La reina de los condenados (17 page)

BOOK: La reina de los condenados
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—¿Más viejos que tú? Pero yo creía que eras el más viejo —había dicho Daniel. Hacía años que no hablaban de las
Confesiones de un Vampiro.
De hecho, nunca habían discutido en detalle el contenido de la obra.

—No, desde luego, no soy el más viejo —había contestado Armand. Parecía ligeramente inquieto—. Sólo el más viejo que podía encontrar Louis. Hay otros. No sé sus nombres; pocas veces he visto sus rostros. Pero, a veces, los siento. Se podría decir que nos sentimos mutuamente. Nos transmitimos nuestras señales, silenciosas y poderosas. «Mantente alejado de mí.»

A la noche siguiente le había dado a Daniel el relicario, el amuleto, tal como lo llamaba, para que lo llevase siempre encima. Primero lo había besado y luego lo había frotado con fuerza entre sus manos, como para calentarlo. ¡Qué extraño ser testigo de aquel ritual! Más extraño todavía ver el objeto en sí mismo, con la letra A grabada y, en el interior, el frasquito que contenía la sangre de Armand.

—Fíjate aquí, rompe el cierre si se te acercan. Rompe el frasco al instante. Y sentirán el poder que te protege. No osarán…

— ¡Ah!, dejarás que me maten. Lo sabes —había dicho Daniel obstinado—. Dame el poder para defenderme por mí mismo.

Pero había llevado el relicario consigo desde entonces. Bajo la lámpara, había examinado la A y los intrincados grabados que cubrían por entero el objeto hasta descubrir que eran diminutas figuras que parecían sufrir, algunas mutiladas, otras retorciéndose por la agonía, algunas muertas. Algo realmente horripilante. Había dejado caer la cadena en el interior de la camisa, y notó la frialdad contra su pecho desnudo, pero al menos así quedó fuera del alcance de la vista.

No obstante, Daniel no vería nunca ni percibiría la presencia de otro ser sobrenatural. Recordó a Louis como si hubiera sido una alucinación, algún producto de la fiebre. Armand era el único oráculo de Daniel, su despiadado y amoroso dios demoníaco.

Su amargura se incrementaba más y más. La vida con Armand lo encendía, lo enloquecía. Hacía años que Daniel no tenía un pensamiento para su familia, para los amigos que solía frecuentar. Enviaba cheques a sus parientes, de esto se aseguraba, pero ya sólo eran nombres de una lista.

—Nunca morirás, y sin embargo me miras y miras cómo muero; noche tras noche miras cómo muero.

Horribles luchas, terribles luchas; al final, Armand destrozado, con los ojos vidriosos de cólera contenida; luego llorando dulcemente pero sin control, como si hubiera redescubierto una emoción que amenazaba con partirle el corazón.

—No lo haré, no puedo hacerlo. Pídeme que te mate, será mucho más fácil. ¿No te das cuenta? No sabes lo que pides. Siempre es un tremendo error. ¿No comprendes que cada uno de nosotros lo abandonaría todo por tener vida humana?

—¿Abandonar la inmortalidad, sólo para vivir una vida? No te creo. Es la primera vez que me dices una mentira tan flagrante.

—¡Cómo te atreves!

—No me pegues que podrías matarme. Eres muy fuerte.

—Lo abandonaría todo. Si no me acobardara cuando pienso detenidamente en la muerte; si, después de quinientos codiciosos años en este torbellino, no continuara aterrorizado, aterrorizado hasta la médula de los huesos, ante la muerte.

—No, no lo harías. El miedo no tiene nada que ver con ello. Imagínate una vida en la época en que naciste. Y perder todo esto. El futuro en el cual has conocido poderes y lujos con que nunca podría soñar Genghis Khan. Pero olvida los milagros técnicos. ¿Te decidirías por desoír el destino del mundo? ¡Ah!, no me digas que lo harías.

Nunca se llegaba a nada definitivo con sólo palabras. Se acababa con el abrazo, con el beso, con la sangre aguijoneándolo, con la mortaja de los sueños envolviéndolo como una gran red…, con el hambre. «¡Te quiero! ¡Dame más! Sí, más» Pero nunca bastaba.

Era inútil.

¿Cuál había sido el producto de aquellas transfusiones en su cuerpo y en su alma? ¿Le habían hecho ver la caída de la hoja con mayor detalle? ¡Armand no se lo iba a dar!

Armand vería a Daniel partir una y otra vez, y errar por los terrores de la vida cotidiana, sufriría este riesgo mejor que el otro. No había nada que Daniel pudiera hacer, nada que pudiera dar.

Y empezó su viaje errabundo, su fuga continua, pero Armand no lo siguió. Armand esperaría cada vez, hasta que Daniel le pidiese que lo hiciera regresar. O hasta que Daniel estuviera más allá de toda llamada, hasta que Daniel estuviese en el mismo borde de la muerte. Y entonces, sólo entonces, Armand enviaría a por él.

La lluvia azotaba las anchas aceras de Michigan Avenue. La librería estaba vacía, las luces se habían apagado. En algún lugar, un reloj dio las nueve. Daniel estaba apoyado en el cristal del escaparate, observando el flujo de vehículos que pasaba ante él. Ningún lugar adonde ir. Bebería las gotitas de sangre del interior del relicario. ¿Por qué no?

Y Lestat en California, merodeando, quizás en aquel mismo momento, al acecho de una nueva víctima. Ya estaban preparando el local para el concierto. Hombres mortales montando luces, micrófonos, tribunas, ignorantes de que los códigos secretos estaban dados, ignorantes del siniestro público que se escondería entre la gran masa humana indiferente y, por supuesto, histérica. ¡Ah!, quizá Daniel había cometido un terrible error de cálculo. ¡Quizás Armand estaría allí aquella noche!

Al principio parecía imposible, luego se evidenciaba cierto. ¿Por qué Daniel no se había dado cuenta antes?

¡Seguro que Armand iría! Si había alguna verdad en todo lo que Lestat había escrito, Armand iría para estimar, para ser testimonio, para buscar quizás a los que había perdido a lo largo de los siglos y que ahora Lestat arrastraba en la misma llamada.

¿Y qué importaría entonces un amante mortal, un humano que no había sido más que un juguete durante una década? No, Armand se había ido sin él. Y esta vez no acudiría a rescatarlo.

Se sentía frío y pequeño esperando allí. Se sentía miserablemente solo. No importaba. Sus premoniciones, el sueño de las gemelas que se abatía sobre él y luego lo abandonaba dejándolo lleno de presagios… Esas eran cosas que pasaban junto a él como grandes alas negras. Se notaba su viento indiferente barriendo la calle. Armand se había dirigido, sin Daniel, hacia un destino que éste nunca comprendería del todo.

Lo llenaba de horror, de tristeza. Las puertas cerradas. La ansiedad sublevada por el sueño, mezclada con un monótono pavor vertiginoso. Había llegado al final del camino. ¿Qué haría? Con gran fatiga, se imaginaba la Isla de la Noche cerrada para él. Veía la Villa tras sus muros blancos, encumbrada, dominando la playa, imposible de alcanzar. Imaginaba su pasado desaparecido, junto con su futuro. La muerte era la razón de ser del presente inmediato: definitivamente, no existe nada más.

Anduvo algunos pasos más. Tenía las manos entumecidas. La lluvia había empapado su camisa ya sudada y quería tenderse en la misma calzada y dejar que las gemelas regresaran. Las frases de Lestat atravesaban veloces su cabeza. Llamaba Rito Oscuro al momento de renacer; llamaba Jardín Salvaje al mundo que podía acoger a unos monstruos tan exquisitos, ¡ah, sí!

«Pero déjame ser un amante en el Jardín Salvaje, contigo, y la luz de la vida que se apaga tornará con gran estallido de gloria. Saldré de la carne mortal y entraré en la eternidad. Seré uno de los tuyos.»

Mareado. ¿Había caído? Alguien hablando con él, alguien preguntándole si estaba bien. No, desde luego que no. ¿Por qué habría de estarlo?

Pero una mano se posó en su hombro.

«Daniel.»

Levantó la vista. Armand estaba en la acera.

Al principio no lo creía, tanta era la desesperación con que lo deseaba, pero no podía negar lo que veía. Armand estaba allí. Lo escrutaba en silencio desde la quietud extraterrena que parecía arrastrar consigo, su rostro ruborizado bajo el más leve tinte de palidez antinatural. Qué normal parecía, si la belleza ha sido alguna vez normal. Pero qué extrañamente aislado de las cosas materiales que lo envolvían, la gabardina blanca arrugada y los pantalones. Tras él, el gran volumen gris del Rolls esperaba, como una visión superpuesta, con unas gotas de lluvia que hormigueaban en su techo plateado.

«Vamos, Daniel. Me lo has puesto muy difícil esta vez, muy difícil.»

¿Por qué la orden apremiante cuando la mano que había tirado de él era tan fuerte? Era algo muy extraño ver a Armand colérico. ¡Ah, cuánto amaba Daniel aquella cólera! Sus rodillas cedieron bajo su peso y sintió que lo levantaban. Luego el suavísimo terciopelo del asiento trasero del coche se extendió bajo él. Cayó de manos y cerró los ojos.

Pero Armand lo incorporó con mucha delicadeza, y lo sostuvo. El coche se columpiaba suavemente mientras avanzaba. Qué bueno era dormir en brazos de Armand. Tenía mucho que contar a Armand, mucho acerca del sueño, del libro.

—¿Crees que no lo sé? —susurró Armand. Un extraño fulgor en los ojos, ¿qué era? Algo puro y tierno en la manera de mirar de Armand, desnudo de toda compostura. Levantó un vaso medio lleno de brandy y lo puso en la mano de Daniel.

—Y huyes de mí —dijo—, de Estocolmo, de Edimburgo, de París. ¿Qué crees que soy para que pueda seguirte a tanta velocidad y por tantos caminos? Y el peligro…

Labios contra el rostro de Daniel, de repente, «ah, esto está mejor, me gusta besar. Y acurrucarme en cosas muertas, sí, abrázame.» Enterró su rostro en el cuello de Armand. «Tu sangre.»

—Todavía no, querido —Armand lo apartó de sí, aplicando sus dedos en los labios de Daniel. Una sensación tan poco común con aquella voz baja y controlada—. Escucha lo que te voy a decir. Por todo el mundo, nuestra especie está siendo destruida.

Destruida.
Un calambre de pánico recorrió su cuerpo, tan intensamente que se puso alerta a pesar de toda su fatiga. Intentó fijar la vista en Armand, pero volvió a ver a las gemelas pelirrojas, los soldados, el cuerpo calcinado de la madre, echado en las cenizas. Pero el significado, la continuidad… «¿Por qué?»

—No puedo decírtelo —dijo Armand. Y se refería al sueño de que hablaba, porque también él había tenido el sueño. Llevó el brandy a los labios de Daniel.

Oh, muy cálido, sí. Si no se agarraba fuerte, resbalaría hacia la inconsciencia. Ahora corrían en silencio por la autopista, fuera de Chicago; la lluvia inundaba los cristales, cerrados en aquel pequeño lugar acogedor, recubierto de terciopelo. ¡Ah, qué lluvia plateada más encantadora! Y Armand se había vuelto, distraído, como si escuchara alguna música lejana, con la boca semiabierta, paralizada a punto de decir algo.

«Estoy contigo, a salvo contigo.»

—No, Daniel; a salvo no —respondió él—. Quizá ni por una noche, quizá ni por una hora.

Daniel intentó pensar, formular una pregunta, pero estaba demasiado débil, demasiado adormecido. El coche era tan cómodo, el movimiento tan relajante. Y las gemelas. ¡Las bellas gemelas pelirrojas querían entrar ahora! Sus ojos se cerraron por un fracción de segundo y se hundió en el hombro de Armand; sintió la mano de Armand en su espalda.

Oyó la voz de Armand, muy lejana:

—¿Qué hago contigo, querido mío? Especialmente ahora, cuando yo mismo estoy tan asustado.

Oscuridad de nuevo. Se concentró en el sabor del brandy en su boca, al contacto de la mano de Armand, pero ya estaba soñando.

Las gemelas andaban por el desierto; el sol estaba alto y quemaba sus blancos brazos, sus rostros. Tenían los labios hinchados y agrietados por la sed. Sus ropas estaban manchadas de sangre.

—Haced que llueva —susurró en voz alta Daniel—. Podéis hacerlo, haced que llueva. —Una de las gemelas cae de rodillas; su hermana se arrodilla junto a ella y la abraza. Pelo rojo contra pelo rojo.

En algún lugar lejano oyó de nuevo la voz de Armand. Armand decía que estaban demasiado adentro del desierto. Que ni siquiera los espíritus podían hacer llover en un lugar como aquél.

Pero, ¿por qué? ¿No lo podían todo los espíritus?

Sintió que Armand lo besaba otra vez suavemente.

Las gemelas habían entrado ahora en un paso bajo entre montañas. Pero no había sombra porque el sol estaba directamente en su vertical, y las paredes rocosas eran demasiado traicioneras para que ellas las pudieran escalar. Continúan andando. ¿No puede ayudarlas nadie? Ahora tropiezan y caen cada pocos pasos. Las rocas parecen demasiado calientes para tocarlas. Por fin, una cae de bruces en la arena; la otra se tiende encima de ella, protegiéndola con su pelo.

Oh, sólo con que llegara la noche, con sus vientos refrescantes…

De pronto, la gemela que protege a su hermana mira hacia arriba. Movimiento en los peñascos. Quietud de nuevo. Una roca cae, ecos con un claro sonido de algo que se arrastra. Y luego Daniel ve unos hombres moviéndose arriba de los precipicios, gente del desierto con la misma apariencia de miles de años atrás, con su piel oscura y sus pesadas ropas blancas.

Juntas, las gemelas se hincan de rodillas al ver que los hombres se les acercan. Los hombres les ofrecen agua. Vierten agua fresca encima de las gemelas. De súbito, las gemelas se ponen a hablar y a reír histéricamente, tan grande es su alivio; pero los hombres no comprenden. Entonces hacen aquellos gestos muy elocuentes: una gemela señala el vientre de su hermana y cruza los brazos haciendo el signo universal de mecer a un bebé. Ah, sí. Los hombres levantan a la mujer embarazada. Y juntos se dirigen hacia el oasis, alrededor del cual se hallan sus tiendas.

Finalmente, junto a la luz de la hoguera al exterior de la tienda, las gemelas se duermen, a salvo, entre el pueblo del desierto, los beduinos. ¿Sería posible que los beduinos existieran ya tan antiguamente, que su historia se remontara a miles y miles de años? Al alba, una de las gemelas se levanta, la que no lleva al hijo. Mientras su hermana se queda observándola, ella se dirige a los olivos del borde del oasis y levanta los brazos. Al principio parece que sólo da la bienvenida al sol. Otros ya han despertado y se reúnen para ver. Luego se levanta un viento suave que balancea las ramas de los olivos. Y la lluvia, la dulce y ligera lluvia, empieza a caer.

Abrió los ojos. Estaba en el avión.

Reconoció la pequeña habitación de inmediato por las paredes de plástico blanco y la relajadora cualidad de la difusa luz amarilla. Todo sintético, compacto y reluciente como los grandes huesos de las costillas de las criaturas prehistóricas. ¿Se ha completado ya el círculo? La tecnología ha recreado la cavidad del interior del vientre de la ballena donde estuvo Jonás.

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