La primera noche (45 page)

Read La primera noche Online

Authors: Marc Levy

Tags: #Aventuras, romántico

BOOK: La primera noche
12.77Mb size Format: txt, pdf, ePub

—¿Qué tienen unos huesos, por muy viejos que sean, para justificar la saña con la que nos persiguen?

—No es un esqueleto cualquiera. No creo que hayas comprendido bien la razón de que Poincarno estuviera tan alterado.

—Ese estúpido que nos acusa de haber falsificado el ADN que le hemos pedido que analice.

—Lo que yo pensaba, no has comprendido bien el alcance de tu hallazgo.

—¡No es
mi
hallazgo, sino el
nuestro!

—Poincarno trataba de explicarte el dilema al que le han enfrentado los análisis. Todos los organismos vivos contienen células, una sola los más simples, pero el hombre posee más de diez mil millones, y todas esas células se construyen según el mismo modelo, a partir de dos materiales básicos, los ácidos nucleicos y las proteínas. Estos ladrillos con los que se construyen los seres vivos provienen a su vez de la combinación química en el agua de varios elementos: el carbono, el nitrógeno, el hidrógeno y el oxígeno. Esto responde a la pregunta del porqué de la vida, pero ¿cómo empezó todo? A este respecto, los científicos se plantean dos hipótesis distintas. O bien la vida apareció en la Tierra tras una serie de reacciones complejas, o bien materiales que provenían del espacio dieron origen a la vida en la Tierra. Todos los seres vivos evolucionan, no van hacia atrás. Si el ADN de tu Eva etíope contiene alelos genéticamente modificados, su cuerpo está por así decir más evolucionado que el nuestro, lo que por lo tanto es imposible, a no ser que…

—A no ser que ¿qué?

—A no ser que tu Eva muriera en la Tierra pero no naciera en ella…

—¡Eso es impensable!

—Si Walter estuviera aquí se enfadaría contigo.

—Adrian, no me he tirado diez años de mi vida buscando el eslabón perdido para luego tener que explicarles a mis colegas que el primer ser humano vino de otro mundo.

—En este preciso momento, mientras hablo contigo, seis astronautas están encerrados en una cámara en algún lugar cerca de Moscú, preparándose para un viaje a Marte. No me invento nada. No es que vayan a enviar un cohete al espacio próximamente, hoy en día no se trata más que de un experimento organizado por la Agencia espacial europea y el Instituto ruso de investigaciones biomédicas, con el fin de analizar las capacidades del hombre para recorrer largas distancias en el espacio. Se prevé que este experimento, llamado Marte 500, concluya dentro de cuarenta años. Pero ¿qué son cuarenta años en la historia de la humanidad? Seis astronautas partirán hacia Marte en 2050 como lo hicieron, hace menos de cien años, los primeros hombres que pisaron la Luna. Ahora, imagínate el escenario siguiente: si uno de ellos muriera en Marte, según tú ¿qué harían los demás?

—¡Se comerían su merienda!

—¡Keira, por favor, tómate las cosas en serio un momento nada más!

—Lo siento, esto de estar encerrada me pone nerviosa.

—Razón de más para que me dejes distraerte un poco.

—No sé lo que harían los demás. Enterrarlo, supongo.

—¡Exactamente! Dudo mucho que quisieran hacer el viaje de vuelta con un cuerpo en descomposición a bordo del cohete. De modo que lo entierran. Pero bajo el polvo de Marte encuentran hielo, como en el caso de las tumbas sumerias en la meseta de Man-Pupu-Nyor.

—No exactamente —corrigió Keira—, a ésos los inhumaron en tierra, pero hay muchas tumbas de hielo en Siberia.

—Entonces como en Siberia… Con la esperanza de que vuelva otra misión, nuestros astronautas entierran, junto con el cuerpo de su compañero, una baliza y una muestra de su sangre.

—¿Por qué?

—Por dos razones distintas. Para poder localizar la sepultura, pese a las tormentas que pueden alterar el paisaje, y para poder identificar con certeza a aquel o aquella que allí descansa… Como hemos hecho nosotros. La tripulación se marcha a bordo de su cohete, como los astronautas que dieron los primeros pasos del hombre en la Luna. Lo que acabo de decirte no es nada científicamente extravagante, después de todo en un siglo sólo hemos aprendido a viajar más lejos en el espacio. Pero entre el primer vuelo de Ader, que recorrió varios metros por encima del suelo, y el primer paso de Amstrong en la Luna, sólo han transcurrido ochenta años. Los progresos técnicos, el conocimiento que habrá habido que adquirir para pasar de ese breve vuelo a la posibilidad de liberar un cohete de varias toneladas de la atracción terrestre son inimaginables. Bien, continúo: nuestra tripulación ha regresado a la Tierra, y su compañero descansa bajo el hielo de Marte. Al Universo le trae sin cuidado todo esto y su expansión prosigue, los planetas de nuestro sistema solar giran alrededor de su estrella, que los calienta y los calienta. Dentro de varios millones de años, lo cual no es mucho en la historia del Universo, Marte se calentará, y los hielos subterráneos se fundirán. Entonces, el cuerpo congelado de nuestro astronauta empezará a descomponerse. Dicen que bastan pocas semillas para dar origen a un bosque. Basta con que unos pocos fragmentos de ADN del cuerpo de tu Eva etíope se mezclaran con el agua cuando nuestro planeta salía de su era glaciar para que empezara el proceso de fertilización de la vida. El programa que contenía cada una de esas células bastaría para hacer el resto, y ya sólo serían necesarios varios centenares de millones de años más para que la evolución llegara a seres vivos tan complejos como la Eva que les dio origen… «La noche del uno custodia el origen.» Otros antes que nosotros comprendieron lo que acabo de decirte…

El neón del techo se apagó.

Estábamos sumidos en la oscuridad más total.

Tomé la mano de Keira.

—Estoy aquí, no tengas miedo, estamos juntos.

—¿Crees en lo que acabas de contarme, Adrian?

—No lo sé, Keira. Si me preguntas si ese escenario es posible, mi respuesta es sí. ¿Me preguntas si es probable? Dadas las pruebas que hemos encontrado, la respuesta es por qué no. Como en toda búsqueda o en todo programa de investigación, hay que empezar por una hipótesis. Desde la Antigüedad, quienes hicieron los mayores descubrimientos fueron aquellos que tuvieron la humildad de considerar las cosas de otra manera. En el colegio, nuestro profesor de ciencias nos decía:
Para descubrir, uno tiene que salir de su propio sistema. Desde dentro no se ve casi nada, en todo caso no se ve nada de lo que pasa fuera.
Si fuéramos libres y publicáramos tales conclusiones respaldadas por las pruebas de que disponemos, suscitaríamos diferentes reacciones, tanto de interés como de incredulidad, por no hablar de la envidia, que llevaría a numerosos colegas a tildar nuestro trabajo de herejía. Y sin embargo, cuánta gente tiene fe, Keira, cuántos hombres creen en un Dios sin ninguna prueba de su existencia. Entre lo que nos han enseñado los fragmentos, los esqueletos descubiertos en Dipa y las extraordinarias revelaciones de estos análisis de ADN, tenemos derecho a hacernos todo tipo de preguntas sobre la manera en que apareció la vida en la Tierra.

—Tengo sed, Adrian.

—Yo también tengo sed.

—¿Crees que van a dejarnos morir así?

—No lo sé, el tiempo empieza a hacérseme muy largo.

—Al parecer es horrible morir de sed, al cabo de un tiempo se te hincha la lengua y te asfixias.

—No pienses en eso.

—¿Lamentas algo de lo que nos ha pasado?

—Estar encerrado aquí, sí, pero ni uno solo de los instantes que hemos vivido juntos.

—Al final sí que habré encontrado a la abuela de la humanidad —suspiró Keira.

—Puedes incluso decir que has encontrado a su tatarabuela, todavía no he tenido ocasión de felicitarte.

—Te quiero, Adrian.

Estreché a Keira entre mis brazos, busqué sus labios en la oscuridad y la besé. A medida que pasaban las horas, nuestras fuerzas mermaban.

—Walter estará preocupado.

—Está acostumbrado a vernos desaparecer.

—Nunca nos hemos marchado sin avisarlo.

—Esta vez a lo mejor se inquieta por nosotros.

—No será el único, nuestras investigaciones no serán vanas, lo sé —dijo Keira, con un hilo de voz—, Poincarno seguirá analizando el ADN y mi equipo se traerá de Etiopía el esqueleto de Eva.

—¿De verdad quieres bautizarla con ese nombre?

—No, quería llamarla Jeanne. Walter ha guardado los fragmentos en un lugar seguro, el equipo de Virje estudiará la grabación. Ivory abrió una vía y nosotros la seguimos, pero otros continuarán sin nosotros. Tarde o temprano, juntos reunirán todas las piezas del puzle.

Keira calló.

—¿No quieres decirme nada más?

—Estoy muy cansada, Adrian.

—No te duermas, aguanta.

—¿Para qué?

Tenía razón, morir durmiendo sería una muerte más dulce.

El neón se encendió, no tenía ni idea de cuánto tiempo había pasado desde que habíamos perdido el conocimiento. A mis ojos les costó acostumbrarse a la luz.

Ante la puerta había dos botellas de agua, chocolatinas y galletas.

Sacudí a Keira, le humedecí los labios y la acuné, suplicándole que abriera los ojos.

—¿Has preparado el desayuno? —murmuró.

—Algo así, pero no bebas muy de prisa.

Una vez aplacada la sed, Keira se lanzó sobre el chocolate, y compartimos las galletas. Habíamos recuperado algo de fuerzas, y ella ya no estaba tan pálida.

—¿Crees que han cambiado de opinión? —me preguntó.

—No sé más que tú, esperemos a ver.

La puerta se abrió. Dos hombres con pasamontañas entraron primero, y un tercero, con el rostro al descubierto y vestido con un traje de tweed de corte impecable, se presentó y nos dijo:

—En pie, sígannos.

Salimos de nuestra celda y enfilamos un largo pasillo.

—Éstas son las duchas del personal —nos dijo el hombre—, vayan a asearse, que buena falta les hace. Mis hombres les acompañarán hasta mi despacho cuando estén listos.

—¿Puedo saber a quién debemos el honor? —pregunté yo.

—Es usted arrogante, eso me gusta —contestó el hombre—. Me llamo Edward Ashton. Hasta luego.

Volvíamos a estar casi presentables. Los hombres de Ashton nos acompañaron por una suntuosa mansión en plena campiña inglesa. La celda en la que habíamos estado encerrados se encontraba en los sótanos de un edificio junto a un gran invernadero. Recorrimos un jardín perfectamente cuidado, subimos una escalinata y nos hicieron pasar a un inmenso salón de paredes revestidas de madera.

Allí nos esperaba sir Ashton, sentado tras un escritorio.

—Cuántos quebraderos de cabeza me han dado.

—Lo mismo podemos decir de usted —contestó Keira.

—Veo que usted tampoco carece de sentido del humor.

—Pues yo no le veo la gracia a lo que nos ha hecho pasar.

—La culpa es sólo suya, desde luego no será porque no les advertimos, una y mil veces, pero nada parecía persuadirlos de abandonar sus investigaciones.

—Pero ¿por qué habríamos tenido que renunciar? —pregunté yo.

—Si sólo dependiera de mí, ya no podrían siquiera hacerme esta pregunta, pero no soy el único que decide.

Sir Ashton se levantó. Pulsó un interruptor, y los paneles de madera que adornaban las paredes circulares del salón se abrieron, desvelando quince pantallas que se encendieron simultáneamente. En cada una de ellas apareció el rostro de una persona. Reconocí en seguida a nuestro contacto en Amsterdam. Trece hombres y una mujer se fueron presentando por turnos con el nombre de una ciudad: Atenas, Berlín, Boston, El Cairo, Estambul, Madrid, Moscú, Nueva Delhi, París, Pekín, Río, Roma, Tel Aviv y Tokio.

—Pero ¿quiénes son ustedes? —quiso saber Keira.

—Representantes oficiales de cada uno de nuestros países. Estamos al mando del asunto que les concierne.

—¿Qué asunto? —pregunté a mi vez.

La única mujer de la asamblea fue la primera en dirigirse a nosotros. Se presentó con el nombre de Isabel y nos hizo una extraña pregunta:

—Si tuvieran la prueba de que Dios no existe, ¿están seguros de que los hombres querrían verla? ¿Y han meditado bien las consecuencias de la difusión de una noticia así? Dos mil millones de seres humanos viven en este planeta por debajo del umbral de la pobreza. La mitad de la población mundial subsiste privándose de todo. ¿Se han preguntado lo que hace que un mundo tan cojo como éste mantenga su equilibrio? ¡La esperanza! La esperanza de que exista una fuerza superior y benévola, la esperanza de una vida mejor después de la muerte. Llamen a esta esperanza Dios o fe, como prefieran.

—Discúlpeme, señora, pero los hombres no han dejado de matarse unos a otros en nombre de Dios. Aportarles la prueba de que no existe los liberaría de una vez por todas del odio hacia el otro. Considere cuántos de nosotros han muerto en las guerras de religión, cuántas víctimas siguen provocando estos enfrentamientos cada año, cuántas dictaduras descansan sobre una base religiosa.

—Los hombres no han necesitado creer en Dios para matarse unos a otros —replicó Isabel—, sino para sobrevivir, para hacer lo que les dicta la naturaleza y asegurar la continuidad de la especie.

—Los animales lo hacen sin creer en Dios —replicó Keira.

—Pero el hombre es el único ser vivo en este mundo que es consciente de su propia muerte, señorita; es el único que la teme. ¿Sabe a cuándo se remontan los primeros signos de religiosidad?

—Hace cien mil años, cerca de Nazaret —contestó Keira—, unos
Homo sapiens
inhumaron, probablemente por primera vez en la historia de la humanidad, el cadáver de una mujer de unos veinte años. A sus pies descansaba asimismo el cuerpo de un niño de seis años. Quienes descubrieron su sepultura encontraron también alrededor de sus esqueletos una gran cantidad de ocre rojo y de objetos rituales. Los dos cuerpos estaban en una postura de oración. A la pena que acompañaba la pérdida de un ser querido había venido a añadirse la imperiosa necesidad de honrar la muerte… —concluyó Keira, repitiendo palabra por palabra la lección de Ivory.

—Cien mil años —prosiguió Isabel—, mil siglos de creencias… Si aportaran al mundo la prueba científica de que Dios no creó la vida en la Tierra, este mundo se destruiría. Mil quinientos millones de seres humanos viven en una miseria intolerable, inaceptable e insoportable. ¿Qué hombre, qué mujer y qué niño que sufre aceptaría su condición si careciera de esperanza? ¿Quién le impediría matar a su prójimo, apoderarse de lo que le falta, si su conciencia estuviera libre de todo orden trascendente? La religión ha matado, pero la fe ha salvado tantas vidas, ha dado tantas fuerzas a los más desfavorecidos… No pueden apagar una luz así. Para ustedes los científicos, la muerte es necesaria, nuestras células mueren para que vivan otras, morimos para dejar paso a quienes deben sucedemos. Nacer, desarrollarse y morir es lo que tiene que ser, pero para la gran mayoría, morir no es sino una etapa hacia otro lugar, un mundo mejor en el que todo lo que no es será, en el que todos los que han desaparecido los esperan. Ustedes no han conocido ni el hambre, ni la sed ni la falta de medios, y han perseguido sus sueños. Fueran cuales fueran sus méritos, han tenido esa oportunidad. Pero ¿han pensado en quienes no la han tenido? ¿Serían tan crueles como para decirles que su sufrimiento en la Tierra no tenía más fin que la evolución?

Other books

Vail 02 - Crush by Jacobson, Alan
Rippled by Erin Lark
The Grub-And-Stakers House a Haunt by Alisa Craig, Charlotte MacLeod
Silver Like Dust by Kimi Cunningham Grant
Irish Alibi by Ralph McInerny
Lime Creek by Joe Henry
Gate of the Sun by Elias Khoury