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Authors: Greg Bear

La radio de Darwin (34 page)

BOOK: La radio de Darwin
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—Sí —dijo Mitch—. Pero algunos paleontólogos llevan mucho tiempo enfrentados a los gradualistas.

—Porque siguen encontrando saltos, en lugar de una progresión gradual —dijo Kaye—. Incluso cuando el registro fósil es mejor que el de los humanos u otros animales de gran tamaño.

Bebieron meditativos.

—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Mitch—. Las momias tenían el SHEVA. Nosotros tenemos el SHEVA.

—Es muy complicado —dijo Kaye—. ¿Quién empieza?

—Escribamos lo que pensamos que está sucediendo realmente. —Mitch buscó en su cartera y sacó tres cuadernos de notas y tres bolígrafos. Los puso sobre la mesa.

—¿Cómo en el colegio? —preguntó Dicken.

—Mitch tiene razón. Hagámoslo —dijo Kaye.

Dicken sacó otra botella de vino de la bolsa de plástico y la descorchó.

Kaye tenía la tapa del bolígrafo entre los labios. Habían estado escribiendo durante diez o quince minutos, intercambiando los cuadernos y haciéndose preguntas. Empezaba a hacer mucho frío.

—La fiesta se acabará pronto —dijo.

—No te preocupes —contestó Mitch—. Te protegeremos.

Sonrió con tristeza.

—¿Dos hombres medio borrachos con la cabeza llena de teorías?

—Exacto —dijo Mitch.

Kaye había estado intentando no mirarle. Lo que sentía era muy poco científico o profesional. Poner por escrito sus ideas no resultaba fácil. Nunca había trabajado así con anterioridad, ni siquiera con Saul; habían compartido cuadernos, pero nunca habían mirado las notas del otro mientras las desarrollaban, mientras las escribían.

El vino la relajaba, eliminando parte de la tensión, pero no aclaraba su mente. Estaba atascada. Había escrito:

Poblaciones como redes gigantescas de unidades que compiten y cooperan a la vez, en ocasiones al mismo tiempo. Todo indica la comunicación entre individuos dentro de una población. Los árboles se comunican a través de sustancias químicas. Los humanos utilizan feromonas. Las bacterias intercambian plásmidos y fagos lisogénicos.

Kaye observó a Dicken, escribiendo incansablemente, tachando párrafos enteros. Rollizo, sí, pero obviamente fuerte y motivado, competente; rasgos atractivos.

Siguió escribiendo:

Los ecosistemas son redes de especies cooperando y compitiendo. Las feromonas y otras sustancias químicas pueden transmitirse entre especies. Las redes pueden tener las mismas características que los cerebros; los cerebros humanos son redes de neuronas. El pensamiento creativo es posible en cualquier red neuronal práctica lo suficientemente compleja.

—Echemos un vistazo a lo que hemos escrito —sugirió Mitch. Intercambiaron los cuadernos. Kaye leyó la página de Mitch:

Moléculas y virus transmisores llevan información de un individuo a otro. El individuo humano obtiene información de las experiencias de su vida; pero ¿se puede considerar esto evolución lamarckiana?

—Creo que este asunto de las redes induce a confusión —dijo Mitch.

Kaye estaba leyendo lo que había escrito Dicken.

—Es así como funciona todo en la naturaleza —contestó. Dicken había tachado la mayor parte de sus notas. Lo que quedaba era:

He estudiado las enfermedades durante toda mi vida; el SHEVA provoca cambios biológicos complejos, que no se parecen en absoluto a ninguna enfermedad que haya visto nunca. ¿Por qué? ¿Qué gana con ello? ¿Qué intenta hacer? ¿Cuál es el resultado final? Si surge cada diez mil o cien mil años, ¿cómo podemos defender la postura de que se trata de un problema orgánico separado, de una partícula puramente patógena?

—¿Quién va aceptar que todo en la naturaleza funciona como las neuronas en el cerebro? —preguntó Mitch.

—Eso responde a tu pregunta —dijo Kaye—. ¿Se trata de evolución lamarckiana, de la herencia de rasgos adquiridos por un individuo? No. Es el resultado de las interacciones complejas de una red, con propiedades emergentes similares al pensamiento.

Mitch sacudió la cabeza.

—Todo eso de las propiedades emergentes me confunde.

Kaye le miró durante unos segundos, provocada y exasperada al mismo tiempo.

—No es necesario postular la autoconciencia, el pensamiento consciente, para tener una red organizada que responde a su entorno y establece juicios sobre cómo deberían ser sus nodos individuales —dijo Kaye.

—Me sigue sonando a lo del fantasma en la máquina —contestó Mitch, haciendo un gesto de desagrado.

—A ver, los árboles desprenden señales químicas cuando son atacados. Las señales atraen a insectos que se alimentan de los bichos que les están atacando. Es hora de avisar al control de plagas. El concepto funciona a todos los niveles, en el ecosistema, en una especie, incluso en una sociedad. Todas las criaturas individuales son redes de células. Todas las especies son redes de individuos. Todos los ecosistemas son redes de especies. Todos interactúan y se comunican unos con otros en uno u otro grado, mediante la competición, la depredación y la cooperación. Todas estas interacciones son similares a los neurotransmisores atravesando sinapsis en el cerebro, o a las hormigas comunicándose en una colonia. La colonia cambia su comportamiento global basándose en las interacciones de las hormigas. Nosotros hacemos lo mismo, basándonos en cómo se comunican nuestras neuronas entre sí. Y la naturaleza actúa igual, de arriba a abajo. Todo está conectado.

Pero podía percibir que Mitch seguía sin creérselo.

—Tenemos que describir un método —dijo Dicken. Contempló a Kaye con una sonrisa de complicidad—. Hazlo simple. Tú eres el cerebro aquí.

—¿Qué dirige el equilibrio puntuado? —preguntó Kaye, todavía irritada por la falta de flexibilidad de Mitch.

—De acuerdo. Si existe algún tipo de mente, ¿dónde está la memoria? —preguntó Mitch—. Algo que almacena la información sobre el próximo modelo de ser humano, antes de que se libere en el sistema reproductivo.

—¿Basándose en qué estímulo? —preguntó Dicken—. ¿Por qué adquiere información? ¿Qué lo hace empezar? ¿Qué mecanismo lo activa?

—Nos estamos adelantando —dijo Kaye, suspirando—. En primer lugar, no me gusta la palabra mecanismo.

—De acuerdo, entonces... órgano, entidad, arquitecto mágico —dijo Mitch—. Sabemos a qué nos referimos. Algún tipo de almacenamiento de memoria en el genoma. En el que deban guardarse todos los mensajes hasta que se activen.

—¿Será en las células germinales? ¿En las células sexuales, esperma y óvulos? —preguntó Dicken.

—Dímelo tú —respondió Mitch.

—No lo creo —dijo Kaye—. Algo modifica un único óvulo en cada madre para producir una hija intermedia, pero será lo que contenga el ovario de la hija lo que dará lugar a un nuevo fenotipo. Los otros óvulos de la madre están al margen. A salvo, no modificados.

—Por si el nuevo diseño, el nuevo fenotipo, resulta un fracaso —añadió Dicken, asintiendo—. Está bien. Una memoria de reserva, actualizada durante miles de años por medio de... modificaciones hipotéticas, diseñadas de algún modo mediante... —Sacudió la cabeza—. Estoy echo un lío.

—Cada organismo individual es consciente de su entorno y reacciona ante él —dijo Kaye—. Las sustancias químicas y otras señales intercambiadas por los individuos provocan fluctuaciones en la química interna que afecta al genoma, específicamente a los elementos móviles de una memoria genética que almacena y actualiza combinaciones de hipotéticos cambios. —Sus manos se movían adelante y atrás como si pudiesen clarificar o persuadir—. Yo lo veo tan claro, chicos. ¿Qué es lo que no entendéis? El bucle de retroalimentación completo funciona así: el entorno cambia, provocando estrés en los organismos, en este caso en los humanos. Los diferentes tipos de estrés alteran el equilibrio de sustancias químicas relacionadas con el estrés en nuestros cuerpos. La memoria de reserva reacciona, y los elementos móviles cambian basándose en un algoritmo evolutivo establecido a lo largo de millones, o incluso miles de millones de años. Un computador genético decide cuál podría ser el mejor fenotipo para las nuevas condiciones que han causado el estrés. Vemos pequeños cambios en los individuos como resultado de esto, prototipos, y si los niveles de estrés se reducen, si los descendientes están sanos y son numerosos, los cambios se conservan. Pero de vez en cuando, cuando un problema del entorno es intratable... el estrés social continuado en los humanos, por ejemplo... se produce un cambio importante. Los retrovirus endógenos se expresan, transportando una señal, coordinando la activación de elementos específicos en el almacén de memoria genética. Y
voilà.
Equilibrio puntuado.

Mitch se presionó el puente de la nariz.

—Señor —dijo.

Dicken fruncía el ceño.

—Me resulta demasiado radical para digerirlo de golpe.

—Tenemos pruebas de cada paso del camino —dijo Kaye, con voz ronca. Bebió otro trago del merlot.

—Pero ¿cómo se transmite? Tiene que ser por las células sexuales. Algo tiene que pasar de padres a hijos durante cientos, miles de generaciones, antes de que se active.

—Puede que esté comprimido, compactado, en un código taquigráfico —dijo Mitch.

Ese comentario sobresaltó a Kaye. Miró a Mitch con una punzada de emoción.

—Es una locura, pero es genial. Como los genes coincidentes, sólo que más enrevesado. Enterrado en las repeticiones.

—No tiene que contener todo el conjunto de instrucciones para un nuevo fenotipo... —dijo Dicken.

—Sólo las partes que van a cambiarse —añadió Kaye—. O sea, sabemos que entre los chimpancés y los humanos puede que haya un dos por ciento de diferencia en el genoma.

—Y diferente número de cromosomas —añadió Mitch—. Eso constituye una diferencia importante.

Dicken frunció el ceño y se sujetó la cabeza entre las manos.

—Dios, esto se está volviendo muy profundo.

—Son las diez —dijo Mitch. Señaló hacia un guarda de seguridad que bajaba por el camino a través del cañón, claramente en su dirección.

Dicken tiró las botellas vacías a una papelera y volvió a la mesa.

—No podemos detenernos ahora. Quién sabe cuándo podremos volver a reunirnos.

Mitch estudió las notas de Kaye.

—Entiendo tu teoría de que el cambio en el entorno provoca estrés en los individuos. Volvamos a la pregunta de Christopher. ¿Qué es lo que activa la señal, el cambio? ¿Una enfermedad? ¿Depredadores?

—En nuestro caso, la superpoblación —contestó Kaye.

—Condiciones sociales complejas. Competición por los puestos de trabajo —añadió Dicken.

—Ustedes —llamó el guarda acercándose. Su voz retumbó en el cañón—. ¿Son de la fiesta de Americol?

—¿Cómo lo ha adivinado? —preguntó Dicken.

—No pueden estar aquí.

Mientras volvían, Mitch sacudía la cabeza dubitativo. No iba a darles ningún respiro: un caso realmente difícil.

—Los cambios suelen darse en los límites de una población, donde los recursos son escasos y la competencia es dura. No en el medio, donde todo es fácil.

—Ya no hay «límites», no hay fronteras para los humanos —dijo Kaye—. Ocupamos todo el planeta. Pero estamos constantemente estresados sólo para conseguir mantenernos al mismo nivel.

—La guerra es constante —añadió Dicken, repentinamente pensativo.

—Las primeras apariciones de la Herodes podrían haber ocurrido justo después de la Segunda Guerra Mundial. El estrés de un cataclismo social, de la sociedad desmoronándose de forma terrible. Los humanos deben cambiar o atenerse a las consecuencias.

—¿Quién lo dice? ¿Qué lo dice? —preguntó Mitch, palmeándose la cadera con una mano.

—Nuestro ordenador biológico en el ámbito de la especie —dijo Kaye.

—Ya estamos otra vez en el mismo punto... una red informática —dijo Mitch dubitativo.

—EL PODEROSO GENIO QUE SE ESCONDE EN NUESTROS GENES —entonó Kaye, imitando la voz de un presentador. Y luego añadió, recalcando con un movimiento del índice—: El Amo del Genoma.

Mitch sonrió, apuntándola a su vez con el dedo.

—Eso es lo que dirán, y nos expulsarán de la ciudad a carcajadas.

—Nos expulsarán del zoo —dijo Dicken.

—Eso nos provocará estrés —añadió Kaye digna.

—A centrarse, a centrarse —insistió Dicken.

—Deja eso —dijo Kaye—. Regresemos al hotel y abramos otra botella. —Extendió los brazos e hizo una pirueta. «Maldita sea —pensó—. Estoy exhibiéndome. Eh, chicos, estoy disponible, miradme.»

—Sólo como premio —dijo Dicken—. Tendremos que coger un taxi si ya se ha ido el autobús. Kaye... ¿qué pasa con el centro? ¿Cuál es el problema de estar en medio de la población humana?

Kaye dejó caer los brazos.

—Cada año más y más gente... —Se detuvo y su expresión se endureció—. La competencia es tan intensa. —El rostro de Saul. El Saul negativo, perdiendo e incapaz de aceptarlo, y el Saul positivo, entusiasta como un niño, pero aún así marcado por esa señal imborrable que decía: «Vas a perder. Hay lobos más duros e inteligentes que tú.»

Los dos hombres esperaban a que terminase de hablar.

Se dirigieron a la puerta. Kaye se secó los ojos con rapidez y dijo, con la voz más firme que pudo conseguir:

—Antes podían surgir una o dos o tres personas con una idea, o un invento brillante, que causaba conmoción. —Su voz se hizo más fuerte; sentía resentimiento e incluso ira, por Saul—. Darwin y Wallace. Einstein. Ahora hay cien genios por cada desafío, mil personas compitiendo para derribar los muros del castillo. Si eso sucede en el campo científico, que se encuentra en la estratosfera, ¿cómo será abajo en las trincheras? Una desagradable e interminable competición. Demasiadas cosas por aprender. Demasiado ancho de banda abarrotando los canales de comunicación. No podemos escuchar lo suficientemente rápido. Tenemos que andar de puntillas continuamente.

—¿Hasta que punto es eso diferente a enfrentarte a un oso o a un mamut? —preguntó Mitch—. ¿O a ver morir a tus hijos por una epidemia?

—Puede que se trate de sucesos que producen un tipo diferente de estrés, y afecten a otros compuestos químicos. Hace mucho tiempo que hemos dejado de desarrollar garras o colmillos. Somos individuos sociales. Todos nuestros cambios principales apuntan en dirección a la comunicación y la adaptación social.

—Demasiados cambios —dijo Mitch pensativo—. Todo el mundo lo odia, pero debemos competir o terminamos en la calle.

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