La sexta vía (55 page)

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Authors: Patricio Sturlese

Tags: #Aventuras, Histórico

BOOK: La sexta vía
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Anastasia terminó de leer y respiró de forma entrecortada. Su corazón latía con celeridad y su rostro no pudo contener una sonrisa que floreció regada por aquellas lágrimas.

Las luces del atardecer iluminaban y encendían las vidrieras de la catedral de Reims. En el fondo de la nave central, tras el altar, el ábside contorneaba una figura de vitrales azulados, enclavados en columnas góticas que ascendían hasta los techos abovedados.

Pasquale Bocanegra estaba de rodillas ante el tabernáculo, pero su pose devota no era más que la copia de lo que debía ser la postura de un buen feligrés. Se encontraba solo en la catedral. Y así debía ser.

En el exilio, había logrado lo que pretendía: el contacto para escapar desde aquellas tierras católicas francesas hasta Inglaterra. Todo estaba sellado y arreglado tras la entrevista con su enlace en París y esa era la causa de que hubiera tenido que recorrer casi setenta leguas hasta Reims. Allí mismo, en la catedral, sería recogido con discreción por oficiales de aduanas del Reino de Francia que le llevarían sin demora hasta el barco que aguardaba en el puerto de Calais y que le trasladaría a Inglaterra, donde el vizconde de Rochester, gracias a la mediación de su contacto, le ofrecería cobijo en su fortaleza.

Había pagado una verdadera fortuna para llevar a cabo ese plan y, aunque la tierra inglesa no era tan bella como su valle italiano, al menos sí estaba lejos de las influencias de Roma y en ella nadie reclamaba su cabeza. Por otra parte, aún le quedaba bastante oro en sus arcones, y su libertad y su pellejo bien valían el alto costo de la inversión.

Los postigos de la catedral crujieron y unos pasos armónicos y mesurados se acercaron hasta él. Era la hora indicada.

—Habéis venido… —murmuró el duque satisfecho olvidándose de su falsa plegaria y volviéndose hacia el recién llegado.

—Por supuesto, el nuncio dio conmigo y he venido a por vos.

Todo estaba oscuro. Un haz de luz descendía de los vitrales y daba directamente en su rostro. Bocanegra levantó la mano para protegerse y guiñó sus ojos mientras explicaba al desconocido:

—Tengo vuestro dinero, os pagaré por adelantado, como prometí. Ahora sacadme de aquí junto con mi equipaje. —El hombre no contestó. El silencio se tornó incómodo—. ¿Qué os sucede? —protestó—. ¿Acaso desconfiáis, deseáis ver primero el dinero?

El silencio se tornó más denso mientras lentamente aquella persona se acercaba.

El noble comenzó a distinguirla y su rostro palideció por el terror que le produjo descubrir la identidad del monje.

—Vuestras monedas no comprarán otra traición —gruñó Giuglio Battista Èvola.

Bocanegra negó con la cabeza como rehusando aceptar la realidad y por un instante intentó ponerse en pie, pero no pudo conseguirlo. De la oscuridad vio emerger el reflejo de una daga que entró en su pecho con rapidez. Abrió los ojos y sintió el filo que penetraba en su carne, luego alzó la mirada y la fijó en su asesino. El benedictino sostenía el estilete con firmeza y en su faz deformada su único ojo negro mostraba la opacidad del carbón.

Lentamente, el cuerpo del duque de Aosta se fue deslizando hacia el suelo. Èvola lo acompañó en su trance y con voz perfectamente audible para el moribundo pronunció:

—Que Cristo perdone vuestra apostasía.

Con la misma rapidez que introdujo la daga en su pecho la retiró dejando aquel cuerpo desfallecido desarticulado sobre el suelo. De sus ropas cayeron repiqueteando las monedas de oro que jamás usaría, que ya no tenían ningún valor para él. Y la sangre roja comenzó a deslizarse por las losas mientras sus ojos permanecían abiertos. El duque quedó tendido ante el altar principal con la capa abierta, como un murciélago muerto al anochecer.

Èvola contempló el cuerpo sin vida del apóstata y luego, en silencio, se arrodilló ante la cruz que exhibía el altar. Mantuvo durante un instante la mirada sosegada en la figura de Cristo, solo un instante, y se persignó.

Después, se volvió y su rostro terrible desapareció en la oscuridad.

Aún no amanece en Bella Vista, en un invierno

que este año ha traído nieve.

Siendo las 5.31 de la madrugada doy

por terminada
La Sexta Vía
,

que escribí por las noches entre el 28 de abril de 2004

y el 17 de agosto de 2007.

Un ciclo irrepetible de mi inspiración descansa

en esta obra.

PATRICIO STURLESE

Agradecimientos

A las autoridades del Museo Arqueológico del valle de Aosta, en Italia. A Willy, Ivan y Jorge Arrieta, por estar en el complejo mundo de las historias desde 1985. A Gabriela Ditamo, por entenderme. A los jesuitas del colegio Máximo en San Miguel. A los salesianos de las catacumbas de San Calixto en Roma. Al teólogo e historiador Alberto Capboscq, por su amistad, y por la revisión de los textos griegos y latinos. A Juan Díaz, un querido editor español. A Saskia von Hoegen, por su atención en Munich. A los conservadores del castillo de Verrés.

Al padre Minich del colegio San Alfonso de Bella Vista. A mis amigos Mariano, Alejo, Jorge y Marcelo, por las lecturas a la luz de las velas ante el fogón. A Carlos Guasti y Jorge Giucich, de Paraguay. A Daniel Erlandsson, por sus cartas desde Suecia y por aquellas melodías de Eucharist. A Astrid Marchi. A Mikael Ákerfeldt, por
Opetb
. A Gabriela Florance, por todos esos cafés, por el tiempo, la atención y el apoyo. A Jesús y Sandra Chico, de Guatemala. A Patricia Chendi, por su recibimiento en Milán. A Umberto Eco. A mi tía Tina de Génova. A los benedictinos del monasterio de Montecassino, en el Lacio. A Mauricio Sturlese. A Juan y Luis Grasset, por sus recados en la iglesia francesa de Vézelay. A Matteo Bertoni. A María y Teresa Grasset. A los conservadores del castillo medieval del Fénis, por su atención mientras viví en ese pueblo. A Osvaldo Virgini y a Topper. A Marta, Juan y Alicia.

A Morris West y Mario Puzo. A los conventos derruidos de Santiago de Guatemala. A Ramón Rocha Monroy, de Bolivia. A mi amigo Andrés Falcóz. A Angela León, de Colombia, y a Orit, de Panamá. A mi amigo Carlos Várela MacDougall. A los conservadores del castillo de Karlstejn, en la República Checa. A Roberto Domaine y Loretta Maschio, de la superintendencia de recursos históricos, por permitirme el acceso a los castillos clausurados y en ruinas del valle de Aosta. A Giorgina Sturlese.

A María Casas, madrina de esta historia. A Jonás Renkse, por
Katatonia y Brave Murder Day
.

A Giordano Bruno.

A los bosques de Bella Vista por los que siempre camino, a esas aves que siempre se posan en las mismas ramas y al arroyo de aguas grises.

In memóriam de Karol Józef Wojtyla.

A vos, Claudia. Como desde el primer día.

La obra es de mi responsabilidad.

Con ellos comparto lo bueno

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