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Authors: Jean Baudrillard

La sociedad de consumo (10 page)

BOOK: La sociedad de consumo
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El número creciente de categorías «a cargo» de la sociedad, aunque no se considere un factor de degradación de la calidad de vida (pues la lucha contra la enfermedad y el retraso de la muerte son aspectos constitutivos de la «abundancia», una de las exigencias del consumo), hipoteca cada vez más el proceso mismo. Llevada esta situación al límite, según J. Bourgeois-Pichat, «podríamos imaginar que la población cuya actividad está dedicada a mantener la salud del país supere en cantidad a la población comprometida efectivamente en la producción».

En suma, en todos los aspectos, se llega a un punto en el que la dinámica del crecimiento y de la abundancia se hace circular y gira sobre sí misma. En el que, progresivamente, el sistema se agota en su reproducción. Un umbral de
derrape
, en el que todo el incremento de la productividad se vuelca a mantener las condiciones de supervivencia del sistema. El único resultado objetivo es pues el crecimiento canceroso de las cifras y los balances, pero, esencialmente, se vuelve exactamente al estadio primitivo que es el de la carestía absoluta, del animal o del indígena, que agota todas sus fuerzas en la tarea de sobrevivir. O, en todo caso, la de los que, según Daumal, «plantan patatas para poder comer patatas, para poder plantar nuevamente patatas y así sucesivamente». Ahora bien, un sistema es ineficiente cuando su costo es igual o superior a su rendimiento. No es este el caso. Pero, vemos perfilarse, a través de los factores que degradan la calidad de vida y los correctivos sociales y técnicos de esos factores, una tendencia general a un
funcionamiento interno tentacular del sistema
: los consumos «disfuncionales», individuales o colectivos, aumentan más rápidamente que los consumos «funcionales». En el fondo, el sistema es su propio parásito.

LA CONTABILIZACIÓN DEL CRECIMIENTO O LA MÍSTICA DEL PRODUCTO NACIONAL BRUTO

Nos referiremos aquí al
bluff
colectivo más extraordinario de las sociedades modernas. A una operación de «magia blanca» realizada sobre las cifras, que oculta en realidad una magia negra de hechizo colectivo. Me refiero a la gimnasia absurda de las
ilusiones contables
, de las contabilidades nacionales. En ellas sólo entran los factores visibles y mensurables según los criterios de la racionalidad económica: ése es el principio rector de esta magia. Con ese pretexto, en la contabilidad no entran ni el trabajo doméstico de las mujeres, ni la investigación, ni la cultura; en cambio pueden figurar ciertos renglones que no tienen nada que ver con la producción, por
el mero hecho de que son mensurables
. Para colmo, esas contabilidades tienen algo en común con los sueños: no conocen el signo negativo y adicionan todo, perjuicios y elementos positivos, en el ilogismo más absoluto (pero de ningún modo inocente).

Los economistas suman el valor de todos los productos y servicios de todos los géneros, sin hacer ninguna distinción entre servicios públicos y privados. Los factores de deterioro y sus paliativos figuran allí con tanto derecho como la producción de bienes objetivamente útiles. «La producción de alcohol, de cómics, de dentífrico… y de cohetes nucleares oculta así la ausencia de escuelas, de carreteras, de piscinas.» (Galbraith)

Los aspectos deficitarios, la degradación, la obsolescencia no figuran en esa contabilidad y, si figuran, lo hacen
positivamente
. Por ejemplo, el gasto en transporte para ir al trabajo se contabiliza como ¡gasto de consumo! Éste es el resultado cifrado lógico de la finalidad mágica de la producción por la producción misma:
toda cosa producida está sacralizada por el hecho mismo de ser producida
. Toda cosa producida es
positiva
, toda cosa mensurable es positiva. El hecho de que la luminosidad del aire de París haya disminuido el 30% en cincuenta años es un dato residual e inexistente a los ojos de los contadores. Pero si provoca que aumente el gasto de energía eléctrica, de bombillas, de lentes, etc., entonces existe y, al mismo tiempo, ¡existe como incremento de la producción y de la riqueza social! Todo atentado restrictivo o selectivo al principio sagrado de la producción y del crecimiento provocaría el horror del sacrilegio («¡No quitaremos ni un tornillo del
Concorde!»
). Obsesión colectiva consignada en los libros de cuentas, la productividad cumple sobre todo la función social de un
mito
y, para alimentar ese mito, todo viene bien, incluso la inversión de las realidades objetivas que contradicen en cifras a las que las sancionan.

Pero, tal vez, en esa álgebra mítica de las contabilidades, haya una verdad profunda, LA VERDAD del sistema económico político de las sociedades de crecimiento. El hecho de que se sumen en absoluta confusión lo positivo y lo negativo nos parece paradójico. Pero, probablemente, sea sencillamente
lógico
. Porque quizás la verdad sea que precisamente los bienes «negativos», los factores de degradación de la calidad de vida compensados, los costos internos de funcionamiento, los gastos sociales de endorregulación «disfuncional», los sectores anexos de prodigalidad inútil,
desempeñan en este conjunto la función dinámica de locomotora económica
. Por supuesto, las cifras, cuya adición mágica oculta esta circularidad admirable de lo positivo y de lo negativo (venta de alcohol y construcción de hospitales, etc.), esconde también esta verdad latente del sistema. Lo cual explicaría por qué, a pesar de todos los esfuerzos que se realizan en todos los niveles, es imposible extirpar esos aspectos negativos: el sistema vive de ellos y no podría eliminarlos. Volvemos a encontrar el mismo problema en lo tocante a la pobreza, ese «residuo» de pobreza que las sociedades de crecimiento «arrastran tras de sí» como su defecto y que, en realidad, es uno de sus «perjuicios» más graves. Hay que admitir la hipótesis de que todos esos factores de degradación entran en alguna parte como factores positivos, como factores continuos del crecimiento, como reactivadores de la producción y del consumo. En el siglo XVIII, Mandeville, en la
Fábula de las abejas
, sostenía la teoría (sacrilega y libertina ya en su época) de que una sociedad se equilibra por sus vicios y no por sus virtudes, que la paz social, el progreso y la felicidad de los hombres se logran por la inmoralidad instintiva que les hace infringir continuamente las reglas. Mandeville hablaba, por supuesto, de la moral, pero podemos interpretar sus palabras en el sentido social y económico. El sistema real prospera precisamente a causa de sus defectos ocultos, de sus equilibrios, de sus daños, de sus vicios en relación con un sistema racional. Se ha acusado a Mandeville de cínico, pero lo cierto es que el orden social, el orden de producción es objetivamente cínico
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.

EL DESPILFARRO

Sabemos en qué medida está asociada la abundancia de las sociedades ricas al despilfarro, puesto que se ha llegado a hablar de una «sociedad de residuos» y hasta se ha contemplado la posibilidad de hacer una «sociología de la basura»:
¡Dime qué tiras y te diré quién eres!
Pero la estadística de los desperdicios y del detritus no es interesante en sí misma: sólo es un signo redundante del volumen de los bienes ofrecidos y de su profusión. No es posible comprender el despilfarro ni sus funciones si no se ve en él el desecho residual de lo que se hace para ser consumido y no se consume. Una vez más, nos encontramos ante una definición simplista del consumo, definición moral fundada en la utilidad imperativa de los bienes. Y allá van todos nuestros moralistas a hacer la guerra contra toda forma de dilapidación de las riquezas, desde el individuo privado que ya no respeta esta suerte de
ley moral interna del objeto que sería su valor de uso
y su duración, que desecha sus bienes o los cambia siguiendo los caprichos del nivel social o de la moda, etc., hasta el despilfarro a escala nacional e internacional y hasta un despilfarro de algún modo planetario que sería responsabilidad de la especie humana en su economía general y su explotación de las riquezas naturales. En pocas palabras, el despilfarro se considera siempre como una especie de locura, de demencia, de disfunción del instinto, que lleva al hombre a quemar sus reservas y a comprometer sus condiciones de supervivencia mediante una práctica irracional.

Esta visión refleja al menos el hecho de que no estamos viviendo una era de abundancia
real
, que cada individuo, grupo o sociedad actuales y hasta la especie como tal está situada bajo el signo de la escasez. Ahora bien, en general, quienes sostienen el mito del irresistible advenimiento de la abundancia son los mismos que deploran el despilfarro, vinculado al espectro amenazador de la escasez. De todas maneras, es necesario abordar toda esta visión
moral
del despilfarro entendido como disfunción, desde el punto de vista del análisis
sociológico
, lo cual pondría de relieve sus verdaderas funciones.

Todas las sociedades siempre han despilfarrado, dilapidado, gastado y consumido más allá de lo estrictamente necesario por la sencilla razón de que justamente el individuo, como la sociedad, siente que no sólo existe, sino que vive a través del consumo de un excedente, de lo superfluo. Este consumo puede llegar hasta la «
consumación
», hasta la destrucción pura y simple, que adquiere entonces una función social específica. Así, durante el
potlatch
se sella la organización social en virtud de la destrucción competitiva de bienes preciosos. Los kwakiutls sacrifican mantas, canoas, cobres blasonados quemándolos o echándolos al mar para «sustentar su rango», para afirmar su valor. A través de todas las épocas, también las clases aristocráticas han afirmado su preeminencia medíante el
wasteful expenditure
(derroche). De modo que habría que revisar la noción de utilidad, de origen racionalista y economicista, siguiendo una lógica social mucho más general en la que el despilfarro, lejos de ser un residuo irracional, adquiere una función positiva que sustituye la utilidad racional por una funcionalidad social superior y, llevada al extremo, aparece como la función esencial: el aumento del gasto, lo superfluo, la inutilidad ritual del «derroche porque sí» llegan pues a ser el lugar de producción de los valores, de las diferencias y del sentido, tanto en el plano individual como en el social. En esta perspectiva, se perfila una definición del «consumo» entendido como
consumación
, es decir, como despilfarro productivo, perspectiva inversa desde el punto de vista «económico» —fundado en la necesidad, la acumulación y el cálculo— según el cual, por el contrario, lo superfluo precede a lo necesario, el gasto precede en valor (si no ya en el tiempo) a la acumulación y la apropiación.

«¡Oh, no hay que razonar sobre la necesidad! Nuestros más viles mendigos son en alguna pobrísima cosa superfluos. No concedáis a la Naturaleza más de lo que ella exige y la vida del hombre será de tan bajo valor como la de las bestias. ¿Comprendes que nos hace falta un poco de exceso para ser?», dice Shakespeare en
El rey Lear.

Dicho de otro modo, uno de los problemas fundamentales que plantea el consumo es el siguiente: las personas ¿se organizan en función de su supervivencia o en función del sentido, individual o colectivo, que dan a sus vidas? Pues bien, este valor de «ser», este valor estructural, puede implicar el sacrificio de valores económicos. Y este problema no es metafísico. Está en el corazón mismo del consumo y puede traducirse del siguiente modo:
la abundancia, en el fondo, ¿no adquiere únicamente sentido en el despilfarro?

¿Deberíamos definir la abundancia bajo el signo de la previsión y de la provisión, como hace Valéry? «Contemplar montones de alimentos duraderos, ¿no es acaso ver tiempo sobrante y actos economizados? Una caja de bizcochos es un mes completo de pereza y de vida. Botes de carne adobada y cestos de fibra colmados de granos y de nueces son un tesoro de sosiego; en su perfume hay todo un invierno tranquilo en potencia… Robinson olía la presencia del porvenir en el aroma de las cajas y los cofres de su pañol. Su tesoro exhalaba ociosidad. De allí emanaba duración, como, de ciertos metales emana un calor absoluto… La humanidad sólo logró elevarse lentamente apoyándose en el cúmulo de lo que dura. Previsiones y provisiones, poco a poco, nos fueron librando de los rigores de nuestras necesidades animales y de la
literalidad
de nuestras necesidades… La naturaleza lo sugería: hizo que lleváramos con nosotros lo que nos permitiría resistir un poco a la inconstancia de los acontecimientos. La grasa depositada en nuestros miembros, la memoria siempre atenta en la densidad de nuestras almas son modelos de los recursos de reserva que nuestra industria imitó.»

Tal es el principio
económico
al cual se opone la visión nietzscheana (y la de Bataille) del ser vivo que sobre todo quiere «gastar su fuerza»: «Los fisiólogos deberían reflexionar antes de proponer el "instinto de conservación" como el instinto cardinal de todo ser orgánico. Lo vivo quiere sobre todo "gastar su fuerza": la "conservación" es sólo una consecuencia entre otras. ¡Cuidado con el principio teleológico
superfino
! Y todo el concepto de "instinto de conservación" es uno de esos principios… La "lucha por la existencia" es una fórmula que designa un estado de excepción; la regla es, antes bien, la lucha por el poderío, la ambición de tener "más" y "mejor" y "más rápido" y "con más frecuencia".» (Nietzsche,
La voluntad de poderío
)

Ese «algo más» a través del cual se afirma el valor, puede llegar a ser «algo propio». Esa ley del valor simbólico, que hace que lo esencial siempre esté más allá de lo indispensable, encuentra su mejor ilustración en el gasto, en la pérdida, pero también puede registrarse en la apropiación, siempre que ésta tenga la función diferencial del incremento, de ese «algo más». Lo atestigua el ejemplo soviético: obrero, ejecutivo, ingeniero, miembro del partido, todos tienen un apartamento que no les pertenece, alquilado o vitalicio, es una alojamiento de función vinculado con el estatus social del trabajador, del ciudadano activo, no con la persona privada. Ese bien es un servicio social, no un patrimonio, mucho menos un «bien de consumo». En cambio, la vivienda secundaria, la
datcha
del campo, con su jardín, les pertenece. Ese bien no es vitalicio ni revocable, puede sobrevivirlos y llegar a ser hereditario. De ahí el apasionamiento «individualista» que despierta: todos los esfuerzos se orientan a la adquisición de esa
datcha
(a falta del automóvil que desempeña más o menos el mismo papel de «residencia secundaria» en Occidente). El valor de prestigio y valor simbólico de esta
datcha
reside en que es ese «algo más».

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