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Authors: Greg Bear

La radio de Darwin (41 page)

BOOK: La radio de Darwin
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—Me gustaría cocinar para ti alguna vez —dijo Mitch—. Soy muy hábil con un hornillo de cámping.

—¿Vino? ¿Con la cena?

—Necesito un poco ahora —dijo Mitch—. Estoy muy nervioso.

—Igual que yo —dijo Kaye, y extendió las manos para mostrárselo. Temblaban—. ¿Produces este efecto en todas las mujeres?

—Nunca —dijo Mitch.

—Tonterías. Hueles bien —dijo Kaye.

Estaban separados por menos de un paso. Mitch cruzó la distancia, le tocó la barbilla, la alzó. La besó suavemente. Ella se apartó algunos centímetros, luego le sujetó su propia barbilla entre el pulgar y el índice, lo atrajo hacia abajo y le besó con más contundencia.

—Creo que puedo ser juguetona contigo —dijo. Con Saul nunca estaba segura de cómo reaccionaría él. Había aprendido a limitar su repertorio de comportamientos.

—Por favor —le contestó.

—Eres sólido —dijo. Tocó las arrugas que el sol había dejado en su cara, las patas de gallo prematuras. Mitch tenía un rostro juvenil y ojos brillantes, pero su piel era sabia y experimentada.

—Soy un loco, pero un loco sólido.

—El mundo sigue, nuestros instintos no cambian —dijo Kaye, nublándosele la mirada—. No estamos al mando. —A una parte de ella, de la que no había tenido noticias desde hacía mucho tiempo, le gustaba mucho ese rostro.

Mitch se golpeó la frente.

—¿Lo oyes? ¿Desde el interior?

—Creo que sí —dijo Kaye. Decidió arriesgarse—. ¿A qué huelo?

Mitch se inclinó sobre su cabello. Kaye jadeó ligeramente cuando le rozó la oreja con la nariz.

—A algo limpio y vivo, como una playa cuando llueve —le contestó.

—Tú hueles como un león —dijo Kaye. Él le acarició los labios y apoyó su oído junto a la sien de Kaye, como si escuchase.

—¿Qué oyes? —le preguntó.

—Tienes hambre —dijo Mitch, y sonrió, una sonrisa abierta y luminosa, de chiquillo.

El gesto resultó tan obviamente espontáneo que Kaye le tocó los labios con los dedos, encantada, antes de que su rostro volviese a adoptar la sonrisa casual protectora y agradable, pero controlada. Se apartó.

—Cierto. Comida. Pero antes vino, por favor —dijo, y abrió la nevera. Le tendió una botella de semillion blanco.

Mitch sacó una navaja suiza del bolsillo de sus pantalones, extendió el sacacorchos y extrajo el corcho con destreza.

—Durante las excavaciones bebemos cerveza, y vino cuando terminamos —dijo, sirviéndole un vaso.

—¿Qué tipo de cerveza?

—Coors. Budweiser. Cualquiera que no sea demasiado fuerte.

—Todos los hombres que conozco la prefieren fuerte o de producción limitada.

—No bajo el sol —dijo Mitch.

—¿Dónde estás alojado? —le preguntó.

—En la AJC —contestó.

—Nunca había conocido a un hombre que se alojase en la Asociación de Jóvenes Cristianos.

—No está tan mal.

Kaye bebió algo de vino, se humedeció los labios, se alzó acercándose más, de puntillas, y le besó. Él saboreó el vino en su lengua, todavía ligeramente fría.

—Quédate aquí —dijo Kaye.

—¿Y qué pensará el forzudo?

Ella sacudió la cabeza, le besó de nuevo y él la rodeó con los brazos, sosteniendo todavía la botella y el vaso. Derramó un poco de vino sobre su vestido. La hizo volverse, posó el vaso sobre el mostrador y a continuación la botella.

—No sé dónde parar —dijo ella.

—Yo tampoco —contestó Mitch—. Pero sé cómo tener cuidado.

—Vivimos en ese tipo de época, ¿verdad? —comentó Kaye con tristeza, y le sacó la camisa de los pantalones.

Entre las experiencias de Mitch, Kaye no era la mujer más bella que había visto desnuda, ni la más dinámica en la cama. Ese puesto le habría correspondido a Tilde, que, a pesar de su distanciamiento, había sido muy excitante. Lo que más le impresionaba en lo referente a Kaye era su completa aprobación de cada uno de sus rasgos. Desde los pechos pequeños y ligeramente caídos, la estrecha caja torácica, las amplias caderas, el pubis sedoso y tupido, las largas piernas, mejores que las de Tilde, pensó, hasta la mirada firme y examinadora mientras le hacía el amor.

Su aroma llenaba su nariz, su cerebro, hasta que se sintió como si flotase en un cálido y protector océano de placer. Con el preservativo puesto sentía muy poco, pero todos los demás sentidos lo compensaban, y era el roce de sus pechos, sus pezones duros como cerezas, sobre su torso lo que le hacía sentir oleadas de placer. Seguía moviéndose en el interior de Kaye, suministrándole instintivamente su flujo, cuando Kaye se mostró sobresaltada, se agitó, cerró los ojos con fuerza y gritó:

—¡Oh, Dios, Dios, Dios!

Hasta ese momento había permanecido casi en total silencio, y él la miró sorprendido. Kaye apartó la cara y lo abrazó reteniéndolo con fuerza, atrayéndolo, envolviéndolo con sus piernas, frotándose con fuerza. Mitch quería retirarse antes de que se desbordase el preservativo, pero ella seguía moviéndose, y él se encontró otra vez firme, y la satisfizo hasta oír un grito débil, en esta ocasión con los ojos abiertos, y el rostro distorsionado como si sintiese un gran deseo o dolor. A continuación, la expresión de Kaye se relajó, junto con el cuerpo, y cerró los ojos.

Mitch se retiró e hizo las comprobaciones: el preservativo seguía en su sitio. Se lo quitó y lo ató con destreza; lo dejó caer al lado de la cama para deshacerse de él más tarde.

—No puedo ni hablar —susurró Kaye.

Mitch se acostó a su lado, saboreando la mezcla de olores. No deseaba nada más. Por primera vez en años, se sentía feliz.

—¿Qué se siente al ser uno de los neandertales? —preguntó Kaye.

En el exterior iba cayendo la noche. El apartamento estaba en silencio excepto por el lejano y amortiguado sonido del tráfico en la calle.

Mitch se incorporó, apoyándose sobre un codo.

—Ya lo hemos comentado.

Kaye estaba tendida sobre la espalda, desnuda de la cintura para arriba, con una sábana cubriéndola hasta el ombligo, intentando oír algo mucho más lejano que el tráfico.

—En San Diego —asintió—. Lo recuerdo. Hablamos de que tenían máscaras. De que el hombre se quedó junto a ella. Pensabas que debía de haberla amado mucho.

—Así es —dijo Mitch.

—Debía de ser raro. Especial. La mujer del campus del INS. Su novio no se creía que se tratase de su bebé. —Las palabras empezaron a fluir por su boca—. Laura Nilson, la directora de relaciones públicas de Americol, nos dijo que la mayor parte de los hombres no se creerán que se trate de sus bebés. Probablemente la mayoría de las mujeres preferirá abortar a asumir el riesgo. Por ese motivo van a recomendar la píldora del día siguiente. Incluso si hay problemas con la vacuna, todavía podrán detenerlo.

Mitch parecía incómodo.

—¿No podemos olvidar durante un rato?

—No —contestó Kaye—. No puedo soportarlo más. Vamos a sacrificar a todos los primogénitos, exactamente como el faraón de Egipto. Si esto sigue adelante, nunca sabremos cómo habría sido la siguiente generación. Habrán muerto todos. ¿Quieres que sea eso lo que suceda?

—No —dijo Mitch—. Pero eso no significa que no esté tan asustado como cualquiera. —Sacudió la cabeza—. Me pregunto qué habría hecho yo si hubiese sido ese hombre, en el pasado, hace quince mil años. Debieron de expulsarlos de la tribu. O puede que huyesen. Tal vez sólo estaban paseando y se tropezaron con una partida de ataque y ella resultó herida.

—¿Es lo que crees?

—No —dijo Mitch—. La verdad es que no lo sé. No tengo poderes psíquicos.

—Estoy estropeando el momento, ¿verdad?

—Hum, hum.

—Nuestras vidas no nos pertenecen —dijo Kaye. Le acarició los pezones con los dedos, rozándole el vello del pecho—. Pero podemos levantar un muro durante un rato. ¿Te quedarás esta noche?

Mitch le besó la frente, y luego la nariz y las mejillas.

—Esta habitación es mucho más agradable que el cuarto de la AJC.

—Ven aquí —dijo Kaye.

—No puedo acercarme mucho más.

—Prueba.

Kaye Lang yacía temblando en la oscuridad. Le parecía que Mitch estaba dormido, pero, para asegurarse, le pellizcó ligeramente en la espalda. Se movió, pero no respondió. Estaba a gusto. A gusto junto a ella.

Nunca se había arriesgado tanto; desde la época de sus primeras citas siempre había buscado la seguridad y, esperaba, la protección, planificando un refugio en el que poder llevar a cabo su trabajo, desarrollar sus ideas con la mínima interferencia del mundo exterior.

Casarse con Saul había sido el paso definitivo. Edad, experiencia, dinero, habilidad para los negocios... Al menos eso había pensado. Ahora, el giro radical en la dirección opuesta era obviamente una reacción a lo anterior. Se preguntó cómo lo afrontaría.

Simplemente decirle a Mitch que todo había sido una equivocación, cuando se despertase por la mañana...

La idea la aterrorizó. No porque temiese que él pudiese hacerle daño; era el más amable de los hombres, y no mostraba ningún signo del conflicto interno que había afectado a Saul.

Mitch no era tan guapo como Saul.

Por otra parte, Mitch se mostraba completamente abierto y honesto.

Mitch la había buscado, pero estaba casi segura de que había sido ella quien lo había seducido a él. Desde luego no sentía que la hubiese forzado a nada.

—¿Qué demonios estás haciendo? —murmuró en la oscuridad. Estaba hablándole a ese otro yo, la obstinada Kaye, que raramente le decía lo que sucedía realmente. Salió de la cama, se puso la bata, fue hasta el escritorio del salón y abrió el cajón del medio, donde guardaba los papeles de sus cuentas.

Tenía seiscientos mil dólares, sumando los ingresos por la venta de la casa y su fondo de pensiones personal. Si dimitía de Americol y del Equipo Especial, podría vivir durante años con cierta comodidad.

Pasó unos minutos analizando gastos, presupuestos para emergencias, coste de alimentos y recibos mensuales en una pequeña hoja de papel, luego se estiró en la silla.

—Esto es una estupidez —dijo—. ¿Qué estoy planeando? —Y añadió, dirigiéndose a ese obstinado y secretista yo—: ¿Qué demonios pretendes?

No le diría a Mitch que se fuese por la mañana. Le hacía sentirse bien. Junto a él, su mente se calmaba, sus miedos y preocupaciones eran menos apremiantes. Tenía aspecto de saber qué estaba haciendo, y quizá lo supiese. Tal vez fuese el mundo el retorcido, el que ponía trampas y emboscadas, y obligaba a las personas a hacer malas elecciones.

Golpeó el papel con el bolígrafo, arrancó otra hoja de la libreta. Sus dedos empujaron el bolígrafo sobre el papel casi de forma inconsciente, dibujando una serie de marcos de lectura en los cromosomas 18 y 20 que podrían guardar relación con los genes del SHEVA. Habían sido identificados previamente como posibles HERV, pero habían resultado no tener las características definitorias de los fragmentos de retrovirus. Necesitaba analizar esos
loci
, esos fragmentos dispersos, para comprobar si podrían encajar unos con otros y expresarse; había estado posponiéndolo durante algún tiempo. Mañana sería el momento adecuado.

Antes de seguir adelante, necesitaba munición. Necesitaba armas.

Volvió al dormitorio. Mitch parecía estar soñando. Fascinada, se tendió en silencio junto a él.

Desde lo alto de una cumbre cubierta de nieve, el hombre vio a los chamanes y a sus ayudantes siguiéndolos a él y a su mujer. No podían evitar dejar huellas en la nieve, pero incluso en los prados bajos y a través del bosque habían sido rastreados por expertos.

El hombre había traído a su mujer, pesada y lenta a causa del niño, hasta esa altitud, con la esperanza de cruzar hasta otro valle al que había ido una vez de niño.

Volvió a mirar a las figuras que se encontraban a unos doscientos metros detrás. Luego miró los riscos y cumbres que se encontraban delante, como otras tantas hachas de piedra tiradas. Estaba perdido. Había olvidado el camino que conducía al valle.

La mujer apenas hablaba. El rostro que había contemplado en su día con tanta devoción estaba cubierto por la máscara.

El hombre se sentía lleno de amargura. A esa altura, la nieve húmeda se filtraba a través de los finos zapatos con su relleno de hierba. El frío le subía por las piernas hasta las rodillas y hacía que le doliesen. El viento atravesaba las pieles, incluso colocadas del revés, minaba sus fuerzas y le cortaba el aliento.

La mujer avanzaba con dificultad. Sabía que podría escapar si la abandonaba. La idea hizo que su rabia aumentase. Odiaba la nieve, a los chamanes, a las montañas; se odiaba a sí mismo. No conseguía odiar a la mujer. Ella había sufrido la sangre sobre sus muslos, la pérdida, y se lo había ocultado para no atraer la vergüenza; se había manchado el rostro con barro para ocultar las marcas. Y luego, cuando no pudo ocultarlas más, había intentado salvarle ofreciéndose ella misma a la Gran Madre, tallada en la ladera del valle. Pero la Gran Madre la había rechazado, y ella había vuelto a él, sollozando y gimiendo. No podía matarse a sí misma.

Su propio rostro mostraba las marcas. Eso le desconcertaba y le enfurecía.

Los chamanes y las hermanas de la Gran Madre; de la Madre Cabra y de la Madre Hierba; la Mujer Nieve; Leopardo, el Asesino Voceante; Chancro, el Asesino Silencioso; Lluvia, el Padre Sollozante; todos se habían reunido y habían tomado la decisión durante la época en que comenzaba el frío, pensando durante dolorosas semanas mientras los otros, los que tenían las marcas, permanecían en las cuevas.

El hombre había decidido huir. No conseguía confiar en los chamanes y las hermanas.

Mientras escapaban, habían oído los gritos. Los chamanes y las hermanas habían comenzado a matar a las madres y a los padres que mostraban las marcas.

Todos sabían cómo nacían los caraplanas. Las mujeres podrían ocultarlo, los hombres podrían ocultarlo, pero todos lo sabían. Los que criasen caraplanas sólo empeorarían las cosas.

Sólo las hermanas de los dioses y diosas engendraban de forma correcta, nunca engendraban caraplanas, porque iniciaban a los jóvenes de la tribu. Tenían muchos hombres.

Debía haber permitido que los chamanes aceptasen a su mujer como hermana, haberle permitido que adiestrase a los jóvenes también, pero ella sólo le quería a él.

El hombre odiaba las montañas, la nieve, la huida. Caminaba con dificultad, sujetando con fuerza el brazo de la mujer, empujándola en torno a una roca para que pudiesen encontrar un lugar donde esconderse. No estaba observando con atención. Estaba demasiado absorto en la nueva verdad, que las madres y padres del cielo y el mundo fantasmal que les rodeaba estaban todos ciegos o eran sólo mentiras.

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