La reina de los condenados (18 page)

BOOK: La reina de los condenados
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Estaba tendido en la cama que no tenía cabecera ni pie, ni patas ni marco. Alguien le había lavado las manos y la cara. Estaba recién afeitado. ¡Ah!, le sentaba tan bien. Y el rugido de los motores era un inmenso silencio, el respirar de la ballena, deslizándose por el mar. Aquello hacía posible que viera las cosas de su alrededor con mucha claridad. Había una botella de bourbon; y quería bourbon, pero estaba demasiado agotado para moverse. Además algo no andaba bien, algo… Alargó el brazo, sintió su cuello. ¡El amuleto había desaparecido! Pero no importaba. Estaba con Armand.

Armand estaba sentado en una mesita junto al ojo-ventana de la ballena, con la pestaña de plástico echada del todo para abajo. Se había cortado el pelo. Y vestía ahora lana negra, lisa y fina, como el cadáver vestido de nuevo para el funeral; hasta los zapatos eran negros y relucientes. Siniestro todo. Ahora alguien habría de leer el Salmo veintitrés. Traed las ropas blancas.

—Estás muriendo —dijo Armand suavemente.


Y aunque cruce el lúgubre valle de la muerte,
etcétera —murmuró Daniel. Tenía la garganta tan seca… Y le dolía la cabeza. No importaba que dijera lo que en verdad pensaba. Todo había sido dicho tiempo atrás.

Armand volvió a expresarse, silenciosamente, un rayo láser trepanando el cerebro de Daniel:

«¿Debemos molestarnos por los detalles? Ahora no pesas más de sesenta y cinco kilos. El alcohol te está consumiendo y estás medio loco. En este mundo ya no hay casi nada que pueda hacerte feliz.»

—Excepto hablar contigo alguna que otra vez. Es tan fácil escuchar todo lo que dices…

«Si no volvieras a verme nunca más, las cosas sólo empeorarían. Si continúas como ahora, no vivirás otros cinco días.»

«Insoportable pensamiento, en verdad. Pero, si es así, ¿por qué he estado huyendo?»

No hubo respuesta.

Qué claro parecía todo. No sólo era el rugido de los motores, era el curioso movimiento del avión, una inacabable ondulación irregular, como si al aire estuviera lleno de baches, pendientes, obstáculos, y, de vez en cuando, una colina. La ballena lanzada a toda velocidad por la senda de la ballena, según la expresión de Beowulf.

El pelo de Armand estaba cepillado hacia un lado, con pulcritud. El reloj de oro en su muñeca, uno de los ejemplares de alta tecnología que tanto adoraba. Pensar en aquel objeto parpadeando sus dígitos durante el día, en el interior del ataúd. Y la americana negra, algo pasada de moda con sus solapas estrechas. El chaleco era de seda negra, o al menos lo parecía. Pero su rostro, ah, se había alimentado muy bien. Alimentado en abundancia.

«¿Recuerdas algo de lo que te dije antes?»

—Sí —dijo Daniel. Pero la verdad es que tenía dificultades para saber de qué se trataba. Luego lo recordó de repente—. Algo sobre destrucción por todas partes. Pero yo estoy muriendo. Ellos están muriendo, yo estoy muriendo. Tienen que ser inmortales antes de que suceda; yo soy meramente vivo. ¿Ves? Recuerdo. Me gustaría tomar un bourbon ahora.

«No hay nada que pueda hacer para lograr que desees vivir, ¿no es así?»

—¿Otra vez con lo mismo? No. Saltaré del avión si sigues.

«¿Me escucharás, pues? ¿Me escucharás de veras?»

—¿Cómo puedo impedirlo? No puedo huir de tu voz cuando quieres que escuche; es como un minúsculo micrófono en el interior de mi cabeza. ¿Qué es eso? ¿Lágrimas? ¿Vas a llorar por mí?

¡Durante un segundo pareció tan joven! ¡Qué parodia!

—Maldito seas, Daniel —dijo para que Daniel oyera las palabras en voz alta.

Un escalofrío atravesó a Daniel. Era horroroso verlo sufrir. Daniel no dijo nada.

—Lo que somos —dijo Armand—, no teníamos intención de serlo, y tú lo sabes. No tienes que leer el libro de Lestat para deducirlo. Cualquiera de nosotros podría haberte dicho que era una abominación, una fusión demoníaca.

—Entonces lo que Lestat escribió era verdad. —Un demonio que entró a los antiguos Madre y Padre egipcios. Bien, de cualquier forma, un espíritu. Por aquel entonces lo llamaban un espíritu maligno.

—No importa si es verdad o no. El principio ya no es importante. Lo que importa es el final, que puede estar a la vuelta de la esquina.

Intensa compresión de pánico, la atmósfera del sueño regresando, el estridente sonido de los gritos de las gemelas.

—Escúchame —dijo Armand lleno de paciencia, llamándolo de nuevo, retirándolo de las dos mujeres—. Lestat ha despertado a alguien o a algo…

—Akasha… Enkil.

—Tal vez. Quizá más de uno o dos. Nadie lo sabe con certeza. Hay un grito vago y repetido de peligro, pero nadie parece saber de dónde proviene. Sólo se sabe que estamos siendo perseguidos y aniquilados, las casas de las asambleas, los lugares de reunión, todo envuelto en llamas.

—He oído el grito de peligro —susurró Daniel—. A veces muy fuerte en medio de la noche y, en otros momentos, como un eco. —Vio de nuevo a las gemelas. Tenía que estar relacionado con las gemelas—. Pero, ¿cómo sabes esas cosas acerca de las casas de las asambleas, acerca de…?

—Daniel, no insistas. No queda mucho tiempo. Lo sé y basta. Los demás lo saben. Es como una corriente, circulando por los hilos de una gran telaraña.

—Sí. —Siempre que Daniel había probado la sangre vampírica, había vislumbrado por un instante la gran malla parpadeante de conocimiento, relaciones, visiones a medio entender. Así pues, era verdad. La red había comenzado con la Madre y el Padre…

—Años atrás —interrumpió Armand—, no me habría importado todo esto.

—¿Qué quieres decir?

—Pero no quiero que acabe ahora. No quiero continuar a menos que tú… —La expresión de su rostro cambió ligeramente. Una leve mirada de sorpresa—. No quiero que mueras.

Daniel no dijo nada.

Misteriosa la quietud del momento. Incluso el avión planeó con absoluta suavidad por encima de las corrientes. Armand allí sentado, tan reservado, tan paciente, pero las palabras desmentían la lisa calma de su voz.

—No tengo miedo porque tú estás aquí —dijo Daniel de súbito.

—Entonces eres un tonto. Pero te voy a contar otro misterio de la cosa.

—¿Si?

—Lestat sigue existiendo. Continúa con sus planes. Y los que se han unido a él no han sufrido ningún daño.

—Pero, ¿cómo lo sabes con tanta seguridad?

Breve risita aterciopelada.

—Hete aquí otra vez. Tan irrefrenablemente humano. O bien me sobrestimas o bien me subestimas. Pocas veces das en el blanco.

—Trabajo con herramientas limitadas. Las células de mi cuerpo están sujetas a desgaste, a un proceso llamado envejecimiento y…

—Están reunidos en San Francisco. Atestan los cuartos traseros de una taberna llamada La Hija de Drácula. Quizá lo sepa porque otros lo saben: una mente poderosa recoge imágenes de otra y, queriendo o sin querer, las transmite a otros. A lo mejor un testimonio telegrafía la imagen a muchos. No puedo decirlo. Pensamientos, sentimientos, voces, están ahí. Viajando por la telaraña, por los hilos. Unos son claros; otros, difusos. Alguna que otra vez el aviso pasa por encima de todo.
Peligro.
Es como si nuestro mundo quedara silencioso por un instante. Luego las voces se alzan de nuevo.

—¿Y Lestat? ¿Dónde está Lestat?

—Ha sido visto, pero sólo fugazmente. No pueden seguirlo hasta su guarida. Es demasiado inteligente para dejar que eso ocurra. Pero se burla de ellos. Corre a toda velocidad con su Porsche negro por las calles de San Francisco. Puede que no sepa todo lo que ha ocurrido.

—Explícate.

—El poder de comunicar varía. Escuchar los pensamientos de los demás significa a menudo ser oído por los demás. Lestat está ocultando su presencia. Puede que su mente esté completamente aislada.

—¿Y las gemelas? Las dos mujeres del sueño, ¿quiénes son?

—No lo sé. No todos hemos tenido esos sueños. Pero muchos saben cosas de ellas, y todos parecen temerlas, parecen compartir la convicción de que, de algún modo, Lestat tiene la culpa. De todo lo que ha ocurrido, Lestat tiene la culpa.

—Un auténtico diablo entre diablos —rió Daniel.

Con un sutil asentimiento, Armand reconoció la pequeña broma. Llegó a sonreír.

Quietud. Rugido de motores.

—¿Comprendes lo que te estoy diciendo? Ha habido ataques a nuestra especie en todas partes excepto allí.

—Donde está Lestat.

—Exactamente. Pero el destructor se mueve sin rumbo fijo. Y parece que tiene que estar cerca de lo que quiere destruir. Puede que esté esperando al concierto para acabar con lo que ha empezado.

—No puede herirte. Ya lo habría…

Risa breve, burlona, apenas audible. ¿Una risa telepática?

—Tu fe en mí siempre me conmueve, pero de momento no seas uno de mis acólitos. La cosa no es omnipotente. No puede desplazarse a velocidad infinita. Tienes que comprender la decisión que he tomado. Vamos a ir donde está Lestat porque no hay otro lugar seguro. Lo destructor ha encontrado proscritos en sitios remotísimos y los ha quemado hasta dejar sólo las cenizas.

—Y también porque quieres estar con Lestat.

Sin respuesta.

—Sabes que es así. Quieres verlo. Quieres estar allí por si te necesita. Si va a tener lugar una batalla…

Sin respuesta.

—Y si Lestat lo ha provocado, a lo mejor puede detenerlo.

Pero Armand siguió sin responder. Parecía estar confundido.

—Es más simple que eso —dijo finalmente—. Debo ir.

El avión parecía suspendido en una espuma de ruido. Daniel contemplaba adormecido el techo, la luz que se movía.

«Ver a Lestat, al fin.» Pensó en la vieja casa de Lestat en Nueva Orleans. En el reloj de oro que recogió del suelo polvoriento. Y ahora estaba de vuelta a San Francisco, de vuelta al principio, de vuelta a Lestat. Dios, un bourbon, por favor. ¿Por qué Armand no se lo quería dar? Se sentía tan débil… Irían al concierto, vería a Lestat…

Pero entonces la sensación de miedo retornó de nuevo, haciéndose más profunda, el miedo que inspiraban los sueños.

—No dejes que vuelva a tener otro —susurró de pronto.

Creyó haber oído decir sí a Armand.

Junto a la cama, Armand se levantó de un salto. Su sombra cayó sobre Daniel. El vientre de la ballena pareció más pequeño, pareció no ir más allá de la claridad que rodeaba a Armand.

—Mírame, querido —dijo.

Oscuridad. Y luego las altas rejas de hierro abriéndose, y la luna inundando de luz el jardín. «¿Qué es este lugar?»

¡Oh, Italia! Tenía que serlo, con su brisa cálida, afable, acogedora y con el claro de luna llena brillando en la gran extensión de árboles y flores, y, más allá, la Villa de los Misterios en el mismo límite de la antigua Pompeya.

—Pero ¿cómo hemos llegado aquí? —Se volvió hacia Armand, que se hallaba junto a él, vestido en un extraño y anticuado traje de terciopelo. Por un momento no pudo sino mirar fijamente a Armand, a su negra capa de terciopelo, a sus polainas y a su largo y ondulado pelo castaño.

—En realidad, no estamos aquí —dijo Armand—. Sabes que no estamos aquí. —Se volvió y echó a andar por el jardín, hacia la Villa; sus talones no producían más que un leve sonido al pisar las grises piedras gastadas.

¡Pero era real! Las antiguas y desmoronadas paredes de ladrillo, y las flores en sus largos parterres y el mismo camino con las huellas frescas de Armand! ¡Y las estrellas en el cielo, las estrellas! Se dio la vuelta, alargó la mano hacia el limonero y arrancó una sola y fragante hoja.

Armand se volvió, y extendió el brazo para coger el de Daniel. El perfume de tierra removida recientemente se levantó de los lechos de flores. «Ah, podría morir aquí.»

—Sí —dijo Armand—, podrías. Y morirás. ¿Sabes?, no lo he hecho nunca; te lo dije, pero no me creíste. Y Lestat te lo dijo en su libro. Nunca lo hice. ¿Le crees a él?

—Por supuesto que te creí. La promesa que hiciste, todo lo que explicaste. Pero Armand (y ésta es mi pregunta): ¿A quién hiciste la promesa?

Risa.

Sus voces flotaban por el jardín. Las rosas y los crisantemos, ¡qué enormes eran! Y la luz se derramaba de las puertas de la Villa de los Misterios. ¿Tocaban música? Y el lugar entero, las ruinas, estaba iluminado con gran resplandor bajo el azul incandescente del cielo nocturno.

—Así pues, quieres que rompa mi promesa. Quieres tener lo que piensas que deseas. Pero fíjate bien en este jardín, porque, una vez lo hayas hecho, nunca volverás a leer mis pensamientos ni a ver mis visiones. Un velo de silencio caerá entre nosotros.

—Pero seremos hermanos, ¿no te das cuenta? —observó Daniel.

Armand estaba tan cerca de él que casi se estaban besando. Las flores se aplastaban contra ellos, enormes dalias amarillas adormecidas y gladiolos blancos, un perfume tan embriagador… Se habían detenido bajo un árbol moribundo en donde la glicina crecía silvestre. Sus delicadas flores temblaban en racimos, sus inmensos brazos retorcidos, blancos como marfil. Y más allá, voces que surgían de la Villa. ¿Había gente cantando?

—Pero, ¿dónde estamos en realidad? —preguntó Daniel—. ¡Dímelo!

—Te lo dije. Sólo se trata de un sueño. Pero si quieres un nombre, llamémoslo la puerta de la vida y de la muerte. Te haré cruzar esta puerta. ¿Y por qué? Porque soy un cobarde. Y te quiero demasiado para dejar que te vayas.

Daniel sintió una alegría inmensa, un inmenso triunfo, frío y encantador. Así pues, el momento era suyo, y ya no estaba perdido en la vertiginosa caída libre del tiempo. Ya no pertenecía a la masa de millones hacinados que dormían en la tierra odorífera y malsana, bajo las flores rotas y marchitas, sin nombre ni conocimiento, toda visión perdida.

—No te prometo nada. ¿Cómo podría? Ya te conté lo que te aguarda.

—No me importa. Marcharé contigo.

Los ojos de Armand estaban enrojecidos, cansados, viejos. ¡Qué ropas más delicadas eran, cosidas a mano! Polvorientas, como las ropas de un fantasma. ¿Eran las que la mente conjuraba sin esfuerzo cuando uno quería ser sólo uno mismo?

—¡No llores! No es juego limpio —dijo Daniel—. Es mi renacimiento. ¿Cómo puedes llorar? ¿No sabes lo que significa? ¿Es posible que nunca lo sepas? —Levantó la vista para contemplar el vasto paisaje, la distante Villa, la tierra ondulante, más elevada y más baja. Levantó más el rostro y los cielos lo asombraron. Nunca había visto tantas estrellas.

Bien, pues parecía que el mismo cielo subiera y subiera eternamente, con las estrellas tan pictóricas y tan brillantes que las constelaciones estaban casi perdidas por completo. Sin modelos. Sin significado. Sólo la magnífica victoria de la energía y materia puras. Pero entonces vio las Pléyades (la constelación que las fatales gemelas del sueño adoraban) y sonrió. Vio a las gemelas juntas en la cima de una montaña, y eran felices. ¡Le alegraba tanto!

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