La sexta vía (21 page)

Read La sexta vía Online

Authors: Patricio Sturlese

Tags: #Aventuras, Histórico

BOOK: La sexta vía
5.71Mb size Format: txt, pdf, ePub

Angelo oprimió su rosario con fuerza y pensó con vehemencia: Pero ¿quién no caería en esta trampa infame?, ¿quién negaría una ciencia que parecería hablar por boca de Dios? ¿No sería entonces esa la ciencia que el hombre esperaba y que, tras probarla, se convertiría en amarga e indigesta? ¿Sería esta la nueva manzana del árbol prohibido que el Diablo ofrecía a los hombres igual que la tentación del Edén? El Diablo, que obligó a razonar a los hombres… Sí. ¡La esfera era otra trampa de Satanás! La última y más poderosa, una trampa que expulsaría a la humanidad del Cielo que Cristo le había ofrecido con su muerte.

Pero ¿dónde estaban los esbirros del Diablo? ¿Dónde se ocultaban los brujos? Esa era la pregunta que le obsesionaba. De pronto abrió los ojos, alerta. Un extraño ruido sonó en la entrada del molino. Se irguió y se ocultó en la oscuridad de un rincón.

La puerta del molino se abrió despacio. Los viejos escalones crujieron indicando que el intruso subía hasta el estudio del piso superior. Angelo se asomó por detrás de una viga, escondido en el antiguo mecanismo de la molienda. Desde allí vio una delgada sombra cubierta con un hábito que ascendía con sigilo y escudriñaba cada rincón del molino. Nadie debía estar allí y menos sin su autorización.

El inquisidor tomó un tablón de madera macizo que halló junto a la pared. Armado, siguió observando desde las tinieblas cada movimiento. La sombra se movía como si jamás hubiese estado dentro de aquel molino, como si fuera desconocido para él. Como no pareció encontrar lo que buscaba se acercó a la ventana, apartó la cortina y miró los campos nevados que rodeaban la fortaleza esperando que su inquilino llegase en algún momento. Pero cuando se volvió no encontró oscuridad sino a este ante sí, feroz, que le agarraba con fuerza el cuello con un brazo mientras su otra mano alzaba el madero para descargarlo sobre su cabeza. Fue entonces cuando el inquisidor pudo ver los ojos del intruso y quedó sin saber qué hacer. La mano que sostenía el garrote la bajó y lo dejó caer al suelo en tanto farfullaba sorprendido:

—Dios mío… ¿Qué haces aquí?

Anastasia Iuliano, agitada, lo miró con la terrible certeza de una mujer fugitiva.

—No tengo adonde ir.

Angelo observó confundido y turbado durante un instante interminable a su medio hermana, a la sangre de su sangre. Apartó la mano de su cuello y le dio un efusivo abrazo. Ella comenzó a llorar desconsolada sobre su hombro. El dominico sintió el latir de su corazón angustiado.

—No llores, Anastasia —le susurró al oído—. Yo te protegeré, aunque en verdad no has llegado en buen momento. Vamos al castillo, allí te alojarás en una estancia más cómoda pero tienes que prometerme que no saldrás bajo ningún concepto. Yo me encargaré de que nada te falte…

Y la noche cayó en Francia. En otro crepúsculo oscuro.

XVI. Opus nocturne
49

Darko permanecía encerrado en una estancia del castillo de Verrés. Tras aceptar cooperar con el Santo Oficio su condición había mejorado, ya no sentía el húmedo suelo de piedra contra sus huesos, ahora reposaba sobre una cama acolchada y había olvidado lo que era sufrir hambrunas y dolores de vientre, pues se alimentaba mejor. Además, como estaba ciego, tenía a su servicio un guardia de la Inquisición que le ayudaba a no tropezar en su actual encierro.

—Llevadme a la ventana —le pidió.

El guardia lo tomó del codo y le acompañó hasta el mainel. El gélido aire de montaña entró como un torrente, llevando consigo el aroma de la noche.

—¿Cómo está el cielo? —preguntó el moldavo.

—Estrellado —respondió su guardián.

—Hoy debería ser noche de luna llena. ¿La veis?

—Sí, encima del valle.

—¿Cómo es su color?

—Está blanca y pletórica.

El anciano alzó la mano y con ella trazó una cruz imaginaria en el cielo.

—¿Habéis visto la cruz que he trazado? Observad mi señal y responded a mis preguntas. —Nuevamente dibujó en el firmamento con sus dedos, señalando a lo largo y ancho de la bóveda nocturna—. He dividido la bóveda celeste en cuatro… Fijaos en el primer sector, en el cuadrante superior derecho. ¿Qué hay?

—Aries —precisó el soldado.

—¿Y en el inferior izquierdo?

—Una parte de Escorpio que asoma tras las montañas… solo el aguijón de la constelación.

Darko escuchaba atentamente, intentando ver con su mente lo que sus ojos le negaban.

—¿Y en el centro? Fijaos qué hay en el centro de la cruz que he trazado.

—La Luna.

El anciano bajó la mano y la apoyó contra el alféizar.

—¿Y qué hay bajo esta ventana? —señaló con el dedo.

—Un oscuro barranco de piedras. —Darko sonrió y el guardia se alarmó ante su gesto—. ¿Qué sucede, para qué hacéis todas estas preguntas?

—Para saber qué habrá de venir.

—¿Magia? —El soldado frunció el entrecejo.

Darko había seguido el ritual adivinatorio de los antiguos maestros persas y las prácticas proféticas de los fenicios, adoradores del dios Baal. Podía reconocer el porvenir revelado por la luna llena, que avalaba sus sospechas con su presencia en el centro del cielo.

—Aries representa al pueblo judío —explicó entonces—, mientras que la luz nocturna de la luna es la ciencia racional del hombre y Escorpio el verdugo asesino. Cuando la luz de la oscuridad ilumine al Dios judío, llegará el escorpión que se esconde y su veneno lo matará. Hoy es noche de brujos y la señal está escrita en los cielos. Estos son los tiempos en los que veremos la caída del hombre al barranco de la oscuridad pues ya está listo el aguijón, el veneno para matar a vuestro Dios.

El soldado de la Inquisición dio un paso hacia atrás, apartó al anciano y cerró la contraventana. El silencio se apoderó de la sala. Darko tomó asiento en un rincón y volvió a sonreír en la penumbra. Sabía bien lo que sucedería esa noche y lo que vendría del otro lado de las montañas. Y el guardia, espantado, se santiguó.

50

Todo estaba dispuesto en aquel páramo helado; el cambio de guardia en el castillo ya se había producido bajo la luna llena que iluminaba el valle francés. Fue entonces cuando se cumplió la hora: la hora de los brujos.

A las tres de la madrugada, según un estricto horario, comenzó el ritual satánico contra la Santísima Trinidad. Los brujos aborrecían ese número por ser constitutivo de Dios, sabían que la relación de tres y uno era una constante implícita en los textos bíblicos y por ello la Trinidad estaba siempre en lo más profundo de las blasfemias e intentaban socavarla con todas sus fuerzas como habían hecho a lo largo de la historia sus ancestros, los sacerdotes de Baal y Osiris y aquellos asesinos de cristianos de Roma.

En cuanto oyó el sonido de las campanas que confirmaban la hora exacta una mujer caminó por la madera del viejo molino y se situó en el centro del pentáculo que previamente había trazado con harina y en cuyas puntas ardían cinco velas negras hechas con grasa de niño no bautizado. En el centro reposaba un cáliz cristiano robado ese mismo día de una capilla cercana.

Dejó caer su capa y quedó completamente desnuda. Se situó en el centro de la figura, se acuclilló y puso el cáliz dorado entre sus piernas mientras admiraba el brillo de las velas. Su rostro estaba sosegado mientras contemplaba la cera derretida como un bálsamo grasiento. Con la mano acomodó el cáliz entre sus labios vaginales mientras derramaba su orina en el interior. Su boca dejó escapar un gemido de excitación y sus ojos se centraron en la cruz que yacía boca abajo. Volvió a gemir sobre el cáliz para demostrar su odio por el Dios trino y su Iglesia. La cruz era un signo a difamar, el icono a demonizar, el estandarte a derribar de la mente de los pueblos.

Comenzó a rezar una extraña plegaria de invocación. Cantó oscuros salmos en latín de contenido obsceno. Sentía a su maestro en la distancia, sabía que dentro de aquel pentagrama estaba a salvo, que el veneno de la esfera pronto bañaría a los pueblos y su misión estaría cumplida. Sus ojos quedaron en blanco mientras contorsionaba las caderas, convencida de que el poder no estaba en el perdón ni en la mansedumbre sino en el vientre pecaminoso y en los placeres de la fornicación. Ese era el secreto, el placer de ser libre fuera de Dios.

Un débil sonido se propagó por el interior del molino abandonado. La bruja interrumpió su plegaria y torció la mirada. Sus hombros giraron y sus senos ondearon en el aire a la par que su mirada quedaba petrificada. Como un animal aterrado, la discípula de Darko se puso en pie, tomó su capa y escapó hacia la oscuridad.

La puerta de madera se abatió de una patada y el cazador de brujas entró con la ballesta en una mano y una antorcha en la otra. Nikos Xanthopoulos buscó en cada rincón del primer piso y olfateó la cera. Luego observó el resplandor de las velas que se filtraba a través de las rendijas que formaban los listones de madera del techo y se dio cuenta de que el aquelarre estaba arriba, en el segundo piso.

A paso lento subió por la escalera con destellos de vengador en sus pupilas. Sus pasos le condujeron hasta las puertas mismas de la blasfemia, al asqueroso espectáculo del pequeño aquelarre. El ballestero adelantó la antorcha y contempló el pentáculo, las velas negras, el cáliz y el crucifijo volteado.

Se volvió hacia la oscuridad, colérico. Miró hacia todos los lados y se dio cuenta de que el cortinaje del vano estaba corrido. Al principio no le dio importancia, pues conocía las artimañas de las brujas y decidió investigar entre los viejos mecanismos de molienda en una suerte de laberinto abandonado.

No encontró a nadie. El molino estaba limpio de brujas.

Se dirigió entonces hacia la ventana y confirmó que por allí había huido la mujer, pues sobre la nieve descansaba una capa. Cerró la ventana convencido de que su presa había escapado. Nunca supo que en el exterior unos pies mantenían un precario equilibrio sobre una pequeña cornisa.

Cuando Xanthopoulos, el Vikingo, regresó a caballo a la fortaleza, la bruja saltó desnuda a la nieve, tomó la capa y se diluyó con presteza en la oscuridad del bosque.

51

Una hora más tarde Angelo y Xanthopoulos regresaron al molino y juntos contemplaron los vestigios del aquelarre. El primero lo tomó como un signo y un aviso.

El mismo día de su oración había obtenido la respuesta. El mismo día en que rezó los misterios del rosario se llevó a cabo la blasfemia de un ritual satánico. No quedaban dudas, los brujos estaban allí, muy cerca, detrás del Codex.

Angelo DeGrasso, el Ángel Negro de Génova, se aferró a la cruz que pendía sobre su pecho y se abstrajo en la contemplación de aquella enorme luna llena. Esa noche la guerra contra el Diablo había comenzado.

XVII. Infiltración satánica
52

Nikos Xanthopoulos echó un leño más en la chimenea. Los altos techos de la fortaleza de Mustaine obligaban a mantener vivo el fuego que a duras penas lograba entibiar aquel ambiente de piedra. Los ojos del ballestero brillaron ante las chispas con el recuerdo de las purificadoras piras católicas que ardían en el eterno duelo contra los hijos de la oscuridad.

Se volvió y encontró tras él a Angelo DeGrasso, con la mirada turbada. Supo que este pensaba en el rito demoníaco del molino.

—Por lo que parece, los sicarios de Darko están aquí —murmuró Ségolène, que permanecía sentada en un sillón cercano a la chimenea—. Nikos me ha puesto al tanto.

—¿Sospecháis de alguien? —inquirió el Vikingo.

—No —respondió Angelo.

—¿Acaso no tenéis nada que contarnos? —se asombró la francesa.

—¿Qué habría de contaros que os pueda interesar? —Elevó las cejas.

Ella se puso en pie y caminó hasta quedar entre los dos hombres.

—¿Por qué fuisteis precisamente anoche hasta el molino con vuestra ballesta? —preguntó Ségolène a Nikos.

—Porque advertí durante el crepúsculo de ayer una presencia ajena y tuve una corazonada que avivó mi sospecha —confesó girándose hacia DeGrasso—. Y no me equivoqué, sabía que encontraría un aquelarre en las cercanías. Los conozco, ellos se comunican de esa forma.

—¿A quién visteis? —prosiguió Ségolène envalentonada.

—A Anastasia Iuliano, hija del Gran Inquisidor —confesó—. Descubrí que estaba aquí escondida, bajo este mismo techo.

La francesa clavó sus ojos en Angelo, como buscando respuestas.

—¿Acaso nos habéis ocultado la presencia de Anastasia en el castillo? —recriminó.

Angelo no contestó.

—Vi a esa mujer en el castillo de Aosta, llegó la misma noche en que yo perpetré el robo de la poción reveladora. No confío en ella. Parece seguir como un espectro el paradero de la reliquia.

—¿Qué queréis decir? —le preguntó Angelo.

—Que es el infiltrado del que os hablé —respondió Ségolène sin vacilar.

—Os equivocáis. No tengo por qué explicaros todo y no contestaré a más preguntas.

Ségolène mostró un incontrolable brillo de guerra en sus ojos azules.

—Robé la poción para vos —le reprochó en voz alta—, he escuchado cada una de vuestras palabras, aceptado todas las órdenes y ahora me doy cuenta de que escondéis a esa mujer…

—¿Dudáis de mí? —preguntó Angelo.

—No podéis engañarme. No soy una estúpida a la que manipuléis a vuestro antojo. Vos bien podríais ser el brujo infiltrado —le acusó—, el Judas de quien jamás sospecharíamos.

El inquisidor se abrió la capa y levantó la mano con un terrible aspaviento. Mientras, Xanthopoulos asistía expectante a aquel enfrentamiento.

—¡Callad, mujer, o lo lamentaréis! —amenazó.

Pero Ségolène continuó dejándose llevar por la cólera:

—¡Bien podríais estar usándonos para descifrar el
Codex
y acceder a la información de la esfera con el único fin de entregarla a los brujos y ahora estaríais pactando vuestra huida de las tropas de la Inquisición y entregarnos a todos!

—¿Qué buscáis con esto? —La paciencia de DeGrasso estaba a punto de acabarse.

—Confesad —replicó Ségolène, convencida de lo que decía—. ¡Debéis explicaros! ¡No os escondáis amparado en el disfraz de la retórica! —terminó gritándole.

Angelo vio en la francesa la más grotesca aberración que la naturaleza diera jamás: una mujer con ínfulas de líder. El que se atreviera a exigirle una confesión le exasperó.

—¿Que confiese yo, el Gran Inquisidor de Génova? —lanzó con la garganta seca—. ¿Con qué miserable autoridad exigís la confesión de un inquisidor? ¿Creéis que una mujer pueda cuestionar al hombre? —Acercó lentamente su cara a la de ella y le escupió—: ¿Qué pretendéis que os conteste?

Other books

Of Monsters and Madness by Jessica Verday
DoingLogan by Rhian Cahill
Rogue Predator by Craig Simpson
The Magus of Hay by Phil Rickman
Gravediggers by Christopher Krovatin
The Vulture by Gil Scott-Heron
A Billionaire BWWM Romance 2: Jealousy and Trust by J A Fielding, Bwwm Romance Dot Com
Into the Storm by Anderson, Taylor