La sexta vía (45 page)

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Authors: Patricio Sturlese

Tags: #Aventuras, Histórico

BOOK: La sexta vía
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—¿Estás loco? —gritó Tami incrédulo—. Jamás el hombre ha mostrado su sabiduría como lo ha hecho Tomás con este texto…

—Si la reliquia cayera en manos del brujo el desastre sería mayor que destruir su obra —zanjó Killimet—. La Sexta Vía ha salido hoy a la luz y sabes que es casi imposible que logremos huir de aquí con ella. Tampoco podemos esconderla en este castillo: los hombres de Bocanegra terminarán por encontrarla. Solo nos cabe destruirla en el anonimato de esta sala. Está condenada a desaparecer para siempre del saber del hombre.

—¡Pero nosotros somos sus protectores!

—Precisamente por eso debemos hacerlo.

—Oigo voces. Parecen lejanas —dijo Anastasia interrumpiendo su debate con el oído apoyado en la puerta—, como si subieran desde los pisos inferiores.

—No hay tiempo que perder —apremió el ciego dirigiéndose a su cofrade—. Tú la has leído, hermano Tami, debes tomar una decisión.

—Me resisto a destruirla —aseguró este confesando su debilidad con los ojos puestos en la esfera y luego, suplicantes, vueltos hacia la italiana.

—No tenemos otra opción si queremos proteger el misterio. Es lo que hay que hacer, es vuestro legado, aunque parezca una locura —zanjó ella convencida.

—Santo Tomás no quería llegar a esto —argumentó Killimet, el irlandés.

Durante un momento Tami sopesó sus posibilidades. Haber leído el pergamino lo había alterado; por un instante pensó que todo se alinearía según sus planes e incluso ahora, con la seguridad de la certera existencia de Dios, debía hacer esfuerzos para convencerse de que el Todopoderoso no los dejaría solos, sin la ayuda divina que tanto necesitaban.

—De acuerdo —accedió finalmente—. ¿Cómo destruiremos el pergamino? Podría romperlo en mil pedazos, pero siempre podrían armar de nuevo las piezas para leerlo.

—Fuera, en el pasillo, hay una lámpara —murmuró Killimet—, he notado su calor. Quemaremos el pergamino con su llama.

Tami suspiró profundamente y asintió.

—Está bien. Id a por ella… —solicitó a Anastasia.

Killimet sonrió. Tendió una mano temblorosa hasta dar con el brazo de Tami y se lo apretó con fuerza.

—Será lo mejor. Créeme, hermano.

Anastasia comprobó que no se oía ya ningún ruido al otro lado de la puerta. Era el momento. Giró la llave dispuesta, solo tenía que tomar la lámpara de aceite y volver a la seguridad de la habitación. Reducir el pergamino a cenizas no les llevaría más que un momento.

Tomó el picaporte y abrió la puerta, con lentitud, sin hacer ruido, pero se topó de frente con un rostro: Ségolène estaba allí, mirándola con desprecio. Lo inevitable estaba a punto de ocurrir.

XXXV. Resurrección
132

Ségolène frunció la nariz con un gesto de odio y no dudó en propinarle un rápido puñetazo a Anastasia, paralizada junto a la puerta. El golpe dio de lleno en su pómulo y la obligó a retroceder un paso, regresando al interior de la habitación. Con rapidez reaccionó tratando de cerrar la puerta, pero el pie de la bruja francesa se interpuso en el marco y ambas comenzaron a forcejear.

Anastasia sabía que si no lograba echarla y cerrar la puerta por dentro estarían perdidos. Aquella estancia constituía su único refugio seguro para destruir la esfera.

—¡Es ella, nos ha encontrado! ¡Ayudadme a quitar su pie del marco! —increpó a Tami, que presenciaba paralizado el forcejeo. Con su ayuda seguro que lo conseguiría.

Este dio un par de pasos apresurados en su dirección, pero la reacción de Ségolène, movida por la furia y la ira, fue inesperada: propinó tal empujón violento que Anastasia cayó de espaldas. Tami estaba a no más de un paso cuando la vio caer. A continuación, entró enardecida y se arrojó sobre la joven italiana comenzando a golpearla en el rostro, pero la explicación a su sobrehumana demostración de fuerza no tardó en llegar: no había sido ella sola quien había derribado la puerta sino alguien que entró inmediatamente después con sus facciones desencajadas.

Lord Kovac, silencioso, poderoso, movido por una firme determinación, se recortaba contra la débil luz que enmarcaba el dintel de la puerta, impidiéndoles toda salida. Tami observó sus blancos cabellos y el pentáculo del cuello y comprendió que no se trataba de un servidor del duque, sino de un brujo.

Entretanto, Ségolène apretaba el cuello de Anastasia tratando de asfixiarla y parecía recrearse en ello, pues sus ojos abyectos destilaban la frialdad azul de un témpano.

—Ahora sé que jamás conseguiste el corazón de Angelo —logró resoplar la italiana sin apenas respiración—, nunca habría podido querer a alguien como tú…

—¡Calla, puta! —escupió la bruja cegada por la ira ejerciendo aún más presión sobre su garganta—. ¡Morirás! ¡Te mataré igual que a él!

Pero Anastasia, a la que ya daba por su víctima, sacó fuerzas de flaqueza y, cerrando su puño, el mismo que la había acariciado cuando se encontraron en la cama del duque, le asestó un tremendo golpe en el rostro que, por inesperado, hizo que la francesa cayera de costado mientras intentaba contener la sangre que empezaba a manar de su nariz para a continuación desmayarse.

La pelea entre las mujeres terminó ahí, y Anastasia habría tenido el tiempo suficiente para incorporarse, pero nada de eso ocurrió: Lord Kovac intervino golpeándola en el abdomen con toda su fuerza y haciéndola caer vencida, más que aturdida, sin sentido. Oía voces que no llegaba a comprender y sus ojos verdes, cegados por las lágrimas, volaban sin enfocar las imágenes de una habitación llena de sombras y confusión.

Lord Kovac se volvió hacia Tami y este supo que debía hacer algo rápido, por lo que se dirigió a Killimet en guaraní, idioma indígena que los dos jesuitas dominaban a la perfección tras su larga misión evangelizadora en el Nuevo Mundo, y le indicó lo que debía hacer:

—Ejapyhy pe mbaeapu'á ha egueraha ogaguy'pe. Upépe ehapy kuatia oiva tata mbyte'pe. Eheja che've, che añangarekóta Paje're… Ejapo kbága téra arakaevé.

Killimet entendió lo que quería decirle, y sabedor de que Tami se ocuparía del brujo —quien no había entendido una palabra—, tanteó la mesa con manos temblorosas hasta dar con la reliquia, la asió con fuerza y arrimado al muro y siguiendo la pared con las yemas de los dedos se encaminó hacia la puerta dispuesto a llegar al pasillo, tomar la lámpara y quemar el pergamino.

—¡Dadme la reliquia! —gritó Kovac pretendiendo atajar su huida—. No dejaré salir de esta habitación a nadie. Entregádmela y no os mataré.

Tami se remangó el hábito y levantó los puños. Estaba débil, hambriento y demacrado, pero ofrecería pelea, como siempre había hecho. Tenía que alejar al brujo de la entrada, atraerlo hacia el centro de la habitación para que Lawrence pudiera traspasar el umbral.

—Maldito brujo… —resopló—, jamás obedecerá a blasfemos como tú.

Kovac se dio la vuelta, le miró y sonrió. Su rostro era peligrosamente parecido al de una fiera que les amenazaba sin rugir.

—Entonces tendré que mataros a los dos… —Lord Kovac introdujo una mano entre sus ropas y extrajo un puñal puntiagudo y opaco. Su expresión se tornó amarga, terrible, como las noches en que había matado a niños, como la noche en que asesinó al Vikingo.

Pero Tami, sacando ánimos de su propio terror, se arrojó sobre el hombre que prometía ser su verdugo. Este, sorprendido, tan solo pudo apuñalar un pliegue harapiento del hábito del jesuita antes de enzarzarse con él en una lucha cuerpo a cuerpo.

Lawrence Killimet avanzaba a paso lento en su lento peregrinar hacia la lámpara, escuchando los golpes del forcejeo y sabedor del caos que se avecinaba.

—¡Date prisa! —le gritó Tami—. Ya nadie podrá detenerte… ¡Destruye el documento!

Los dos hombres, en el frenesí de su pelea, golpearon un armario y, casi sin control, cayeron sobre la mesa del centro de la sala, que cedió bajo su peso rompiéndose y tirándolos al suelo. El sonido a madera rota fue estruendoso, pero la lucha continuó. Tami quedó debajo del brujo en la caída y le aferró de la camisa con las dos manos impidiendo que se soltara, haciendo todo lo posible para retenerlo, pero Kovac parecía más ansioso por levantarse que por golpearlo, pues el ciego casi había llegado al umbral de la puerta.

Lord Kovac, revolviéndose como un animal desbocado, comenzó a golpear el rostro de Tami para obligarle a soltarle en un intento de protegerse la cara, pero ni con los golpes más atroces el jesuita le soltó, pues en su cabeza solo bullía una única idea: sujetar al brujo como fuera para proteger la seguridad de su compañero. A cada puñetazo que recibía su mente parecía anestesiarse, cada golpe en su carne enviaba a su cerebro la necesidad de defenderse, de utilizar las manos para cubrirse el rostro, pero no lo hizo y el dolor se tornó insoportable, pero con sentido.

—¡Que alguien detenga a ese jesuita! —gritó Kovac, incapaz de soltarse de Tami, al ver que el ciego había alcanzado la puerta. Esperaba ser escuchado por alguien en el pasillo, pero los ecos de su súplica rebotaron en los techos y bóvedas en un estruendo estéril que dio paso a un largo, larguísimo silencio.

Anastasia abrió los ojos y sintió el sabor amargo de su propia sangre. Estaba mareada y no sentía su propia cara. Tardó un rato en percatarse desde su postración de que estaba contemplando la pelea frenética de los hombres sobre la mesa rota y, sin darse cuenta de lo que realmente era, vio también el puñal sobre el suelo de piedra, muy cerca de ella, a su costado. Con el rabillo del ojo vio salir de la habitación una sombra que reconoció.

—Lawrence…, ¿sois vos?

Killimet oyó aquella voz, pero ya estaba en el pasillo. No retrocedió. De pronto sintió en su mano la piedra del muro más tibia, como si durante horas se hubiese calentado al resplandor de una llama. No se equivocaba. Aunque no la veía, la lámpara de aceite estaba a poco más de un paso, dotando de luz al corredor con su llama amarillenta y poderosa. Sus dedos ya percibían una confortable calidez y, animado, dio tres pasos hasta situarse ante la lámpara, la tocó, sintió el calor del fuego y escuchando todavía los gritos bestiales de la habitación que dejaba atrás se sintió en paz, como si hubiera alcanzado las puertas mismas del Paraíso.

Se apresuró a abrir el mecanismo de la reliquia y quitó la cubierta superior, la lámpara estaba tan cerca que el frío glaciar de su cautiverio pareció desvanecerse, como si hubiese descubierto una pequeña primavera en aquel muro que calentaba sus dedos. Tomó el pergamino de santo Tomás y sonrió. Ya nada quedaría para el Gran Brujo, el
Codex Terrenus
no marchitaría la salvación del hombre ni su libertad.


Extra Ecclesiam Nulla Salus
—murmuró convencido de la realidad de su enseña, de que fuera de la Iglesia no hay salvación, y su mano se alzó con el pergamino envejecido buscando la llama que lo convertiría en cenizas.

Pero una mano suave y tibia de mujer le tocó el hombro y Killimet volvió el rostro involuntariamente, en un acto reflejo, como si sus ojos aún pudiesen ver.

—¿Anastasia? —susurró sonriendo—. Os dije que os había traído el Espíritu Santo y no me equivoqué…

La mujer no respondió, simplemente le clavó el puñal en la garganta.

Ségolène vio la mueca del jesuita al sentir el hierro que le atravesaba el cuello y sonrió porque le pareció extremadamente ridícula. Luego vio cómo se desplomaba a sus pies y, satisfecha, se arrodilló junto a él y tomó el pergamino que aún aferraba su mano para devolverlo al interior de la esfera. Tras cerrar la tapa con el seguro tomó con delicadeza la daga y la retiró del cuello de su víctima, se puso en pie y regresó a la cámara.

Killimet se consumía tendido en la fría piedra. Su corazón aún bombeaba, pero su conciencia ya se había desvanecido. La última sensación de su vida había sido placentera, había logrado vislumbrar el esplendor del Paraíso gracias al calor de una llama, una simple llama que supo darle calor en su hora final. En aquel instante su respiración se detuvo. Había muerto sin llegar a sentir dolor por la puñalada, como si Dios, conmovido por la agonía del sacerdote en aquel castillo abandonado de su mano, le hubiese protegido.

Ségolène entró en la habitación, dejó la esfera nuevamente sobre el saliente de la chimenea y tomó con ambas manos el atizador, recio y oxidado, dando varios pasos hasta el centro de la sala, donde se libraba el combate que aún mantenían los hombres. Tami miró hacia arriba y, entre la sangre que casi le cegaba, encontró la mirada impía de aquella que una vez fue cofrade y aliada, católica y confidente. Ella ni siquiera llegó a contemplarle con nostalgia, se limitó a abatir el hierro sobre la cabeza del jesuita y lo dejó fuera de combate.

Lord Kovac sintió que las manos de su rival se desvanecían a causa de aquel golpe certero. Alzó la vista y encontró ese rostro angelical que no parecía en absoluto alterado, que únicamente se limitaba a informarle con desapego.

—Estuvo a punto de destruir el documento.

—Excelente —farfulló lord Kovac poniéndose en pie; sus ojos brillaban de satisfacción—. Eres increíble.

Ségolène reparó entonces en que algo goteaba de su nariz, la tocó y vio que sus dedos estaban teñidos de su propia sangre. Se volvió enardecida hacia Anastasia.

—¡Maldita perra! —gritó mientras se acercaba al rincón donde gemía, aún mareada. Alzó el hierro e intentó ir por ella, decidida a matarla.

—¡No lo hagas! —ordenó Kovac agarrándola del brazo.

—¡Déjame! —bramaba fuera de sí—. ¡La muy perra me ha roto la nariz! ¿O es que acaso proteges a la puta italiana?

—Es la garantía del duque —le recordó este con voz gélida—. No puede morir, es nuestra única posibilidad de frenar el ejército de la Iglesia.

Ségolène respiraba frenética. Volvió a mirar a la italiana y luego a su mano ensangrentada.

—¿La deseas? ¿No quieres que la mate por eso? ¡Te excita esta perra florentina! —explotó llena de ira.

Lord Kovac la obligó a arrojar el hierro hacia un extremo de la habitación y luego miró la reliquia. Con su vista en ella, habló con convicción.

—Tenemos la esfera —dijo pausadamente—, tú lo has logrado, pero si ella muere no tardaremos en perderla, incluso hoy mismo.

Después, sujetó a la francesa por los hombros con ambas manos y la apoyó violentamente contra la pared. El húngaro la besó en la comisura de los labios, limpiándolos de toda sangre amarga, y con un repentino tirón de sus dedos rompió la tela del escote de su vestido liberando así sus pechos. Con respiración entrecortada le dio la vuelta y le levantó el vestido por atrás. Ella apoyó la frente contra el muro para aquietar sus temblores y, mientras el húngaro la sujetaba por la cintura y la penetraba con lujurioso desenfreno, comenzó a gemir de placer.

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