No, no, murmuró Garrett.
¿Por qué no?
Te morirás de frío.
Ella no dijo nada más, pero siguió desabrochándose el abrigo. Garrett se quitó el otro guante y lo arrojó al suelo; deslizó sus manos por la lana, notando en su piel curtida la caricia de los ribetes de seda. Una oleada de culpa le invadió, algo le decía que lo que estaban haciendo no estaba bien, pero ya era demasiado tarde. Notó la delicadeza de sus costillas, llevó la mano hacia su corazón y luego… se perdió.
—Estoy preocupada, Jack.
Él lo veía venir. Mabel se había pasado el día mirando por la ventana, mordiéndose el labio inferior, suspirando mientras barría o hacía la colada. Pero ¿por qué esperaba siempre hasta la hora de la comida para dar a conocer sus cuitas? Eso nunca lo había entendido.
—¿Mmm? —Se sirvió más judías en el plato.
—Me preocupan los niños… O, mejor dicho, el hecho de que ya no sean unos niños, ¿no? Diría que son ya unos jóvenes.
—¿Mmm?
—¿Me escuchas, Jack?
Él untaba de mantequilla una rebanada de pan, pero asintió.
—Es que… se les ve muy unidos, ¿no crees? Pasan demasiado tiempo juntos, los dos solos, y no estoy segura de que sea apropiado. Teniendo en cuenta su edad.
—Mmm…
—¡Jack, por el amor de Dios! ¿Te estás enterando de quién hablo? ¿Has escuchado una sola de mis palabras?
Frustrado, él soltó el cuchillo y el tenedor y miró fijamente a Mabel.
—Muy bien, ya he dejado de comer. ¿Estás contenta?
—Lo siento. Es que… Garrett y Faina, creo que quizá estén…
—¿Qué?
—¿No lo has notado? ¿La cantidad de tiempo que pasan juntos? La forma en que andan, cogidos del brazo.
—Son unos críos. Les sienta bien tener un amigo.
—Pero, Jack, no son críos. Ya no. ¿No lo ves? Faina debe de tener dieciséis o diecisiete años y Garrett tiene casi diecinueve.
Le sorprendió constatar el tiempo que había pasado. Cuando apareció en la puerta de la cabaña por primera vez, Faina era una niña pequeña, y casi ayer mismo Garrett era un mozalbete de trece, cuyo único interés era cazar comadrejas.
—Supongo que tienes razón, Mabel. Los años me han pasado volando. Pero yo no me preocuparía. Garrett no es de los que van detrás de las chicas. Diría que el noviazgo no entra en los planes de ninguno de los dos.
—No, Jack. Te equivocas.
—Nosotros casi les doblábamos la edad cuando empezamos a salir.
—Pero no era lo habitual. Mi hermana menor se casó a la edad de Faina.
Jack bajó la vista hacia las judías, ya frías, y al pan cada vez más seco. La habilidad de Mabel para ver problemas por todas partes, presentes o futuros, lo agobiaba. A veces deseaba que le dejara comer las judías mientras aún estaban calientes y el pan cuando aún crujía recién sacado del horno, que dejara los problemas a un lado.
—Lo siento, Jack. Quizá no sea nada. Solo me parece peligroso que pasen tanto tiempo juntos sin carabina. Y he notado un cambio en Faina, algo que no sabría explicarte del todo. Claro que, ¿qué podemos hacer? No podemos prohibirle nada. No es nuestra hija…
El último dardo dio en la diana. ¿Cuántas veces había pronunciado él esas mismas palabras? Faina no era su hija. No podían decidir su vida. Lo único que podían hacer era agradecer el tiempo que pasaban con ella. Y lo otro, todo eso de Faina correteando por el bosque con el chico, se instaló en su cerebro de la misma forma que se mete una piedrecita en la bota. Al principio no es más que algo molesto, pero al final te hace cojear.
Durante días Jack apenas pensó en otra cosa. De joven había permanecido al margen de las chicas. Mientras sus amigos se acicalaban todos los fines de semana para asistir a los bailes del pueblo, él prefería pasar las tardes trabajando en el cobertizo o cuidando de un potrillo. Había besado a unas cuantas chicas detrás del granero, por supuesto, pero casi por obligación, y a menudo se preguntaba qué tenía Mabel para haber despertado, y conservado, su interés. Era tranquila, amable, pensativa, y al principio no le había hecho el menor caso. Con el tiempo, sin embargo, habían forjado un afecto que era asimismo tranquilo y amable, a ratos distante.
Y Jack siempre había pensado que Garrett se parecía a él. Esther siempre bromeaba diciendo que no habría mujer en el mundo dispuesta a lidiar con un chico tan tozudo. Mientras sus hermanos se habían apresurado a casarse con chicas guapas y alegres, Garrett tendía a la soledad. Jack sospechaba que, al final, tal vez dentro de unos cuantos años, aparecería una mujer de carácter singular que sería la media naranja de Garrett.
Pero ¿Faina? Eso era imposible. No importaba su edad: era una niña, pura y frágil. Garrett era demasiado decente para profanarla.
Entonces se dedicó a observarlos; los vio charlando en el bosque, tan cerca que sus brazos se rozaban, los vio despedirse y el apretón de manos duraba más de lo necesario. Y una noche, en la cama, Mabel le dio la noticia con una voz en la que él intuyó la confirmación de los temores de su esposa, alarma.
—Faina no se va. Dice que se quedará a pasar el verano.
—¿Qué?
—Lo que oyes. No se marchará cuando se acabe la nieve.
—¿Por qué?
—¿De verdad tienes que preguntarlo?
—¿Qué te ha dicho ella?
—Me ha dicho que Garrett quiere llevarla a pescar salmones, y a la tundra a cazar caribúes. Me ha dicho que se queda todo el verano.
Era inquietante, pero Jack no acababa de decidir por qué. ¿Acaso no había sido siempre el deseo de ambos? La niña estaría con ellos durante todo el año, lo que evitaría que tuvieran que preocuparse por si le sucedía algo en esos largos meses de verano. Pero no era lo que él quería. La echaba de menos cuando no estaba, pero en realidad prefería pensar que estaba en las montañas nevadas, lejos del calor del sol y del valle infestado de mosquitos.
—¿No comprendes qué significa esto, Jack?
Él no contestó.
Salió el sol y la nieve empezó a fundirse, primero de los aleros y las ramas de los árboles, luego en las lomas de las montañas. La primavera llegó, rápida y cálida, y el río creció por el deshielo. Jack le dijo a Mabel que iba a dar un paseo hasta el río, a ver cómo bajaba el hielo, pero lo cierto era que seguía a los chicos. Garrett ya se había instalado en el establo, a pesar de que aún faltaba tiempo para la siembra, y esa mañana el chico se había levantado temprano y se había reunido con Faina y el perro en el patio. Ni siquiera habían pasado por la cabaña a decir buenos días, despedirse, o simplemente preguntar cómo estaban. Se habían marchado, cogidos del brazo, por el camino que llevaba al río.
—Vuelvo enseguida —dijo Jack, evitando cruzar su mirada con la de Mabel.
Esa mañana se la veía desanimada, hablaba poco y se movía sin hacer ruido por la cabaña. Cuando ya iba a salir, se detuvo y la cogió de la mano. Ella le miró a los ojos, como si fuera a decirle algo, pero solo le dio un beso en la mejilla.
El patio y el camino principal estaban embarrados, pero el sendero que descendía hacia el río era más transitable, ya que serpenteaba entre los abetos. El terreno estaba seco, transido de raíces y musgo. Una ardilla saltó de una rama a otra, pero Jack solo pudo oír el zumbido, la escasa luz no le permitió verla. Aunque seguía habiendo zonas con nieve, abundaban más las hojas de cornejo enano y los helechos, que asomaban del suelo. No tardó en oír el rugido del río y al acercarse al agua vio que en los sauces nacían unos brotes blandos y plateados. Fue a cortar algunos, para llevárselos a Mabel, pero entonces recordó la tarea que guiaba sus pasos y siguió caminando.
Esperaba encontrarlos en la orilla del río, tirando piedras contra los fragmentos de hielo o jugando a sacar un palo de entre los dientes del perro. Como no estaban allí, siguió el sendero que bordeaba el río y cruzaba los sauces, hasta que se encontró en una zona más alta llena de abetos. Los árboles eran más altos y más densos, y en la tierra reinaba el silencio y la sombra. Miraba al suelo para no tropezar con las raíces, y sus ojos se posaron en un matojo de florecillas rosadas que florecía entre el musgo y las agujas de los pinos. Zapatillas de hada, así las había llamado Mabel. Una vez, él le había llevado un ramo de esas orquídeas salvajes y ella le había regañado, diciéndole que eran frágiles y que con cada flor arrancada había condenado a muerte a una planta entera.
Rodeó las flores. El sendero se perdía, pero a ratos oía voces. Pudo llamarlos, avisarlos de su presencia, pero entonces lo que estaba haciendo no tendría sentido. Estaba allí para espiarlos, aunque la idea le diera náuseas.
Los encontró por fin, apoyados en uno de los árboles más grandes de hoja perenne, tumbados sobre sus abrigos que habían dispuesto como mantas en el suelo. Era un lugar hermoso; el sol brillaba entre las ramas y moteaba el suelo de puntos de luz, el aire olía a abeto fresco y limpio. Observó a escondidas hasta estar seguro de lo que estaba viendo. Desvió la mirada, tan abrumado por sentimientos de vergüenza y de rabia que le costó encontrar el camino de regreso a casa.
Jack parecía llevar horas fuera, y Mabel pasó por delante de la ventana más veces de las que pudo contar. Había cometido un error al contárselo. Debería haber dejado a un lado sus remilgos y hablado francamente con la niña. De mujer a mujer. Pero ya era demasiado tarde.
Suspiró aliviada al ver que Jack llegaba al patio. Iba solo. Pero entonces ella reparó en la rapidez de sus pasos, la patada que le dio a la puerta del establo para abrirla… y para cerrarla un instante después, quedándose fuera como si no supiera, adónde ir o qué hacer. Fue al montón de madera y cogió el martillo. Dios, pensó ella, va a matarlo. Pero lo que hizo Jack fue cortar troncos, uno tras otro, lo que no tranquilizó en absoluto a Mabel. Ese invierno Garrett había cortado troncos para años. Jack no estaba trabajando, sino dando rienda suelta a su furia. Ella quiso salir a buscarlo. No le había hablado del afecto genuino que había leído en la cara de Garrett ni de la sonrisa que había visto en los labios de Faina cuando lo cogía del brazo. En ese momento cayó en la cuenta de que, a pesar de la insistencia de Jack en que Faina no era su hija, estaba viendo ese asunto como lo haría un padre.
Al principio Mabel no advirtió que Garrett había salido de los árboles, pero cuando dejó de oír el ruido acompasado de la madera al romperse, miró por la ventana y vio a ambos hombres de pie junto a la montaña de troncos. No oía lo que decían, pero por sus movimientos deducía que hablaban: primero Jack, luego Garrett. Vio que Jack agitaba las manos y que Garrett hundía los hombros, durante un segundo. Luego reaccionó y habló con más vivacidad. Mabel seguía en la ventana, con una mano apoyada en el cristal. Y entonces, aparentemente sin previo aviso, Jack soltó un puñetazo que derribó a Garrett al suelo.
Quizá había sido un error. Nunca había visto a Jack pegar a nadie y rezó porque hubiera malinterpretado la escena que se acababa de desarrollar ante sus ojos. Pero entonces Garrett se sentó, frotándose la barbilla con el dorso de la mano; Jack le tendió la suya, seguramente para ayudarlo a incorporarse, pero el muchacho la rechazó y se puso de pie, tambaleante, por sus propios medios.
Cuando Jack entró en la cabaña, ni él ni Mabel dijeron nada. Ella le llevó hasta la jofaina para que pusiera en agua los hinchados nudillos y se los envolvió en un trapo húmedo. Fuera se oyó el galope del caballo de Garrett.