La sexta vía (44 page)

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Authors: Patricio Sturlese

Tags: #Aventuras, Histórico

BOOK: La sexta vía
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—Pero si ella nos trajo la poción… —dijo Killimet atando cabos de repente—. Nos tragamos el anzuelo de sus mentiras.

Un denso silencio se instaló entre ellos, aislándolo en sus penas y recuerdos, hasta que Anastasia, que ya llevaba días llorando a su hermano y sabía de lo peligroso de la situación en el exterior, se vio obligada a romperlo apelando a su instinto más pragmático.

—Bien, hasta este lugar he llegado en mi huida —recapituló—. ¿Qué haremos ahora? —se dirigió a Tami indicándole la puerta de roble.

—Salir de aquí por donde podamos —le contestó al tiempo que, con dificultad, se ponía en pie y se acercaba a la ventana. Era amplia y de vidrios emplomados. Desde ella observó el barranco pedregoso y nevado y el bosque a sus pies—. Está demasiada alta, no podemos utilizarla. Tendremos que escapar por el interior del castillo.

Pero Anastasia tenía un propósito diferente. De entre sus ropajes extrajo la cadena con las llaves de la cámara y la mostró a la luz. Su voz fue tajante a la par que tentadora.

—Tengo aquí las llaves que guardan la esfera. Podríamos llegar hasta la cámara donde la esconde Bocanegra e intentar recuperarla…

Los jesuitas quedaron en suspenso. Tami, seducido por sus palabras, observó con sorpresa:

—Es una posibilidad. Pero también podríamos intentar escapar.

—Sería una locura. Con toda certeza moriríamos —rebatió Killimet desde el rincón—. Y yo estoy ciego… sería un estorbo.

—Lawrence —replicó Tami—, has estado en esto desde el principio. Escondimos el
Necronomicón
en la selva de Guaira, ¿o es que no lo recuerdas?, y luego lo perseguimos desde las tierras del virreinato de Asunción hasta Sevilla, desde Florencia hasta Génova, desde Armagnac hasta Chamonix y desde las tierras francesas hasta aquí. Todo un peregrinaje para resguardar el secreto de la
Corpus Carus
, ¿y ahora dices que no quieres seguir?

—Esta vez no tenemos ninguna oportunidad —respondió lacónico su hermano de fe—. Somos tres contra un castillo; debemos aceptar el fracaso y la muerte. Muertos Nikos y DeGrasso, tenemos que aceptar que la
Corpus
ha sido devastada. Solo nos queda escapar.

—Entonces iré por mi cuenta —resopló Tami—. Yo conseguiré la esfera.

Hubo un silencio. Lawrence Killimet tomó los pliegues de su hábito harapiento. Lo acomodó y se agarró a las aristas de la piedra en las paredes. Ante la mirada expectante de Anastasia y Tami, se levantó y, sin saber dónde estaba ni las formas que reinaban en aquella habitación, dispuso:

—Está bien —concluyó—. Creo que esta será nuestra última misión.

—Tenemos que salir de aquí de inmediato —añadió Anastasia mientras Tami sonreía satisfecho—, todo el castillo debe de estar buscándome.

Había comenzado su peligrosa fuga.

129

Las puertas de la catedral de Aosta se abrieron de par en par. Un hombre robusto atravesó el umbral sagrado en un acto invasor y a la vez devoto. Jacques David Mustaine entró en el templo que acababa de conquistar y caminó por el centro de la nave hasta el altar. Su mano empuñaba la espada que le había llevado del fracaso a la victoria, mellada por los golpes del combate y manchada con la sangre de sus enemigos.

Alzó la vista, mareado por sus heridas y exhausto, y buscó a través del yelmo de su armadura el símbolo por el cual había sido proclamado archiduque y se entregaba al combate: la cruz. Se postró de rodillas clavando la espada en la piedra, apoyándose en ella para no caer, y sus labios temblaron pronunciando una plegaria que, como un rumor, se extendió por el templo.

Había visto demasiada muerte, vengado la invasión y ocupado las fortalezas del duque italiano. Pero sabía que aún quedaba algo pendiente: el duque en persona, el duelo frente a frente que juró en la nieve el mismo día que fue derrotado en Les Praz.

—Es bueno que recéis. —El archiduque se volvió, aún de rodillas, y descubrió tras él en la penumbra al monje Èvola—. También lo es que pidáis perdón y os encomendéis a la misericordia infinita de Cristo; pero hacedlo como peregrino, no como conquistador.

—Tengo el derecho de entrar en este templo. Ahora me pertenece.

Èvola permaneció impasible. Conocía bien los sentimientos del francés.

—Aosta no os pertenecerá. Sabéis muy bien lo que significa una invasión, ¿querríais que esta gente pase por lo que pasó la vuestra?

El archiduque pelirrojo se despojó del yelmo y lo tiró a un costado. Los sonidos metálicos resonaron por el techo.

—¡No me quedaré en Aosta, ni pediré tributos, ni humillaré a sus mujeres!

—Eso habla bien de vos —dijo Èvola.

—¿Y esta será toda mi paga? —se quejó gritando con fuerza—. ¿Que mi actitud benévola hable bien de mí? ¿Contar a mis hijos que no masacré a mis enemigos por compasión?

—Vuestros hijos os entenderán mejor de lo que creéis —le hizo saber Èvola con una tibia sonrisa—. Sabrán que los valientes muchas veces se arrodillan bajo una cruz, como vos, y son compasivos. Sois un buen noble y acabáis de demostrarlo.

El monje hizo una genuflexión mirando al altar y se persignó.

—¿Y ahora…? —le preguntó Mustaine.

Èvola se volvió hacia él desde la puerta y lo contempló en silencio.

—Ahora queda recuperar la reliquia y después podréis cobraros vuestra paga: Pasquale Bocanegra, el duque traidor.

130

Una pareja de guardias hacía la ronda por el balcón interior del piso más alto del castillo de Verrés. La fortaleza tenía un claustro ocupado por un patio interior en cuyo centro se situaba el pozo. Las paredes, de aspecto lúgubre y devastado, se iluminaban apenas por el brillo de las lámparas de aceite y las antorchas colgadas de los muros.

—Se han ido —indicó Anastasia con la mirada atenta al nivel superior.

Los tres caminaron con sigilo buscando la oscuridad hasta dar con la escalera.

—¿Qué sucede? —preguntó Tami al ver que se detenían.

La florentina contempló el manojo de llaves. Todas eran pequeñas y de forma diferente.

—Es aquí, en el tercer piso, donde se esconde la cámara con la reliquia —apuntó la joven Iuliano.

—Pero hay varias puertas —contestó Tami, señalando el pasillo que rodeaba todo el perímetro del claustro—. ¿Cuál será?

—Probaré en todas. Vosotros permaneced aquí mientras tanto. Este rincón es oscuro y estaréis a resguardo. En cuanto dé con ella vendré a por vosotros.

Tras varios intentos consiguió al fin que la llave entrara limpiamente en una de las cerraduras. Las piernas de Anastasia temblaron cuando comprobó que la puerta se abría y su corazón se aceleró con un latir trepidante. La mano de la dama palpó en la oscuridad en busca del muro. Estaba oscuro, debía encontrar la ventana y abrirla a la escasa luz del amanecer sin tropezar, deslizándose con la espalda pegada a la pared.

En aquel momento su sangre se congeló al sentir el griterío de los soldados en el pasillo de ese mismo piso. En un acto reflejo se abalanzó por dentro sobre la puerta entornada para cerrarla con llave. Con miedo, apoyó el oído en la madera escuchando las voces exteriores y el propio latir de sus sienes, y en completo silencio notó cómo el picaporte giraba violentamente, forzado desde fuera. Cerró los ojos en la oscuridad y, sin apenas atreverse a respirar, recordó todo aquel amor que la había llevado hasta allí, el deseo de estar con su hermano, la sinfonía de paz que él representaba.

Una lágrima cayó por su mejilla sin que pudiera evitarlo, una lágrima de soledad y terror, la lágrima de una mujer abandonada al frío de aquel cuarto hostil y a la realidad irreversible de una muerte innecesaria, la de Angelo. Su pecho, frenético, parecía a punto de estallar y sus ojos, en la oscuridad, brillaban con la luz helada de la determinación. Habría muerto allí mismo y su muerte habría encontrado un sentido.

—Es la cámara del duque pero está cerrada —oyó decir a un soldado al otro lado de la puerta—. Veamos qué hay en la próxima sala.

Anastasia, con el rostro aún apoyado en la madera, se deslizó a lo largo de la puerta, dejándose caer hasta quedar exhausta en el suelo. Ya no era la chiquilla mimada que vivía rodeada de opulencia en las propiedades de su padre en Volterra, se había convertido en una ladrona, en una prófuga perseguida por hombres armados, en una mujer que se guiaba por los dictados de su propio corazón.

Se levantó, caminó a tientas por el cuarto sombrío y, alcanzando el vano, retiró las contraventanas. Gracias a la luz pudo comenzar a distinguir algunas formas y contornos, y fue así como descubrió sobre la chimenea un cofre reforzado con láminas de bronce. Supo de inmediato que ahí dormía la esfera.

Sus ojos no podían abandonar el cofre pero sus manos actuaron rápidas y seguras. Volvió sobre sus pasos, pegó el oído nuevamente a la madera y escuchó el silencio que ahora reinaba en el exterior. Cuando se convenció de que el pasillo estaba despejado de soldados abrió la puerta con extrema lentitud y, amparada por las sombras que aún reinaban en el castillo, caminó hacia donde había dejado a los jesuitas. Sin embargo… ya no estaban allí.

Contempló el claustro circundante, se asomó a la balaustrada y buscó en el patio inferior, junto al pozo, pero no distinguió más que la sombra difusa del duque y de Darko que se encaminaban con una custodia de soldados con antorchas en dirección a la escalera. Anastasia sintió un súbito pavor que se incrementó al notar una mano en su hombro.

—Soy yo —susurró Tami, que pareció nacer de la oscuridad.

—Me habéis asustado. Pensé que…

—Tuvimos tiempo de escondernos de los guardias. ¿Habéis encontrado la esfera?

—Así es.

Ambos se miraron en silencio. Sabían lo que debían hacer a continuación: ir a la cámara del duque. Pero el destino aún iba a depararles muchas sorpresas.

131

Un nubarrón negro como el carbón oscureció aún más el cielo y al rato comenzó a nevar de forma poderosa, haciendo aún más intensa la penumbra bajo la que Anastasia y los jesuitas caminaban hacia la gruesa puerta de roble. Tal vez era la ayuda que necesitaban para huir sin ser vistos. La semioscuridad de la cámara dejaba ver el cofre, en el que se había quedado prendida la mirada de Tami. Caminó hasta la chimenea y lo admiró sin tocarlo.

—¿Decís que la esfera se encuentra ahí dentro?

—Podéis cercioraros vos mismo —respondió ella arrojándole la cadena con las llaves—. La más pequeña de todas es la del cofre.

—Nunca pensé que podría ver el contenido de la esfera —resopló el jesuita—. Quizá no sea lo adecuado…

—Entonces nunca sabremos si escapamos con la esfera o nos jugamos la vida en vano.

—Somos los protectores de este secreto, no los conocedores. Nadie lo ha visto salvo Tomás de Aquino. Quien lea este texto no podrá volver atrás, no volverá a creer por la fe.

—Debemos cerciorarnos de que aquí está lo que buscamos —insistió Anastasia—. Alguien deberá leerlo para reconocerlo, no hay más opción. Yo no sé teología ni escolástica, no podría diferenciar un texto falso de uno verdadero.

—Yo con gusto lo haría pero estoy ciego —intervino Killimet, que aguardaba con la mano apoyada en el muro para orientarse en la estancia—. Hermano Tami, bien sé que no somos nosotros quienes debemos conocer este pergamino, pero no resta otra posibilidad. Debemos saber si la Sexta Vía descansa ahí dentro pues, de estar, te aseguro que habremos de asumir una gran responsabilidad para su custodia.

—¿Tengo yo que condenarme por esto? —exclamó Tami atormentado.

—¿Querrías acaso que el mundo entero se condenase? —le replicó el ciego—. Has sido designado para esta misión: debes condenarte tú y salvar al resto de la humanidad.

—Espero que Dios se apiade de mi alma —murmuró Tami, y acto seguido asió el cofre, lo dejó sobre la mesa y abrió el candado. El jesuita tomó asiento ante la mirada atenta de Anastasia, testigo de un evento único, irrepetible, y abrió la tapa.

Sus dedos recorrieron la reliquia hasta dar con el seguro de apertura cuyo funcionamiento ya conocía y destaparla. Su interior, ocupado en parte por un pergamino amarillento y envejecido, era tan brillante que los pocos rayos de luz que entraban por la ventana formaron reflejos en las paredes, bañando el gris pétreo con resplandores de ámbar.

El jesuita, con mesura a pesar de lo trascendente del momento, sacó el pergamino, lo desenrolló y comenzó a leer. Tami era un entendido tomista y un estudioso de su caligrafía, era su labor en la
Corpus
; en cuanto sus ojos recorrieron las primeras líneas en latín comprendió que aquellos trazos solo los podía haber escrito el mismo Tomás de Aquino.

—Confirmo que es su letra —exclamó preso de la excitación—, no me cabe duda.

—¿Es la Sexta Vía? —preguntó Lawrence con inquietud.

Pero el jesuita italiano no quería apresurarse, leyó en silencio el encabezamiento del documento y, solo después, respondió con voz trémula:

—Lo es.

Y mientras sus compañeros aguardaban tensos y a la expectativa, se fue adentrando en los silogismos del santo y su demostración de la existencia de Dios. Un espeso silencio flotaba en la sala. El frío hacía que de sus bocas escapara un vaho blanquecino. Finalmente, dejó el pergamino sobre la mesa.

—Santo Dios, es demoledor… Jamás lo habría razonado de esta forma, pero es cierto… ¡Es cierto! —exclamó mirando a sus compañeros, su voz parecía temblar llevada por sus emociones—. Es irrefutable. ¿Habéis oído…? Dios existe. ¡Dios es real!

—Así pues es lo que buscamos —decidió Killimet—. Entonces guarda el pergamino.

Tami lo miró extrañado con el documento entre sus manos. Estuvo tentado de releer esas líneas excelsas, esa demostración exquisita y directa, contundente, que haría al mundo creer con su sola lectura. Pero su compañero, tajante, insistió:

—Guarda el documento en la esfera he dicho —repitió impaciente—. No debes recrearte en él o te atrapará. No olvides nuestra misión, tenemos otro asunto importante entre manos: cómo huir de aquí con la reliquia.

—Dudo que podamos lograrlo —intervino Anastasia.

—Lo intentaremos —replicó Tami con energías renovadas—. Dios nos guiará. El no permitirá que este secreto caiga en manos enemigas.

—Entonces tenemos que destruir la Sexta Vía cuanto antes —propuso el ciego sajón—, el mundo jamás verá este documento y ya nada nos preocupará aunque no escapemos de la fortaleza. Es la única solución que se me ocurre.

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