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Authors: Jean Baudrillard

La sociedad de consumo (9 page)

BOOK: La sociedad de consumo
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Esta parte de los gastos colectivos que satisfacen necesidades individuales pasó, entre 1959 y 1965, del 13% al 17% del consumo total.

En 1965, la proporción de las necesidades cubiertas por terceros era de:

—Un 1% para alimentación e indumentaria («subsistencia»),

— Un 13% para gastos de vivienda, redes de equipamiento de transportes y comunicación («marco de vida»).

— Un 67% en los sectores de enseñanza, cultura, deportes y salud («protección y desarrollo de la persona»).

Se observa pues que los gastos colectivos se vuelcan más hacia la persona que a los bienes y los equipamientos que se ponen a su disposición. Asimismo, los gastos públicos se concentran actualmente en los sectores destinados a tener un mayor crecimiento. Pero es interesante señalar, con E. Lisie, que la crisis de 1968 estalló precisamente en este sector, donde la comunidad asume la parte más importante de los gastos y que se ha desarrollado más.

En Francia el «presupuesto social de la nación» redistribuye más

20% del producto nacional bruto (la educación nacional solamente absorbió la totalidad del impuesto de los ingresos brutos de las personas físicas). La violenta disparidad, denunciada por Galbraith, entre el consumo privado y los gastos públicos, resulta así mucho más específica de los Estados Unidos que de los países europeos. Pero esa no es la cuestión. El verdadero problema estriba en determinar
si esos créditos aseguran un aumento objetivo de la igualdad de oportunidades sociales
. Ahora bien, parece claro que esta «redistribución» sólo tiene un efecto menor en la discriminación social que existe en todos los niveles. En cuanto a la desigualdad de los niveles de vida, la comparación de dos sondeos, realizados en 1956 y 1965, relativos a los presupuestos familiares no muestra ninguna reducción de las diferencias. Conocemos muy bien las disparidades hereditarias e irreductibles de las clases sociales que se observan en el ingreso escolar: donde tienen un peso importante otros mecanismos más sutiles que los económicos, la mera redistribución económica equivale en gran medida a reforzar los procesos de inercia cultural. Tasas de escolarización del 52% a los 17 años: 90% para los hijos del personal superior, de los profesionales liberales y los miembros del cuerpo docente; menos del 40% para los hijos de agricultores y de obreros. En la educación superior, las oportunidades de acceso se dividen del modo siguiente: para los jóvenes del primer grupo, más de un tercio; para los del segundo, entre el 1 y el 2%.

En la esfera de la salud, los efectos de la redistribución no son tan claros: entre los miembros de la población activa, podría haber una ausencia de redistribución, como si cada categoría social se esforzara lo mínimo indispensable para recuperar sus cuotas.

En lo referente a cargas fiscales y Seguridad Social, sigamos la argumentación de E. Lisie: «Los crecientes consumos colectivos están financiados por el desarrollo de la carga fiscal y parafiscal: sólo en el área de la Seguridad Social, la relación de las cuotas sociales con respecto a la masa de las cargas salariales pasó del 23,9% en 1959 al 25,9% en 1967. Así es como a la Seguridad Social le cuesta a los asalariados de las empresas un cuarto de sus recursos, pues las cuotas sociales llamadas "del empleador" pueden considerarse legítimamente como una deducción directa sobre el salario, lo mismo que el gravamen a tanto alzado del 5%. El total de esas deducciones sobrepasa ampliamente la que se aplica a título de impuesto sobre el ingreso. Como éste es progresivo, mientras que las cuotas sociales y las remesas a tanto alzado son en conjunto regresivas,
el efecto neto de la carga fiscal y de la parafiscal directa es regresivo
. Si admitimos que la fiscalidad indirecta, esencialmente la T. V. A. (Impuesto al Valor Añadido), es proporcional al consumo, podemos llegar a la conclusión de que los impuestos directos e indirectos y las cuotas sociales que pagan los hogares y que están dirigidos en gran medida al financiamiento de los consumos colectivos
no tendrían en su conjunto un efecto de redistribución o reductor de la desigualdad.
»

«En lo tocante a la eficiencia de los equipamientos colectivos, los sondeos disponibles muestran un frecuente "derrape" de las intenciones de los poderes públicos. Cuando esos equipamientos fueron concebidos para los menos favorecidos, se comprueba que, poco a poco, la "clientela" se diversifica y la apertura provoca el rechazo afectivo, más por razones psicológicas que financieras, de los pobres. Cuando los equipamientos apuntan a favorecer a todos, la eliminación de los más débiles se hace desde el comienzo. El esfuerzo para que todos tengan acceso se traduce habitualmente en una segregación que refleja las jerarquías sociales. Esto tendería a mostrar que en una sociedad profundamente desigual, las acciones políticas que apuntan a asegurar una igualdad formal de acceso, las más de las veces sólo redoblan las desigualdades.» (Comisión del plan: «Consumo y modo de vida».)

Ante la muerte, la desigualdad continúa siendo muy grande.

Una vez más, las cifras absolutas no tienen sentido y el acrecentamiento de los recursos disponibles, luz verde a la abundancia, debe interpretarse en su lógica social real. Es necesario poner en tela de juicio la redistribución social, y la eficacia de las acciones públicas en particular. En esta «desviación» de la redistribución «social», en esta restitución de las desigualdades sociales provocada por las medidas mismas que debían eliminarlas, ¿debemos ver una anomalía provisoria debida a la inercia de la estructura social? O, por el contrario, ¿debemos formular la hipótesis radical según la cual los mecanismos de redistribución, que consiguen preservar tan bien los privilegios, son en realidad parte integrante, elemento táctico, del sistema de poder, cómplices en este sentido del sistema escolar y del sistema electoral? En este último caso, no sirve de nada lamentarse por el fracaso renovado de una política social: debemos, por el contrario, llegar a la conclusión de que cumple perfectamente su función
real.

A pesar de ciertos resultados, la apreciación del efecto de las transferencias, tanto para la redistribución como para la orientación de los consumos, debe tener en cuenta ciertos matices. Si bien el efecto global de las transferencias permitió reducir a la mitad el abanico de los ingresos finales, a largo plazo, la estabilidad relativa de esta repartición de los ingresos finales sólo se logró pagando el precio de un fuerte aumento de las sumas redistribuidas.

LOS FACTORES QUE DEGRADAN LA CALIDAD DE VIDA

Los progresos de la abundancia, es decir, de disponer de bienes y de equipamientos individuales y colectivos cada vez más numerosos tienen como contrapartida una serie de perjuicios que se vuelven progresivamente más graves y que son consecuencia, por un lado, del desarrollo industrial y del progreso técnico, y por el otro, de las estructuras mismas del consumo.

Degradación del marco colectivo que provocan las actividades económicas: ruido, contaminación del aire y del agua, destrucción de sitios naturales, perturbación de las zonas residenciales por la implantación de nuevos equipamientos (aeropuertos, autopistas, etcétera). La congestión del tráfico provoca un déficit técnico, psicológico y humano colosal, pero ¿qué importa? De todos modos, el exceso de equipamiento y de infraestructura necesarios, los gastos suplementarios de gasolina, los gastos médicos provocados por los accidentes, etcétera, todo, será contabilizado como consumo, de modo tal que, presentado como producto nacional bruto y mediante estadísticas, será un exponente más del crecimiento y la riqueza. La floreciente industria de las aguas minerales ¿demuestra un aumento real de la «abundancia»? Porque, en gran medida, ¿no hace otra cosa que paliar la deficiencia de agua urbana? Etcétera. Uno no terminaría nunca de enumerar todas las actividades productivas y consumidoras que son sólo paliativos para los daños internos que crea el sistema mismo de crecimiento. El incremento de la productividad, una vez que alcanza cierto umbral, termina por ser absorbido, devorado, por esta
terapia homeopática del crecimiento administrada por el crecimiento.

Por supuesto, los «perjuicios culturales», debidos a los efectos técnicos y culturales de la racionalización y de la producción de masas, son rigurosamente incalculables. Por otra parte, en esta esfera, los juicios de valor impiden definir criterios comunes. Sería imposible caracterizar objetivamente, como podemos hacerlo con la contaminación del agua, el «deterioro de la calidad de vida» de un conjunto de habitación siniestro o de una mala película clase B. ¡Sólo un inspector de la administración, como fue el caso en un congreso reciente, pudo proponer al mismo tiempo que un «ministerio del aire puro», que se protegiera a la población de los efectos de la prensa sensacionalista y se contemplara la sanción de un «delito de atentado a la inteligencia»! Pero se puede admitir que esos «daños» crecen al ritmo mismo de la abundancia.

La obsolescencia acelerada de productos y máquinas, la destrucción de las antiguas estructuras que cubrían ciertas necesidades, la multiplicación de las falsas innovaciones, sin beneficios perceptibles para la calidad de vida, son todos elementos que pueden agregarse en ese balance.

Probablemente sea aún más grave que el anacronismo de los productos y aparatos, el hecho, señalado por E. Lisie, de que «el costo del progreso rápido en la producción de riquezas es la movilidad de la mano de obra y, por lo tanto, la inestabilidad del empleo. Renovación, reciclado de las personas que trae apareados pesados costos sociales, pero, sobre todo, la obsesión generalizada de la
inseguridad
. La presión psicológica y social de la movilidad, del estatus, de la competencia a todos los niveles (ingresos, prestigio, cultura, etc.) se hace más opresiva para todos. Hace falta más tiempo para recrearse, reciclarse, para recuperarse y compensar el desgaste psicológico y nervioso causado por múltiples daños: trayecto domicilio/trabajo, superpoblación, agresiones y estrés continuos. En definitiva, el costo mayor de la sociedad de consumo es el sentimiento generalizado de inseguridad que engendra…».

Todo lo cual lleva a una especie de
autodevoración
del sistema: «En este crecimiento rápido… que engendra inevitablemente tensiones inflacionistas…, una porción no desdeñable de la población no consigue seguir el ritmo y pasa a formar parte de los "abandonados a su suerte". Y los que siguen en carrera y alcanzan el estilo de vida propuesto como modelo, lo hacen pagando el precio de un esfuerzo que los deja disminuidos. Y esto es así aunque la sociedad se vea obligada a amortiguar los costos sociales del crecimiento redistribuyendo una parte cada vez mayor del producto nacional bruto a favor de inversiones sociales (educación, investigación, salud) definidas sobre todo para servir al crecimiento.» (E. Lisie). Ahora bien, en todas las contabilidades, esos gastos privados o colectivos destinados a hacer frente a las disfunciones antes que a aumentar las satisfacciones positivas, esos gastos de compensación, se
adicionan a la elevación del nivel de vida.

Por no mencionar los consumos de droga, de alcohol ni todos los gastos de ostentación o compensatorios, por no mencionar los presupuestos militares, etc. Todo esto es el crecimiento, por lo tanto, es la abundancia.

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