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Authors: Greg Bear

La radio de Darwin (33 page)

BOOK: La radio de Darwin
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Uno de los guías del zoológico se hizo cargo del grupo de invitados de Americol y les ofreció una rápida visita. Kaye pasó unos segundos observando los flamencos rosa en su estanque, admiró cuatro cacatúas centenarias de cresta amarilla, incluida la actual mascota del zoológico, Ramsés, que observaba cómo pasaban los grupos de visitantes con somnolienta indiferencia. A continuación, el guía les mostró un pabellón lateral con un patio rodeado de palmeras.

Un grupo musical mediocre tocaba temas famosos de los años cuarenta bajo el pabellón mientras hombres y mujeres buscaban mesas a las que sentarse, portando platos del papel con comida.

Kaye se detuvo junto a una mesa de bufé llena de fruta y verduras, se sirvió una generosa ración de queso, tomates enanos, coliflor y champiñones en vinagre, y luego pidió una copa de vino blanco en el bar de pago.

Mientras sacaba dinero del monedero para pagar el vino, vio a Christopher Dicken por el rabillo del ojo. Iba acompañado de un hombre alto, de aspecto descuidado, vestido con una cazadora vaquera y tejanos desteñidos, que llevaba un maletín de piel desgastado bajo el brazo. Kaye inspiró profundamente, metió el dinero sobrante en el monedero y se volvió justo a tiempo de enfrentarse a la firme mirada de Mitch. A cambio, le saludó con una disimulada inclinación de cabeza.

Kaye no pudo evitar una risita al tiempo que Dicken apartaba la lona y se escabullían casualmente del recinto cerrado. El zoo estaba casi vacío.

—Me siento como una delincuente —dijo. Todavía llevaba la copa de vino, pero se las había arreglado para deshacerse del plato de verduras—. Pero ¿qué pensamos que estamos haciendo?

Había poca convicción en la sonrisa de Mitch. Su mirada le resultó desconcertante, triste e infantil a la vez. Dicken, más bajo y más grueso, parecía más inmediato y accesible, así que Kaye se centró en él. Llevaba una bolsa de una tienda de regalos y con un gesto elegante, sacó de ella un plano desplegable del mayor zoológico del mundo.

—Puede que estemos aquí para salvar a la especie humana —dijo Dicken—. Los subterfugios están justificados.

—Maldita sea —contestó Kaye—. Esperaba que se tratase de algo más razonable. ¿Crees que nos estarán escuchando?

Dicken hizo un gesto con la mano en dirección a los arcos bajos del recinto de los reptiles, de estilo español, como si agitase una varita mágica. Sólo quedaban unos cuantos turistas rezagados por el zoo.

—Todo despejado —dijo.

—Hablo en serio, Christopher —dijo Kaye.

—Si el FBI ha puesto micrófonos en los dragones de Komodo o en tipos con camisas hawaianas, estamos perdidos. Esto es todo lo que puedo hacer.

Los monos aulladores despedían el día con sonoros chillidos. Mitch les guió por un camino de cemento a través de una selva tropical. Lámparas de suelo iluminaban el camino y los humidificadores rociaban el aire sobre sus cabezas. El decorado se apoderó de ellos por unos momentos y nadie quería romper el hechizo.

A Kaye, Mitch le parecía todo brazos y piernas, el tipo de hombre que no encajaba en los salones. Su silencio la ponía nerviosa. Él se volvió y la observó con sus fijos ojos verdes. Kaye se fijó en su calzado: botas de montaña, con las gruesas suelas muy gastadas.

Sonrió incómoda y Mitch le devolvió la sonrisa.

—No estoy en mi terreno —dijo—. Si alguien va a empezar la conversación, debería ser usted, señora Lang.

—Pero tú eres el de la revelación —dijo Dicken.

—¿Cuánto tiempo tenemos? —preguntó Mitch.

—Tengo el resto de la tarde libre —dijo Kaye—. Marge nos quiere a su lado mañana por la mañana, a las ocho. Para un desayuno de Americol.

Bajaron por una escalera mecánica hasta un cañón y se detuvieron junto a una jaula ocupada por dos gatos monteses de Escocia. Los dos felinos, con manchas y aspecto doméstico, caminaban de un lado a otro, rugiendo suavemente en la penumbra.

—Yo soy el que está fuera de lugar aquí —dijo Mitch—. Sé muy poco de microbiología, lo justo para defenderme. Tropecé con algo magnífico y casi arruina mi vida. Tengo mala reputación, fama de excéntrico, y he perdido en dos ocasiones en el juego de la ciencia. Si fuesen inteligentes, ni siquiera se dejarían ver conmigo.

—Extraordinariamente franco —dijo Dicken. Alzó la mano—. Me toca a mí. He perseguido enfermedades por medio mundo. Tengo instinto en lo que se refiere a cómo se propagan, qué hacen y cómo actúan. Casi desde el principio sospeché que estaba tras la pista de algo diferente. Hasta hace muy poco he intentado llevar una doble vida, he intentado creer dos cosas contradictorias a la vez, y ya no puedo seguir haciéndolo.

Kaye terminó su copa de vino de un trago.

—Suena como si estuviésemos en un programa de autoayuda —comentó—. Muy bien. Mi turno. Soy una investigadora científica insegura que quiere mantenerse al margen de todos los detalles sucios, así que me aferro a cualquiera que me proporcione un lugar para trabajar y me proteja... y ahora ha llegado el momento de ser independiente y tomar mis propias decisiones. Tiempo de madurar.

—Aleluya —dijo Mitch.

—Adelante, hermana —dijo Dicken.

Alzó la mirada, dispuesta a enfadarse, pero ambos sonreían como a ella le gustaba, y por primera vez en muchos meses, desde los últimos buenos momentos con Saul, sintió que estaba entre amigos.

Dicken alzó la bolsa de plástico y sacó una botella de merlot.

—Los guardas de seguridad del zoo nos detendrán si nos pillan. Pero sería el menor de nuestros pecados. Algunas de las cosas que tenemos que decir sólo pueden comentarse si se está lo bastante borracho.

—Supongo que vosotros ya habréis intercambiado ideas —le dijo Mitch a Kaye mientras Dicken servía el vino—. He intentado leer todo lo que he podido para prepararme, pero sigo sin estar a la altura.

—No sé por dónde empezar —comentó Kaye. Ahora que se encontraban más relajados, la forma en que Mitch Rafelson la miraba, directa, honesta, examinándola de forma inconsciente, despertaba en ella algo que creía muerto.

—Empieza por dónde os conocisteis —dijo Mitch.

—En Georgia —contestó Kaye.

—La tierra natal del vino —añadió Dicken.

—Visitamos una fosa común —dijo Kaye—. Aunque no lo hicimos a la vez. Mujeres embarazadas con sus maridos.

—Mataron a los niños —dijo Mitch, con la mirada repentinamente perdida—. ¿Por qué?

Se sentaron ante una mesa de plástico junto a un puesto de refrescos cerrado, en la penumbra del cañón. Gallos marrones y rojizos asomaban entre los arbustos junto al camino de asfalto y las aceras de cemento beige. Un gato grande carraspeó y gruñó en su jaula, y el sonido retumbó de forma siniestra.

Mitch sacó una carpeta de su cartera de piel y extendió los papeles de forma ordenada sobre la mesa.

—Esto es lo que hace que todo encaje. —Puso la mano sobre dos de las hojas situadas a la derecha—. Son los resultados de los análisis efectuados en la Universidad de Washington. Wendell Packer me ha dado permiso para que os los enseñe. Pero si alguien lo comenta, podríamos meternos en un buen lío.

—¿Análisis de qué? —preguntó Kaye.

—Los genes de las momias de Innsbruck. Resultados de dos muestras de tejido, de dos laboratorios diferentes de la universidad. Yo le di muestras de los tejidos de los dos adultos a Wendell Packer. Innsbruck, a su vez, envió muestras de las tres momias a Maria Konig, del mismo departamento. Wendell pudo compararlos.

—¿Qué encontraron? —preguntó Kaye.

—Que los tres cuerpos eran realmente una familia. Madre, padre e hija. Yo ya lo sabía... los vi juntos en la cueva, en los Alpes.

Kaye frunció el ceño desconcertada.

—Recuerdo la historia. ¿Fuiste a la cueva a petición de dos amigos... alterasteis el lugar... y la mujer que te acompañaba se llevó al bebé en la mochila?

Mitch apartó la vista, con la mandíbula tensa.

—Puedo contarte lo que realmente sucedió —dijo.

—No importa —dijo Kaye, repentinamente cautelosa.

—Sólo para aclarar las cosas —insistió Mitch—. Debemos confiar unos en los otros si vamos a seguir juntos.

—Entonces cuéntamelo —dijo Kaye.

Mitch hizo un resumen de todo lo sucedido.

—Fue un completo lío —concluyó.

Dicken les miró a ambos fijamente, con los brazos cruzados.

Kaye aprovechó la pausa para revisar los análisis extendidos sobre la mesa, asegurándose de que los papeles no se mancharan de restos de salsa de tomate. Estudió los resultados de las pruebas de carbono 14, las comparaciones de marcadores genéticos y, finalmente, las pruebas positivas de SHEVA realizadas por Packer.

—Packer dice que el SHEVA no ha cambiado mucho en quince mil años —dijo Mitch—. Piensa que eso es asombroso, si se trata de ADN basura.

—No pueden ser basura —dijo Kaye—. Los genes se han conservado durante al menos treinta millones de años. Constantemente se renuevan, se prueban, se guardan... encerrados bien apretados, en cromatina protegidos por aislantes... Tienen que servir para algo.

—Si me lo permitís, me gustaría contaros mi opinión —dijo Mitch, con una mezcla de audacia y timidez que a Kaye le resultó desconcertante y atractiva al mismo tiempo.

—Adelante —le contestó.

—Se trataba de un caso de subespeciación —dijo—. No extrema. Un paso hacia una nueva variedad. Un bebé moderno nacido de neandertales de la última época.

—Parecido a nosotros —dijo Kaye.

—Exacto. Hace unas semanas estuve en el estado de Washington con un periodista llamado Oliver Merton. Está investigando las momias. Me contó que estaban surgiendo disputas en la Universidad de Innsbruck... —Mitch levantó la mirada y vio el gesto de sorpresa en el rostro de Kaye.

—¿Oliver Merton? —preguntó Kaye, frunciendo el ceño—. ¿Trabaja para
Nature
?

—Para
The Economist
, al menos en ese momento —contestó Mitch.

Kaye se volvió hacia Dicken.

—¿Se trata del mismo?

—Sí —dijo Dicken—. Se dedica al periodismo científico y a algún reportaje político. Ha publicado uno o dos libros —le explicó la situación a Mitch—. Merton levantó un gran revuelo en una conferencia de prensa en Baltimore. Ha ahondado mucho en las relaciones de Americol con el CCE y el asunto del SHEVA.

—Puede que se trate de una coincidencia —dijo Mitch.

—Tiene que serlo, ¿no? —preguntó Kaye, pasando la mirada de uno a otro—. Somos los únicos que han detectado una conexión, ¿verdad?

—Yo no estaría tan seguro —contestó Dicken—. Sigue Mitch. Pongámonos de acuerdo sobre si realmente existe una conexión antes de indignarnos por los entrometidos. ¿Por qué discutían en Innsbruck?

—Merton dice que han establecido la conexión del bebé con las momias adultas, lo que Packer confirma.

—Resulta irónico —comentó Dicken—. Naciones Unidas envió alguna de las muestras de Gordi al laboratorio de Konig.

—Los antropólogos de Innsbruck son muy conservadores —dijo Mitch—. Lo de enfrentarse de cara con la primera evidencia directa de especiación humana... —Meneó la cabeza con simpatía—. Yo estaría asustado si estuviese en su lugar. El paradigma no sólo cambia, sino que se parte en dos. Nada de gradualismo, ni de síntesis darwiniana moderna.

—No hay por qué ser tan radical —dijo Dicken—. En primer lugar, se ha hablado mucho de puntuaciones en el registro fósil, millones de años de estabilidad y luego cambios repentinos.

—Cambios que se producen a lo largo de un millón o cien mil años, en ocasiones en un período tan breve como unos diez mil años —dijo Mitch—. Pero no de la noche a la mañana. Las implicaciones son aterradoras para cualquier científico. Pero los marcadores no mienten. Y los padres del bebé tenían SHEVA en sus tejidos.

—Hum —dijo Kaye.

Los monos aulladores volvían a emitir continuos gritos musicales, llenando el aire nocturno.

—La mujer había sido herida por algo afilado, puede que por una lanza —comentó Dicken.

—Exacto —dijo Mitch—. Lo que provocó que el bebé naciese muerto o casi muerto. La madre murió poco después, y el padre... —Le falló la voz—. Lo siento, no me resulta fácil hablar de ello.

—Sientes lástima por ellos —dijo Kaye.

Mitch asintió.

—He estado teniendo sueños extraños sobre ellos.

—¿Percepción extrasensorial? —preguntó Kaye.

—Lo dudo —dijo Mitch—. Es sólo la forma en que trabaja mi mente, encajando las piezas.

—¿Crees que les expulsaron de la tribu? —preguntó Dicken—. ¿Que les perseguían?

—Alguien trató de matar a la mujer —dijo Mitch—. El hombre permaneció junto a ella, intentó salvarla. Eran diferentes. Tenían algo extraño en la cara. Trozos de piel alrededor de los ojos y la nariz, como máscaras.

—¿Estaban mudando la piel? Cuando estaban vivos, quiero decir —preguntó Kaye, temblándole los hombros.

—Alrededor de los ojos, la piel del rostro.

—Los cadáveres de Gordi —dijo Kaye.

—¿Qué pasa con ellos? —preguntó Dicken.

—Algunos tenían pequeñas máscaras de piel. Pensé que podía tratarse de algo... algo extraño causado por la descomposición. Pero nunca había visto nada semejante.

—Estamos adelantándonos —dijo Dicken—. Centrémonos en las pruebas de Mitch.

—Eso es todo lo que tengo —dijo Mitch—. Cambios fisiológicos lo bastante importantes como para catalogar al bebé en una subespecie diferente, de inmediato. En una generación.

—Eso tuvo que estar ocurriendo desde unos cien mil años antes de tus momias —dijo Dicken—. De forma que poblaciones de neandertales estuviesen viviendo con, o cerca de, poblaciones de humanos modernos.

—Eso creo —dijo Mitch.

—¿Crees que el nacimiento fue una aberración? —preguntó Kaye.

Mitch la contempló durante unos segundos antes de contestar.

—No.

—¿Es razonable suponer que lo que encontraste fue algo representativo, y no singular?

—Probablemente.

Kaye levantó las manos en gesto de exasperación.

—Mira —dijo Mitch—. Tengo instintos conservadores. Entiendo a los tipos de Innsbruck, ¡realmente los entiendo! Esto es algo muy extraño y totalmente inesperado.

—¿Tenemos un registro fósil continuo y gradual desde los neandertales a los cromagnones? —preguntó Dicken.

—No, pero tenemos etapas diferentes. El registro fósil normalmente no tiene nada de continuo.

—Y... eso se atribuye al hecho de que no conseguimos encontrar todos los especímenes necesarios, ¿no es así?

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