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Authors: Greg Bear

La radio de Darwin (37 page)

BOOK: La radio de Darwin
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Kaye le apretó la mano con fuerza.

—Es tan difícil —dijo.

—Quiero ayudar, pero mi familia lo está pasando muy mal. Mi marido se está volviendo loco, Kaye. Podrían llevar todo este asunto mucho mejor. —Miró por la ventana, sujetando la mano de Kaye con fuerza, y comenzó a balancearla con suavidad adelante y atrás, como si escuchase una melodía interna—. Ha tenido tiempo para pensar. Dígame, ¿qué está sucediendo?

Kaye fijó su mirada en la de la señora Hamilton e intentó pensar en algo qué contestar.

—Todavía estamos intentando averiguarlo —dijo finalmente—. Es una prueba.

—¿De Dios? —preguntó la señora Hamilton.

—De nuestro interior —contestó Kaye.

—Si lo envía Dios, entonces todos los pequeños Jesusitos van a morir excepto uno —dijo la señora Hamilton—. No tengo muchas probabilidades.

—Me odio a mí misma —dijo Kaye mientras Tighe la acompañaba al despacho de la doctora Lipton.

—¿Por qué? —preguntó Tighe.

—No estaba aquí.

—No puedes estar en todas partes.

Lipton se encontraba en una reunión, pero la interrumpió el tiempo necesario para hablar con Kaye. Se dirigieron a un despacho auxiliar, lleno de archivadores y con un ordenador.

—Le hicimos una exploración la noche pasada y comprobamos sus niveles hormonales. Estaba casi histérica. El aborto no fue muy doloroso, o nada en absoluto. Creo que quería que le doliese más. Tuvo el clásico feto de la Herodes.

Lipton sostuvo en alto una serie de fotografías.

—Si se trata de una enfermedad, es una enfermedad increíblemente organizada —comentó—. La seudoplacenta no es muy diferente de una placenta normal, excepto que es mucho más pequeña. Sin embargo, el saco amniótico es diferente—. Lipton señaló un proceso doblado a un lado del arrugado y encogido saco amniótico que había sido expulsado con la placenta—. No sé cómo lo llamaríais vosotros, pero parece una diminuta trompa de Falopio.

—¿Y las otras mujeres del estudio?

—Dos de ellas deberían abortar en unos días y las demás en las próximas dos semanas. He llamado a sacerdotes, un rabino, psiquiatras, incluso a sus amigos, siempre que se trate de mujeres. Las madres se sienten profundamente infelices. Eso no es ninguna sorpresa. Pero han accedido a continuar con el programa.

—¿Nada de contactos masculinos?

—Ningún hombre que haya pasado la pubertad —dijo Lipton—. Por orden de Mark Augustine, firmada conjuntamente por Frank Shawbeck. Algunas de las familias están hartas de este tratamiento. No las culpo.

—¿Hay alguna mujer rica entre ellas? —preguntó Kaye inexpresiva.

—No —dijo Lipton. Y sonrió sin ganas—. ¿Acaso lo dudaba?

—¿Está usted casada, doctora Lipton? —preguntó Kaye.

—Me divorcié hace seis meses. ¿Y usted?

—Soy viuda —contestó Kaye.

—Somos de las que tienen suerte, entonces —dijo Lipton.

Tighe señaló su reloj. Lipton miró de una a otra.

—Lamento estar entreteniéndolas —dijo la doctora, algo irritada—. Mi gente también está esperando.

Kaye alzó las fotografías de la seudoplacenta y del saco amniótico.

—¿Qué quiso decir cuando comentó que es una enfermedad terriblemente organizada?

Lipton se apoyó sobre un archivador.

—He tratado tumores, lesiones, bubas, verrugas y todos los pequeños horrores que las enfermedades pueden desarrollar en nuestros cuerpos. Hay una organización, eso seguro. Reajustes del flujo sanguíneo, alteraciones en las células. Puta avaricia. Pero este saco amniótico es un órgano altamente especializado, diferente a cualquier cosa que yo haya estudiado.

—¿No es producto de una enfermedad, en su opinión?

—No he dicho eso. Los resultados son alteraciones, dolor, sufrimiento y aborto. El bebé de México... —Lipton sacudió la cabeza—. No perderé el tiempo caracterizando esto como otra cosa. Se trata de una enfermedad nueva, una horriblemente inventiva, eso es todo.

46. Atlanta

Dicken subió la ligera pendiente desde el aparcamiento de Clifton Way, guiñando los ojos al mirar hacia el cielo despejado, con tan sólo unas cuantas nubes bajas. Esperaba que el aire fresco le despejase la cabeza.

Había regresado a Atlanta la noche anterior, había comprado una botella de Jack Daniels y se había encerrado en casa, bebiendo hasta las cuatro de la mañana. Caminando del salón al baño había tropezado con un montón de libros de texto, se había golpeado el hombro contra una pared y se había caído al suelo. Se había lastimado el hombro y la pierna, y sentía la espalda como si le hubieran pateado, pero podía caminar y estaba bastante seguro de que no era necesario que fuese al hospital.

Aún así, el brazo le colgaba medio doblado y tenía la cara color ceniza. Le dolía la cabeza debido al whisky. Le dolía el estómago por no haber desayunado. E internamente se sentía como una mierda, confuso y enfadado con todo, pero sobre todo, enfadado consigo mismo.

El recuerdo de la
jam session
intelectual en el zoo de San Diego le quemaba como un hierro al rojo. La presencia de Mitch Rafelson, un bala perdida que apenas hablaba, pero aún así parecía guiar la conversación, enfrentándose a sus alocadas teorías y a la vez espoleándoles; Kaye Lang, más encantadora de lo que la había visto nunca, casi radiante, con esa mirada de intrigada concentración y ningún maldito interés en Dicken más allá de lo profesional.

Rafelson le había aventajado claramente. Una vez más, después de haberse pasado toda su vida de adulto haciendo frente a lo peor que la Tierra podía arrojarle a un hombre, no era suficiente a los ojos de una mujer a la que pensaba que podría querer.

¿Y qué demonios importaba? ¿Qué importaba su ego masculino, su vida sexual, frente a la Herodes?

Dicken dio la vuelta a la esquina de Clifton Road y se detuvo, confuso durante unos segundos. El encargado del aparcamiento le había mencionado algo sobre piquetes, pero no le había insinuado las proporciones.

Los manifestantes ocupaban toda la calle desde la pequeña plazoleta y los árboles plantados frente a la entrada de ladrillo del Edificio 1 hasta las oficinas centrales de la Sociedad Americana contra el Cáncer y el Hotel Emory, al otro lado de Clifton Road. Algunos estaban de pie sobre los parterres de azaleas color púrpura; habían dejado un camino abierto para llegar hasta la entrada principal, pero bloqueaban el centro de visitantes y la cafetería. Había docenas de ellos sentados en torno a la columna que sostenía el busto de Higieia, con los ojos cerrados, meciéndose suavemente hacia los lados como si estuviesen rezando en silencio.

Dicken calculó que habría unos dos mil hombres, mujeres y niños, en vigilia, esperando que sucediese algo; la salvación o al menos la promesa de que el mundo no estaba a punto de acabar. Gran parte de las mujeres y bastantes hombres seguían llevando las máscaras, de color naranja o púrpura, que eliminaban todos los tipos de virus, incluido el SHEVA, según garantizaban al menos media docena de fabricantes oportunistas. Los organizadores de la vigilia —no se la denominaba manifestación— caminaban entre la gente con agua fresca y vasos de papel, folletos, consejos e instrucciones, pero los que celebraban la vigilia nunca hablaban.

Dicken caminó hasta la entrada del Edificio 1, a través de la multitud, sintiéndose atraído por ellos, a pesar de su sentido del peligro de la situación. Quería ver qué era lo que estaban pensando y sintiendo los soldados... la gente que se encontraba en el frente.

Había cámaras moviéndose despacio en torno o en medio de la multitud, o de forma más prudente por medio de los caminos libres, sostenían las cámaras a la altura de la cintura para captar primeros planos y luego las subían a los hombros para filmar el panorama, la escala.

—Dios. ¿Qué te ha sucedido? —le preguntó Jane Salter al cruzarse en el pasillo que conducía a su despacho. Llevaba una cartera y un montón de expedientes en carpetas verdes.

—Sólo un accidente —contestó Dicken—. Me caí. ¿Has visto lo que está pasando fuera?

—Lo he visto —dijo Salter—. Me da escalofríos. —Le siguió y se quedó en el marco de la puerta. Dicken la miró por encima del hombro, acercó el viejo sillón con ruedas y se sentó, con cara de niño decepcionado.

—¿Deprimido por lo de la señora C? —le preguntó Salter. Apartó un mechón de pelo oscuro con la esquina de una de las carpetas. El mechón volvió a caer hacia delante y esta vez no lo tuvo en cuenta.

—Supongo —dijo Dicken.

Salter se inclinó para posar la cartera, luego avanzó y dejó los expedientes sobre la mesa.

—Tom Scarry tiene el bebé —dijo—. Le hicieron la autopsia en Ciudad de México. Supongo que hicieron un trabajo minucioso. Volverá a hacerlo todo de nuevo, sólo para asegurarse.

—¿Lo has visto? —preguntó Dicken.

—Sólo un vídeo filmado mientras lo sacaban de la caja de hielo en el Edificio 15.

—¿Un monstruo?

—Básicamente —contestó Salter—. Un verdadero desastre.

—Por quién doblan las campanas —comentó Dicken.

—Nunca he entendido del todo tu postura en todo esto, Christopher —dijo Salter, apoyándose contra el marco de la puerta—. Pareces sorprendido de que se trate de una enfermedad verdaderamente desagradable. Sabíamos que iba a suceder algo así, ¿no?

Dicken sacudió la cabeza
.

—He perseguido enfermedades durante tanto tiempo... Esta parecía diferente.

—¿En qué?, ¿más amable?

—Jane, anoche me emborraché. Me caí en mi casa y me lastimé el hombro. Me encuentro fatal.

—¿Una borrachera? Eso suena más típico de problemas amorosos que de un error de diagnóstico.

Dicken hizo un gesto amargo.

—¿Adónde vas con todo eso? —preguntó, señalando con el índice izquierdo hacia el montón de expedientes.

—Estoy llevando algunas cosas al nuevo laboratorio de admisión. Tienen cuatro mesas más. Estamos reuniendo personal y procedimientos para establecer un funcionamiento de autopsias ininterrumpidas, condiciones L3. El doctor Sharp está al mando. Yo ayudo al grupo que se encarga del análisis epitelial y neuronal. Me ocuparé de mantener sus notas en orden.

—¿Me mantendrás informado? ¿Si encuentras algo?

—Ni siquiera sé por qué estás aquí, Christopher. Nos dejaste colgados cuando te fuiste con Augustine.

—Echo de menos el frente. Las noticias siempre se reciben primero aquí —suspiró—. Sigo siendo un cazador de virus, Jane. Volví para revisar algunos papeles. Para ver si había olvidado algo crucial.

Jane sonrió.

—Bueno, esta mañana me enteré de que la señora C tenía herpes genital. De alguna forma pasó al bebé en una fase temprana de su desarrollo. Estaba cubierto de lesiones.

Dicken alzó la vista, sorprendido.

—¿Herpes? No nos lo habían comentado.

—Te dije que era un desastre —le dijo Jane.

El herpes podía cambiar toda la interpretación de lo sucedido. ¿Cómo había contraído el bebé herpes genital mientras estaba en el útero? Normalmente el herpes pasaba de madre a hijo en el canal del parto.

Dicken estaba trastornado.

El doctor Denby pasó junto al despacho y sonrió ligeramente, luego volvió atrás y se asomó a la puerta abierta. Denby era un especialista en crecimiento bacteriano, menudo y calvo, con cara de querubín y una elegante camisa color ciruela acompañada de una corbata roja.

—¿Jane? ¿Sabías que han bloqueado la cafetería desde el exterior? Hola, Christopher.

—Ya me he enterado. Es impresionante —contestó Jane.

—Ahora están preparando otra cosa. ¿Queréis venir a echar un vistazo?

—No si se trata de algo violento —dijo Salter con un estremecimiento.

—Eso es lo más asombroso. ¡Es pacífico y absolutamente silencioso! Como un ensayo sin la banda.

Dicken les acompañó. Subieron por el ascensor y las escaleras hasta la parte delantera del edificio. Siguieron a otros empleados y doctores hasta la sala que estaba junto a la exposición pública de la historia del CCE. Fuera, la multitud estaba moviéndose de forma ordenada. Los cabecillas utilizaban megáfonos para gritar las órdenes.

Un guarda de seguridad estaba apostado con las manos en las caderas, observando a la multitud a través del cristal.

—Miren eso —dijo.

—¿Qué ocurre? —preguntó Jane.

—Están separándose, chicos y chicas. Segregándose —contestó, con mirada de perplejidad.

Las pancartas estaban estiradas para que se pudiesen ver perfectamente desde el vestíbulo y desde las docenas de cámaras situadas fuera. Una ráfaga de viento hizo ondear uno de ellas. Dicken leyó lo que ponía: HAZTE VOLUNTARIO. SEPÁRATE. SALVA A UN NIÑO.

En cuestión de minutos, la multitud se había separado ante sus líderes como el mar Rojo ante Moisés, las mujeres y los niños a un lado, los hombres al otro. Las mujeres parecían ferozmente decididas. Los hombres tenían aspecto sombrío y avergonzado.

—Dios —murmuró el guarda—. ¿Me están diciendo que deje a mi mujer?

Dicken se sintió como si le estuviesen partiendo en dos. Volvió a su despacho y llamó a Bethesda. Augustine todavía no había llegado. Kaye Lang estaba visitando la Clínica Magnuson.

La secretaria de Augustine le informó de que también había manifestantes en el campus del INS, varios miles.

—Pon la televisión —le dijo—. Están llevando a cabo manifestaciones por todo el país.

47. Instituto Nacional de la Salud, Bethesda

Augustine condujo rodeando el campus por Old Georgetown Road hasta Lincoln Street y entró en un aparcamiento provisional para empleados cerca del Centro del Equipo Especial. Al Equipo Especial le habían asignado un edificio nuevo, a petición de la directora de Salud Pública, hacía tan sólo dos semanas. Aparentemente, los manifestantes no conocían este cambio y se concentraban ante las antiguas oficinas centrales y ante el Edificio 10.

Augustine caminó con rapidez bajo el calorcillo del sol hasta la entrada de la planta baja del edificio. La policía del campus del INS y los guardas de seguridad privados recién contratados hacían guardia en el exterior del edificio, hablando en voz baja. Estaban vigilando a algunos grupos de manifestantes que se encontraban a unos centenares de metros de distancia.

—No se preocupe señor Augustine —le dijo el jefe de Seguridad del edificio mientras mostraba la identificación para atravesar la entrada principal—. La Guardia Nacional estará aquí esta tarde.

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