La reina de los condenados (21 page)

BOOK: La reina de los condenados
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Cosas sin sentido, por supuesto, pero que le proporcionaban cierto consuelo. Al fin y al cabo, todos eran bebedores de sangre, seres que hablaban amablemente, que amaban la poesía, pero que sin cesar mataban a mortales.

Compraba tebeos de vampiros y recortaba ilustraciones de bellísimos caballeros bebedores de sangre, parecidos a El Vampiro Lestat. Quizá debiera probarse él también aquella vestimenta encantadora; otra vez, sería un consuelo. Le haría sentir que era parte de algo, incluso si ese algo no existía realmente.

En Londres, pasada la medianoche, en una tienda ya cerrada y con sus luces apagadas, encontró sus ropas de vampiro. Chaqueta y pantalones, zapatos de charol negro, una camisa tan rígida como un papiro y una corbata blanca de seda. Y, ¡oh!, la capa de terciopelo negro, esplendorosa, con el forro de satén blanco; le colgaba hasta el suelo.

Dio vueltas majestuosas ante los espejos. ¡Cómo lo habría envidiado El Vampiro Lestat! Y pensar que él, Khayman, no era un impostor humano, sino real… Se cepilló por primera vez su espeso pelo negro. Encontró perfumes y ungüentos en envases de cristal y se ungió adecuadamente como para una grandiosa velada. Encontró anillos y gemelos de oro.

Ahora era bello, como había sido en otro tiempo con otros atavíos. Inmediatamente, en las calles de Londres, la gente lo adoró. Había hecho lo más acertado. Lo seguían mientras paseaba sonriendo y saludando con la cabeza de tanto en tanto, y guiñando el ojo. Incluso cuando mataba era mejor. La víctima se quedaba mirándolo como si estuviera ante una visión, como si comprendiera. El se inclinaba, como hacía El Vampiro Lestat cuando aparecía cantando por televisión, y bebía, con suavidad primero, de la garganta de la víctima; y luego la degollaba.

Naturalmente, todo era una broma. Había algo pavorosamente trivial en ello. No tenía nada que ver con un bebedor de sangre, aquello era el secreto oscuro, no tenía nada que ver con las cosas borrosas que recordaba a medias y de vez en cuando, y que apartaba de su mente. Sin embargo, por el momento, era divertido ser «alguien» y «algo».

Sí, el momento, el momento era espléndido. Y el momento era lo único que tenía. Después de todo, también olvidaría aquella época, ¿no? Aquellas noches con sus exquisitos detalles se desvanecerían, y en un futuro, más complicado y exigente, volvería a estar libre, recordando sólo su nombre.

Finalmente, regresó a casa, a Atenas.

Con un cabo de vela erraba de noche por el museo, inspeccionando las antiguas tumbas con las figuras esculpidas que le arrancaban lágrimas. La mujer muerta sentada (los muertos, casi siempre están sentados) extiende las manos para coger al hijo que ha dejado atrás, en los brazos de su esposo. Le vienen a la memoria nombres, como si murciélagos le susurraran al oído. «Ve a Egipto: recordarás.» Pero no irá. Demasiado pronto para la locura y el olvido. A salvo, en Atenas, rodando por el cementerio bajo la Acrópolis, de la cual se habían llevado todas las lápidas; no importa el tráfico que pasa rugiendo junto a él; la tierra allí es bella. Y continúa perteneciendo a los muertos.

Compró un guardarropa de vestidos de vampiro. Incluso compró un ataúd, pero no le gustó meterse dentro. Por un motivo: aquel ataúd no tenía forma de persona, no tenía el rostro dibujado ni escritos para guiar el alma del muerto. No era adecuado. Se parecía más a un gran cofre joyero, según lo veía él. Pero, sin embargo, siendo un vampiro, pensó que debería tenerlo y que sería divertido. A los mortales que iban a su piso les encantaba el ataúd. Les servía vino del color de sangre en copas de cristal. Les recitaba «La canción del viejo marinero» o les cantaba canciones en extrañas lenguas, que ellos amaban. A veces les leía sus propios poemas. ¡Qué mortales más bonachones! Y el ataúd les servía para sentarse en un piso en el que apenas si había algún otro sitio para sentarse.

Pero, gradualmente, las canciones del cantante americano de rock, El Vampiro Lestat, habían empezado a turbarlo. Ya no eran divertidas. Ni lo eran las viejas e ingenuas películas. El Vampiro Lestat lo preocupaba realmente. ¿Qué bebedor de sangre soñaría con actos de pureza y de valor? Un tono muy trágico en las canciones.

Bebedor de sangre… A veces, cuando despertaba, solo, en el suelo de un caluroso piso sin ventilación, con la última luz del día desvaneciéndose a través de las cortinas de las ventanas, sentía que un pesado sueño lo abandonaba, un sueño en que criaturas suspiraban y gemían de dolor. ¿Había estado siguiendo el rastro de dos bellas mujeres pelirrojas que sufrían una injusticia indecible (bellezas gemelas a quienes tendía la mano una y otra vez), por un paisaje nocturno de espanto? Después de que le cortaran la lengua, la mujer pelirroja del sueño la arrebataba de los soldados y se la comía. Su valor los había dejado estupefactos…

«¡Ah, no mires esas cosas!»

Le dolía el rostro, como si también hubiera estado llorando o sintiendo una angustia indecible. Dejó que su cuerpo se relajara poco a poco. Mira la lámpara. Las flores amarillas. Nada. Sólo Atenas con sus millares y millares de edificios semejantes, de paredes estucadas, y el gran y derruido templo de Atenas en la colina, surgiendo por encima de todo a pesar del aire nublado de humo. Caída de la noche. El divino bullicio: millares de personas en sus ropas grises de trabajo se lanzaban por escaleras mecánicas hacia los trenes subterráneos. La plaza Sintagma se llenaba de perezosos bebedores de vino, sufriendo bajo el calor del incipiente anochecer. Y los pequeños kioscos vendiendo revistas y periódicos de todos los países.

No escuchó nada más de la música de El Vampiro Lestat. Dejó de acudir a los salones de baile americanos donde la tocaban. Se alejó de los estudiantes que llevaban pequeños radiocasetes colgados de sus cinturones.

Luego, una noche, en el centro de la Plaka, con sus luces deslumbrantes y sus ruidosas tabernas, vio a otros bebedores de sangre apresurándose a través del gentío. Su corazón se paró. Soledad y miedo lo dominaron. No pudo moverse ni hablar. Luego les siguió el rastro por las calles empinadas, entrando y saliendo de una sala de baile a otra, donde las músicas eléctricas sonaban a todo volumen. Los estudió con detenimiento mientras pasaban raudos por entre la masa de turistas, ignorantes de la presencia de él.

Dos varones y una hembra con ropas ligeras de seda negra, los pies de la mujer aprisionados dolorosamente en zapatos de tacón altísimo. Gafas reflectantes cubrían sus ojos; se hablaban en susurros y estallaban en súbitas carcajadas estridentes; sobrecargados de joyas y de perfume, ostentaban su piel y pelo lustrosos y sobrenaturales.

Pero, aparte de estas cuestiones superficiales, eran muy diferentes a él. Para empezar, no eran nada duros ni blancos. En realidad, estaban hechos de tanto tejido humano que aún eran cuerpos animados. Engañosamente rosados y débiles. ¡Y cómo necesitaban la sangre de sus víctimas! ¡Si en aquel preciso momento estaban sufriendo una agonía de sed terrible! Y seguramente éste era su destino nocturno. Porque la sangre tenía que trabajar sin descanso en todo el blando tejido humano. Trabajaba no solamente para animar el tejido, sino para convertirlo poco a poco en algo diferente.

Por lo que se refería a él, estaba hecho de este algo diferente. Ya no le quedaba nada de blando tejido humano. Aunque anhelaba la sangre, ya no la necesitaba para su conversión. Más bien (se percató de pronto) la sangre se limitaba a refrescarlo, incrementaba sus poderes telepáticos, su capacidad de volar o de viajar fuera de su cuerpo, o su prodigiosa fuerza. ¡Ah, él comprendía! Para el innombrable poder que trabajaba en el interior de todos, él era ahora un anfitrión casi perfecto.

Sí, de eso se trataba. Ellos eran más jóvenes, y eso era todo. No habían hecho más que empezar su viaje hacia la auténtica inmortalidad vampírica. ¿No lo recordaba? Bien, en realidad no, pero lo sabía, sabía que eran neófitos, con no más de cien o doscientos años de camino. Aquella era una edad peligrosa, cuando a uno lo vuelve loco su estado, o los demás lo atrapan, lo encierran, lo queman, y cosas de ésas. No hay muchos que sobrevivan a esos años. Y para él, ¡cuánto tiempo hacía de la Primera Generación! ¡Tanto tiempo, que era casi inconcebible! Se detuvo junto a la pared pintada de un jardín, alargando la mano para reposarla en una rama nudosa, y dejó que las frescas y verdes hojas velludas tocaran su rostro. De repente, se sintió inundado de tristeza, tristeza más terrible que el miedo. Oyó gritar a alguien, no allí, sino en su cabeza. ¿Quién era? ¡Basta!

Bien, él no quería hacerles daño, a los tiernos niños. No; sólo quería conocerlos, abrazarlos. «¡Después de todo, somos de la misma familia, bebedores de sangre, vosotros y yo!»

Pero al acercárseles, al enviar su silencioso pero exuberante saludo, se volvieron y lo miraron con terror no disimulado. Huyeron. Bajaron una trama de callejuelas empinadas, alejándose de las luces de la Plaka y nada de lo que él dijera o hiciera los detendría.

Permaneció rígido y silencioso, sintiendo un dolor agudo como no había sentido nunca antes. Después ocurrió algo singular y terrible. Fue tras ellos hasta que los divisó de nuevo. Se enfureció, se enfureció de veras. «Malditos seáis. ¡Que sean castigados los que me hieren!» Y he aquí que notó una repentina sensación en la frente, un espasmo frío inmediatamente detrás del hueso. Y una energía pareció salir de él como una lengua invisible. En el acto la energía penetró al más rezagado del trío de fugitivos, a la mujer, y aquel cuerpo estalló en llamas.

Contempló aquello estupefacto. Y comprendió lo que había ocurrido. La había alcanzado con una fuerza aguda y dirigida. Y había encendido la sangre tan combustible que tenían en común, y en el acto el fuego se había extendido velozmente por el circuito de las venas. Había invadido la médula de los huesos y había provocado la explosión del cuerpo. En segundos, dejó de existir.

¡Por todos lo dioses! ¡Lo había hecho él! Apenado y aterrorizado, permaneció mirando aquellas ropas vacías, sin quemar, aunque ennegrecidas y manchadas de grasa. Sólo había quedado un poco de pelo en las piedras del pavimento, y ahora ardía soltando vetas de humo mientras él seguía mirando atónito.

Quizás había algún error. Pero no, sabía que él lo había hecho. Había percibido que lo hacía. ¡Y ella había tenido tanto miedo…!

Silencioso y aturdido, se dirigió a su casa. Sabía que nunca antes había usado aquel poder, ni siquiera había sido consciente de que lo tenía. ¿Le había llegado ahora, después de siglos de trabajo de la sangre, secando sus células, haciéndolas delgadas, blancas y fuertes como las celdas de un nido de abejas?

Solo, en su piso, con las velas encendidas y el incienso quemando para darle consuelo, se hizo otro corte con el cuchillo para ver brotar su sangre. Era espesa y caliente; formó un charco ante él, en la mesa, y relució en la luz de la lámpara como si estuviera viva. ¡Lo estaba!

En el espejo, observó con atención el oscuro esplendor que le había retornado después de tantas semanas de cazar y beber. Un débil matiz amarillo en sus mejillas, un rastro de rosa en sus labios. Pero, a pesar de ello, era como la piel abandonada de la serpiente, tendida en la roca: muerta, ligera y crispada, salvo por el constante bombeo de aquella sangre. Aquella vil sangre. Y su cerebro, ¡ah, su cerebro!, ¿qué apariencia tenía ahora? ¿Traslúcido como cristal y con la sangre circulando a través de sus diminutos compartimentos? Y, en el interior, vivía el poder con su invisible lengua, ¿no?

Salió de nuevo y probó aquella fuerza recién descubierta en los animales, en los gatos, por los cuales sentía un irrazonable aborrecimiento (aquellas viles criaturas), y en las ratas, que todos los hombres desdeñan. No era lo mismo. Mataba aquellas criaturas con un latigazo de energía de su invisible lengua, pero no se incendiaban. Lo más probable era que sus cerebros y sus corazones sufrieran algún tipo de ataque fatal, pero su sangre natural no era combustible. Y por eso no ardían.

Esto lo fascinó de un modo frío y desgarrador.

—¡Qué tema soy para un estudio! —susurró, con los ojos brillantes por algunas lágrimas inoportunas. Capas, corbatas blancas, películas de vampiros, ¡qué significaban para él!
¿Quién diablos era?
¿El bufón de los dioses, vagando por los caminos de momento a momento a través de la eternidad? Vio un gran póster sensacionalista de El Vampiro Lestat burlándose de él desde un escaparate de aparatos de vídeo; se volvió, y, con un latigazo de energía de su lengua, hizo añicos el cristal.

¡Ah, encantador, encantador! Dadme los bosques, las estrellas. Aquella noche fue a Delfos, ascendiendo en silencio desde la tierra a oscuras. Y descendió en la hierba húmeda y anduvo hacia donde una vez había estado la sede del oráculo, aquella casa de los dioses, ahora en ruinas.

Pero no se marcharía de Atenas. Debía encontrar a los otros dos bebedores de sangre y decirles que lo sentía, que nunca, nunca más, utilizaría su poder contra ellos. Tenían que hablar con él. Tenían que estar con él… ¡Sí!

A la noche siguiente, después de despertar, escuchó, intentando localizarlos. Y, una hora después, oyó que se levantaban de sus tumbas. Una casa en la Plaka era su guarida; la casa era una taberna ruidosa y llena de humo, cuya entrada daba a la calle. En sus sótanos dormían de día, comprendió, y subían cuando había oscurecido; y entonces contemplaban a los mortales de la taberna cantar y bailar. Lamia, la antigua voz griega para vampiro, era el nombre del establecimiento en el cual las guitarras eléctricas tocaban música griega tradicional y los jóvenes mortales bailaban entre ellos, meneando las caderas con todo el encanto seductor de las mujeres; mientras, el vino fluía por sus venas. En las paredes colgaban fotogramas de películas de vampiros (Bela Lugosi en el papel de Drácula, la pálida Gloria Holden en el de su hija) y pósteres del rubio y de ojos azules Vampiro Lestat.

Así pues, tenían sentido del humor, pensó afablemente. Pero, cuando se asomó al interior, la pareja de vampiros, aturdidos por la pena y el miedo, estaban sentados, juntos, mirando fijamente la puerta abierta. ¡Qué aspecto tan indefenso tenían!

Cuando lo vieron en el umbral, de espaldas a la claridad blanca de la calle, permanecieron absolutamente inmóviles. ¿Qué pensaron al ver su larga capa? ¿Un monstruo que surgía vivo de sus propios pósteres, para llevarles la destrucción cuando tan pocos en la tierra podían?

«Vengo en son de paz. Sólo deseo hablar con vosotros. Nada va a enfurecerme. Vengo en son de… amor.»

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