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Authors: Alfredo del Barrio

La reliquia de Yahveh (69 page)

BOOK: La reliquia de Yahveh
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La francesa se quedó petrificada en un primer momento, ni siquiera respondió al saludo, solamente pudo extender su mano para estrechar la fría y huesuda que le tendía su interlocutor.

—Y usted debe ser el investigador inglés que ha participado en tan feliz expedición —indicó el imponente personaje dirigiéndose a John.

—Sí, es John Winters —se apresuró a presentar Marie saliendo de su marasmo momentáneo—. John, éste es el cardenal Carlo María Manfredi, el que nos ha ayudado a escapar de Egipto.

—Vaya, entonces debemos darle las gracias —dijo el inglés estrechándole la mano—, estábamos en una situación un tanto apurada.

A pesar de sus palabras de reconocimiento, a John no le causó buena impresión el aspecto del clérigo, su calva parecía una bombilla enroscada en un exagerado casquillo negro flotante.

—Así que han encontrado el Arca —observó el cardenal volviendo a su sillón—. Pero, por favor, siéntense, permítanme conversar un momento con ustedes, han sido protagonistas de un descubrimiento colosal, han encontrado algo que nosotros llevábamos buscando durante casi mil años.

Carlo lanzó una significativa mirada al hombre de negro que había entrado con Marie y John en el menudo despacho. Él también sonreía, pero apretando los labios, como para que no se notase demasiado su satisfacción.

—¡Ah! Perdonen mi descortesía —se excusó volviéndose a erguir levemente de su asiento—. Les presento a Humberto de Gasperi, prior de la Soberana Orden Militar del Hospital de San Juan de Jerusalén, de Rodas y de Malta.

El cardenal casi se queda sin aire al enumerar el aparatoso y resonante título.

Los dos europeos saludaron tímidamente al dignatario, que les devolvió la cortesía con un leve asentimiento de cabeza. Inmediatamente, siguiendo una indicación del cardenal, se sentaron en sendas sillas que quedaban justo enfrente de la mesa donde se había instalado el prelado. El prior, por el contrario, no se relajó y permaneció de pie, cerrando el camino hacia la puerta. A John, cuando se sentó, casi le causaba apuro dar la espalda al recién presentado prior Humberto de Gasperi.

—A usted Marie, más que a nadie, le debería interesar tener una conversación con el prior, lástima que no tengamos mucho tiempo —certificó el clérigo.

La francesa no sabía qué quería decir Carlo con esa frase, desde luego en París le recordaba bastante más afable y cordial de lo que se mostraba ahora. Estaba empezando a pensar que el cardenal disponía de muchos filtros de colores para el faro de su calva.

Ante el silencio de la arqueóloga, el alto dignatario de la Iglesia de Roma trató de ser más explícito.

—El prior de la Orden de Malta, vamos a abreviar un poco el título, es el dirigente máximo de una congregación militar que es heredera directa de los bienes y misiones, materiales y espirituales, de la malograda Orden de los Templarios. ¿Se acuerda?, ésa que tanto le interesaba en París.

Marie se puso colorada, le azoraba que John supiese que antes de partir para Egipto había acosado al cardenal con mil y una preguntas sobre los misteriosos caballeros templarios, aquellos que habían dedicado tantos esfuerzos por recuperar el Arca. Buena parte de la conversación que sostuvo con el cardenal en París tenía que ver con el plano más místico y esotérico de los templarios, aunque no dejaban de ser meras leyendas sin sentido, sin valor experimental o teórico alguno. Marie, que tanto había reprochado a John la exposición de sus hipótesis mágicas durante el transcurso de la excavación, se mostraba ahora desnuda ante la verdad descarnada: que ella también había considerado seriamente especulaciones acientíficas en la preparación de la expedición. Estaba avergonzada, aunque su compañero no parecía darse por enterado. Más que traicionado por Marie, John parecía mostrarse vivamente interesado por lo que decía el cardenal.

—Es, sin duda, una providencia de Dios el que los herederos de los templarios colaboren en la santa tarea de recuperar para la cristiandad el sagrado receptáculo de los mandamientos de Dios, aquellos que fueron escritos por su divino dedo.

Decididamente, el cardenal se estaba mostrando tremendamente tétrico, sus ojos desprendían una fuerza y expresividad que sobrecogía; aunque parecía hacer esfuerzos por exteriorizar una mansedumbre que no debía haber profesado jamás pero que había simulado muchas veces a lo largo de su vida.

—Díganme, ¿están dentro del Arca las tablas de Moisés? —preguntó reverente el prelado.

—No —contestó John ante el terco silencio de Marie—. Dentro del Arca no había nada, pero los mandamientos están grabados en hebreo en el revestimiento de oro del arcón, supongo que los antiguos egipcios no consideraron importante preservar las tablas originales y las desecharon por ser la piedra en la que seguramente estaban escritos un material tan poco noble.

—La Biblia no dice nada sobre que los mandamientos estuviesen cincelados en la parte de fuera —impugnó el clérigo—. ¿Están seguros que es la verdadera Arca de la Alianza?

John pensó para sí que la Biblia tampoco era muy explícita a la hora de revelar el secreto de cómo los hebreos utilizaban el Arca como instrumento de muerte contra sus enemigos, como arcaica y magistral arma química. Siempre existirían sucesos en la historia envueltos en el más absoluto de los misterios. No obstante se calló, no quería enfrascarse en interminables discusiones sobre el supuesto poder de Yahvéh con un desasosegante eclesiástico, tenía toda la apariencia de un fundamentalista intransigente que no encajaría adecuadamente una explicación terrenal y profana de los arcanos secretos divinos.

—Totalmente seguros —espetó el inglés sin ninguna vacilación en su voz.

—Bueno, me fío de ustedes —aceptó el cardenal—. No tengo tiempo para estudiarla ahora, lo haré en el Vaticano, en cuanto el Arca esté guardada y custodiada en el lugar que le corresponde

Evidentemente, el purpurado clérigo sabía de antemano que el Arca estaba envuelta en mantas y cuerdas, seguramente el intrigante diácono de Santa Catalina le había informado puntualmente en cuanto despegaron de Alejandría.

—¿Qué? ¿Se la va a llevar al Vaticano? —protestó Marie desgarrando con un gemido su obstinado mutismo.

La arqueóloga se revolvió, pero no había nada que pudieran hacer, el caballero de la Orden de Malta se mantenía impávido, con el torso dilatado y la mirada atenta cerrando el camino a la puerta. Tenía un porte casi medieval, poco más o menos como si siguiese la moda de esa arcana época: pelo blanco cortado a cepillo y dura barba que también sufría el embate de las canas, incluso su traje parecía una armadura de marcados que tenía los músculos. Por las ventanas también se divisaba al resto de caballeros vigilando la habitación, todos con el distintivo de la cruz de Malta bien visible en la solapa de su oscura indumentaria. Estaban atrapados y a merced del cardenal.

—Me la llevo a Roma —determinó el cardenal con rotundidad—, allí la veneraremos como una prueba de la verdadera existencia de Dios, de la incuestionable verdad de las Escrituras.

—¿A Roma? No puede hacer eso —rechazó John sin estridencias—. El Arca debe ir a Suiza, un estado neutral, así se estableció desde el principio.

—¡Sí, sí puedo! —clamó el eclesiástico poniéndose de pie con gesto amenazante—. Y ustedes no harán nada por impedirlo por la cuenta que les tiene. Aquí en Malta tenemos la suficiente impunidad como para hacer lo que queramos, las autoridades de la isla están con nosotros y comparten íntegramente todos nuestros objetivos.

Los dos europeos estaban desolados, tantos trabajos, tantas penurias, tantas muertes, para que el Arca les fuese arrebatada casi cuando estaban a punto de entregarla en su destino, de cumplir con la misión que les fue encomendada.

—Pero, ¿por qué? —trató de entender Marie.

—¿Por qué? —estalló otra vez la voz del cardenal como si le indignase el que alguien no comprendiese sus motivos—. Porque es donde debe estar, en el seno de la religión verdadera, la católica, la única que no se ha apartado de los preceptos de Dios y de Jesús. No permitiré que otros cultos se aprovechen de la gran autoridad que conferirá el Arca al que la posea. Ganaremos montones de nuevos adeptos y fieles con ella.

—Pero, ¿qué pasa con los hebreos? —censuró John con algo más de denuedo—, ellos tienen tanto derecho como los católicos para acoger el Arca en alguno de sus templos. ¿Y los ortodoxos, los protestantes, los anglicanos…? El Arca también es moralmente suya.

El exaltado Carlo Maria Manfredi pareció apaciguarse y lo demostró volviéndose a sentar en su butaca; pero taladró a John con una mirada tan negra que no tranquilizaba a nadie.

—Siento ser tan poco espiritual, pero en estos tiempos que corremos hay que obrar decididamente, hay que actuar, hay que moverse en la esfera de lo práctico, de lo material. Es un defecto de nuestra civilización, pero es necesario contar con él para impulsarse a la misma velocidad a la que pasan estos convulsos años.

—No acabo de comprenderle —indicó John perplejo.

—La religión católica es muy vieja —continuó el cardenal con voz lánguida, melancólica—, una de las más antiguas, será por eso por lo que desde hace mucho tiempo va devaluándose cada vez más. Muchas ramas se han desgajado del árbol apostólico primordial y otras religiones más jóvenes y más pujantes impiden nuestra expansión, incluso son capaces de robarnos creyentes año tras año. Necesitamos un revulsivo que devuelva la fe a nuestros abatidos y desconcertados fieles, incluso que sea capaz de hacer que ganemos el terreno perdido en otras regiones del globo en las que apenas somos ahora un culto testimonial y marginado.

—Y el Papa, ¿piensa igual que usted? —arguyó Marie con resuelta intención de sacar al eclesiástico de sus casillas.

El clérigo rechinó los dientes, arrugó la nariz y entornó los enfurecidos ojos, la calva pareció perder parte de su tersa redondez en favor de las pequeñas estrías que empezaron a surcar toda su superficie.

—¡Con tan glorioso objeto en mi poder ganaré muchos apoyos dentro de la Curia Romana! —espetó el rabioso cardenal—. El Papa tendrá que plegarse a mis recomendaciones, incluso podré optar al sillón de San Pedro cuando quede vacante, convirtiéndome así en el nuevo pontífice de una cristiandad reunificada y beligerante frente a las falsas religiones que envenenan el mundo. ¡Tan poderosa será el Arca para el catolicismo, obrará como un revulsivo para la fe! ¡Yo haré que lo sea! ¡Ésta es la prueba definitiva de que existe Dios!

John y Marie estaban atónitos, se encontraban ante la presencia de un loco integrista, de un visionario de la peor especie. Lo terrible es que no podían hacer absolutamente nada.

La doctora trató de ganar tiempo, de pensar, pero estaba muy cansada. Se daba cuenta que el clérigo miraba su reloj con clara impaciencia.

—Pero, ¿qué pasa con los gobiernos europeos que han patrocinado la expedición, el francés y el británico? —dijo señalando a John—. Protestarán formalmente ante tamaño latrocinio.

El cardenal empezó a reír con fuerza, con una risa espasmódica que parecía salida de las profundidades del averno.

—No soy estúpido —contestó cuando se calmó—, me he informado, ustedes no cuentan ahora mismo con el respaldo de nadie. Su excursión ha sido organizada por los servicios secretos de sus respectivos países y, créanme, negarán todo conocimiento sobre la misma a tenor de su desfavorable resultado. Aparte, la comunidad científica no tiene la más mínima noticia sobre el Arca y ustedes ninguna prueba, todo lo que cuenten a sus colegas y a los medios de comunicación sonará a invención descabellada; aunque no creo que tengan ocasión de detallar nada, seguramente sus gobiernos les ordenarán guardar un silencio total sobre este sórdido asunto.

—¿Y los egipcios? —insistió Marie recalcitrante—. El Arca les pertenece legalmente, se ha encontrado en su territorio y la reclamarán como un bien cultural que les ha sido expoliado.

—Sí, expoliado por ustedes —sonrió el artero jerarca católico—. No creo ni que protesten, el Arca no debería ser muy importante para ellos; pero si lo hacen, no importa, les daremos tantas largas que les será mucho más fácil recuperar cualquier momia que tengan secuestrada en los numerosos museos arqueológicos esparcidos por el mundo.

Marie no quiso preguntar sobre lo que opinarían los israelíes, sabía que la respuesta del cardenal también sería de desprecio hacia ellos.

De pronto se abrió la puerta y uno de los supuestos caballeros de la Orden de Malta susurró unas palabras a su superior.

—Su Eminencia, el avión está dispuesto —informó el recio prior dirigiéndose al cardenal—, se ha trasladado el Arca y ha sido asegurada, puede partir cuando guste.

Carlo Maria Manfredi, todavía más elevado de lo que prescribía su alta estatura, se alzó de su sitial palmariamente complacido y se encaminó a la puerta del pequeño despacho, pero antes de desaparecer dirigió a los dos europeos sus últimas palabras.

—Estarán cansados de tan larga expedición, les aconsejo que vayan con el prior, les llevará a un hotel donde se quedarán durante un mes o dos, hasta que la noticia de que el Arca está en poder de sus legítimos dueños, la Iglesia Católica, sea un asunto de dominio público sin posibilidad de vuelta atrás. Tómenselo como unas vacaciones porque no podrán salir del país sin el permiso del prior, para ustedes la aventura ha terminado. Ha sido un placer conocerles.

Marie y John le miraron salir con cara de bobos, estaban tan agotados por todos los acontecimientos que habían vivido en los últimos días que ni siquiera conservaban fuerzas para protestar. Sólo les quedaba la resignación de haber hecho cuanto habían podido para cumplir con la misión que les habían encomendado sus gobiernos; además, que el Arca acabase en manos de la Iglesia Católica era un mal menor comparado con las catastróficas consecuencias que se hubiesen derivado de terminar ésta en poder de los egipcios o los israelíes.

Era curioso que tres religiones que surgieron y crecieron en la misma tierra, pero que siempre habían estado fatalmente enemistadas, deseasen tan fervientemente el mismo objeto, una reliquia de los tiempos más inciertos, de la época en la que nació el monoteísmo: la creencia en un ser divino tan poderoso que el hombre nunca podría siquiera entenderle. Sin embargo, eso no era motivo para que la humanidad no hubiese dejado de intentarlo desde entonces, de acercarse cada vez más a Dios hasta verlo cara a cara, de adueñarse de sus poderes, de usurpar su dominio sobre la naturaleza y su imperio sobre el firmamento, de imitarle en sus virtudes y defectos, que son los mismos que los nuestros. La idea de Dios no es más que el reflejo de los anhelos del hombre, por eso los seres humanos siempre han creado a los dioses según sus necesidades.

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