que te necesita en la batalla, y que se alegra de que te estés recuperando.
—No me necesita. Ni siquiera me quiere.
—Venga ya, Bean —dijo Nikolai—. Puedes hacerlo.
Bean se secó. Le sentó bien moverse, hacer algo.
—Creo que ya estás bastante seco.
Una vez más, Bean advirtió que sólo se estaba secando una y otra vez.
—Nikolai, ¿qué es lo que me pasa?
—Tienes miedo de que se descubra que eres sólo un niño pequeño. Bueno, voy a darte una pista: eres un niño pequeño.
__Y tú también.
—Así que no está mal sentirse mal, ¿No es eso lo que me dices siempre? — Nikolai se echó a reír—. Vamos, si yo puedo hacerlo, con lo malo que soy, tú también.
—Nikolai —dijo Bean.
—¿Ahora qué?
—Tengo que cagar de verdad.
—Pues no esperarás que te limpie el culo.
—Si no salgo en tres minutos, ven a buscarme.
Helado y sudoroso (una combinación que no había creído posible), Bean entró en el retrete y cerró la puerta. El dolor de su abdomen era feroz. Pero no podía descargar y quedarse tranquilo.
¿De qué tengo tanto miedo?
Finalmente, su sistema digestivo triunfó sobre su sistema nervioso. Fue como si todo lo que hubiera comido en su vida saliera de una sola vez.
—Se acabó el tiempo —advirtió Nikolai—. Voy a entrar.
—Tú mismo —dijo Bean—. He terminado, voy a salir.
Por fin vacío, limpio, y también humillado delante de su único amigo de verdad, Bean salió del retrete y se envolvió en la toalla.
—Gracias por evitar que sea un mentiroso —dijo Nikolai.
—¿Qué?
—Lo de tu diarrea.
—Por ti tendría disentería.
—Eso sí que es amistad.
Para cuando llegaron al gimnasio, todo el mundo se había puesto ya los trajes refulgentes y estaban preparados para salir. Mientras Nikolai ayudaba a Bean a vestirse, Wiggin ordenó a los demás que se tumbaran en las colchonetas y realizaran ejercicios de relajación, Bean incluso tuvo tiempo de tumbarse un par de minutos antes de que Wiggin los hiciera levantarse a todos. Las 06.56. Cuatro minutos para entrar en la sala de batalla. Lo estaba haciendo bastante bien.
Mientras corrían por el pasillo, Wiggin saltaba de vez en cuando para tocar el techo. Tras él, el resto de la escuadra saltaba y tocaba el mismo punto. Excepto los más pequeños. Bean, con el corazón todavía ardiendo por la humillación y el resentimiento y el temor, no lo intentó. Hacías ese tipo de cosas cuando pertenecías al grupo. Y él no pertenecía. Después de toda su brillantez en clase, ahora sabía la verdad. Era un cobarde. No encajaba en el ejército. Si no podía arriesgarse siquiera a practicar un juego, ¿qué valor tendría en combate? Los verdaderos generales se exponían al fuego enemigo. Tenían que ser intrépidos, un ejemplo de valor para sus hombres.
Yo me quedo petrificado, me doy duchas largas, y cago las raciones de una semana. Veamos quién sigue ese ejemplo.
En la puerta, Wiggin tuvo tiempo de alinearlos en pelotones, y luego recordarles:
—¿Dónde está la puerta del enemigo?
—¡Abajo! — respondieron todos.
Bean sólo silabeó la palabra. Abajo. Abajo abajo abajo.
¿Cuál es la mejor manera de derribar a un ganso?
La pared gris ante ellos desapareció, y pudieron ver el interior de la sala de batalla. Estaba en penumbra, no oscura, sino tan débilmente iluminada que la única forma de poder ver la puerta enemiga era gracias a la luz de los uniformes refulgentes de la Escuadra Conejo, que se filtraba por ella.
Wiggin no tenía prisa por atravesar la puerta. Se quedó allí estudiando la sala, que estaba dispuesta en una parrilla abierta, con ocho «estrellas» (cubos grandes que servían como obstáculos, cobertura, y plataformas) distribuidas de forma equitativa aunque aleatoria por todo el espacio.
Wiggin dio su primera orden al batallón C. El batallón de Crazy Tom. El batallón al que pertenecía Bean. La orden pasó por toda la fila.
—Ender dice que nos deslicemos por la pared.
Y luego:
—Tom dice que os disparéis a las piernas y entréis de rodillas. Pared sur.
Entraron en la sala en silencio, usando los asideros para impulsarse a lo largo del techo hasta la pared este.
—Están disponiéndose en formación de batalla. Todo lo que queremos hacer es cortarlos un poco, ponerlos nerviosos, confundirlos, porque no saben qué hacer con nosotros. Somos incursores. Así que les disparamos y luego nos escondemos detrás de esa estrella. No os quedéis atascados en el centro. Y
apuntad
. No disparéis en vano.
Bean cumplió las órdenes de manera mecánica. Ahora era ya una costumbre ponerse en posición, congelar sus piernas, y luego lanzarse con el cuerpo orientado hacía el lugar adecuado. Lo habían hecho centenares de veces. Lo hizo a la perfección, igual que los otros siete soldados del batallón. Nadie esperaba que ninguno fallara. Estaba allí donde esperaban que estuviera, haciendo su trabajo.
Se deslizaron por la pared, siempre con un asidero al alcance. Sus piernas congeladas estaban oscuras, bloqueando las luces del resto de los trajes refulgentes hasta que estuvieran lo bastante cerca. Wiggin hacía algo arriba, cerca de la puerta, para distraer la atención de la Escuadra Conejo, de modo que la sorpresa fue bastante buena.
Cuando se acercaban, Crazy Tom dijo:
—Dividíos y rebotad hasta la estrella. Yo al norte, vosotros al sur.
Era una maniobra que Crazy Tom había practicado con su batallón. Era, además, el momento adecuado para hacerla. Confundiría al enemigo al tener a dos grupos a los que disparar, cada uno en una dirección distinta.
Se agarraron a los asideros. Sus cuerpos, naturalmente, se recortaron contra la pared, y de repente todas las luces de sus trajes refulgentes fueron visibles. Alguien en la Escuadra Conejo los localizó y dio la alarma.
Pero el batallón C se había puesto ya en marcha, la mitad diagonalmente al sur, la otra mitad al norte, todos en ángulo hacia el suelo. Bean empezó a disparar; el enemigo también le disparó a él. Oyó el leve silbido que avisaba que el rayo de alguien había alcanzado su traje, pero se retorcía lentamente, y tan lejos del enemigo que ninguno de los rayos permanecía en un sitio el tiempo suficiente para causar daños. Mientras tanto, descubrió que su brazo apuntaba a la perfección, sin temblar para nada. Había practicado esto muchas veces, y era bueno. Una muerte limpia, no sólo un brazo o una pierna.
Tuvo tiempo para un segundo disparo antes de golpear la pared y rebotar hasta la estrella de reencuentro. Un enemigo más lo alcanzó antes de que llegara, y luego se aferró al asidero de la estrella y anunció:
—Bean presente.
—Hemos perdido tres —dijo Crazy Tom—. Pero su formación se ha ido al infierno.
—¿Y ahora qué? — preguntó Dag.
Por los gritos sabían que la batalla principal continuaba.
Bean repasó lo que había visto mientras se aproximaba a la estrella.
—Han enviado a una docena de tipos a esta estrella para eliminarnos —dijo—. Vendrán por las caras este y oeste.
Todos lo miraron como si estuviera loco. ¿Cómo podía saber eso?
—Nos queda un segundo —dijo Bean.
—Todos al sur —ordenó Crazy Tom.
Pasaron a la cara sur de la estrella. No había ningún Conejo allí, Pero Crazy Tom inmediatamente los hizo atacar la cara oeste. En efecto, allí estaban los componentes de la otra escuadra, a punto de atacar lo que consideraban era la parte «trasera» de la estrella; o, como la escuadra Dragón se había entrenado a pensar, el fondo. Así que para lo Conejos el ataque pareció venir desde abajo, la dirección con la que menos contaban. En unos momentos, los seis Conejos que había en es cara quedaron congelados, flotando bajo la estrella.
La otra mitad de la fuerza de ataque se daría cuenta de ello y sabría lo que había sucedido.
—Arriba —dijo Crazy Tom.
Para el enemigo, eso sería la parte frontal de la estrella, la posición más expuesta al fuego de la formación principal. El último lugar al que esperaban que fuera el batallón de Tom.