La niña de nieve (19 page)

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Authors: Eowyn Ivey

Tags: #Narrativa

BOOK: La niña de nieve
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Capítulo 17

Al acercarse a la cabaña, Jack oyó un murmullo de voces femeninas y cuando cruzó la puerta cargado con un montón de leña encontró a Esther, con los pies indecorosamente apoyados sobre una silla frente al fuego. Llevaba unos pantalones de estilo marinero, con las perneras remetidas en unos calcetines altos a rayas rojas. El dedo gordo de un pie asomaba por un agujero, y cuando Jack llenó el horno de leña, Esther movió los dedos de los pies.

—Estaba diciéndole a Mabel que espero que mi chico no os esté dando demasiado la lata. Sé que viene a veros a menudo este invierno, y estoy segura de que no para de hablar —dijo Esther.

Mabel le tendió una taza de té y su invitada dio un ruidoso sorbo.

—No. No. —Jack intentó no mirar hacia el dedo desnudo—. Para nada. Si te digo la verdad, disfruto de su compañía. Podría aprender mucho de él.

—¡Ni se te ocurra decírselo! Se le subirá a la cabeza y no podremos aguantarlo. Ese chico sabe muchas cosas, pero no sabe la mitad de lo que cree saber.

—Bueno, supongo que es cosa de la edad.

—Te ha cobrado aprecio. Siempre te tiene en la boca. Jack dice esto, Jack dice lo otro…

Mabel sirvió una taza de té para Jack.

—Hay pan de calabacín. Lo ha traído Esther.

Las dos mujeres habían pasado el día compartiendo recetas e intercambiando retales, y sus risas se oían desde el patio. Jack se alegraba de que Mabel tuviera compañía.

Esther se levantó, se desperezó y cogió un trozo de pan del plato.

—También le estaba dando a tu mujer un buen consejo. Le he dicho a Mabel que debería salir más de la cabaña. Toda esa historia de niñas que corren entre los árboles… Lo próximo será organizar meriendas en el patio vestida solo con ropa interior y un sombrero floreado.

Esther dio un leve codazo a Mabel al tiempo que le guiñaba el ojo, pero ésta no sonrió.

—¡Vamos, mírate! Blanca como un espectro. No te estoy diciendo nada que no sepas. Estos cuentos sobre una niña no son más que tonterías.

—No estoy loca, Esther. —Mabel habló con voz seria y mirando a Jack a los ojos.

—Veo que te queda espíritu combativo, chiquilla. —Esther la abrazó por la cintura—. Te hará falta hasta el último soplo para sobrevivir aquí.

Jack pensó que Esther buscaría una excusa para irse, pero o bien no se percató del aire enojado de Mabel, o bien tenía más arrestos que nadie que él hubiera conocido. Volvió a dejarse caer en la silla y saboreó otro sorbo de té.

—Un té excelente. Realmente bueno —dijo—. ¿Os he hablado alguna vez del té de oso grizzly?

—No, al menos que yo recuerde —dijo Jack. Tenía intención de seguir trabajando durante un par de horas más, pero acercó una silla a las dos mujeres y cogió un trozo de pan de calabacín.

—Un tal Danny… ¿Jeffers, Jaspers? ¡Vaya por Dios, se me va la cabeza! En fin, ese Danny solía llevar encima un maloliente saco de arpillera lleno de… bueno, digamos que contenía las partes menos decorosas de los osos grizzly. Juraba que con eso podía prepararse un té que mejoraba tu vida amorosa.

Los ojos de Esther despedían un brillo travieso.

—Así pues, siempre sabías quién tenía problemas de cama: bastaba verlo hablando con el viejo Danny.

—¿Y se bebían eso? ¡Qué horror! —Mabel arrugó la nariz.

—Pues yo más bien pensaba en esos pobres osos —repuso Jack—. ¡Imaginad tener que aguantar eso!

Esther se rió a carcajadas y se llevó las manos a la barriga.

—Debería haber sido toda una escena, ver cómo derribaba a un oso.

—¿No querrás decir que…? —preguntó Mabel, asombrada.

Esther apenas podía hablar de la risa.

—No, no… Los osos no estaban vivos. Los mataba antes.

—¡Ah! —exclamó Mabel, y Jack no habría sabido decir si se sentía avergonzada o pensaba en los osos muertos.

—Supongo que a lo largo de los años habréis tenido por aquí un buen desfile de personajes —comentó él.

—No lo dudes. Este sitio atrae a los chiflados como moscas. ¡Solo tengo que decirte que nosotros nos contamos entre los cuerdos!

En ese momento Mabel sí que sonrió.

—¿Habéis oído hablar del tipo que pintó la cabaña de un naranja brillante? —preguntó Esther.

—No, basta… —Mabel se reía y meneaba la cabeza—. No te creo. Te lo estás inventando.

Esther alzó la mano derecha con gesto solemne.

—Juro que es verdad. Naranja como una fruta fresca. Dijo que le animaría durante los negros inviernos. Su casa estaba justo al otro lado de las vías. A mí no me disgustaba, pero todos los hombres de la ciudad le estuvieron tomando el pelo sin descanso.

—¿Y funcionó? —preguntó Jack.

—La verdad es que no. Ese invierno el pobre hombre se quemó dentro de su cabaña, todo quedó reducido a escombros. Siempre me pregunté… Él se quejaba del frío más que ningún otro hombre que haya conocido. Qué estaba haciendo alguien como él en Alaska es algo que escapa a mi comprensión. Todos dijeron que el incendio había sido un accidente, y que la pintura de las paredes avivó las llamas, pero quizá solo estaba harto de tener frío. Y quiso partir envuelto en calor, como el viejo Sam McGee.

—¿Sam qué más? —preguntó Mabel—. ¿Vivía por aquí?

—¡Sam qué más! ¿Y tu padre era profesor de literatura? —Esther se puso a recitar un poema escrito por un poeta de Yukon llamado Robert Service que hablaba de todas las cosas raras que se hacen bajo el sol de medianoche.

Oscurecía, y Mabel invitó a Esther a que se quedara a cenar, pero ella rechazó la propuesta aduciendo que debía volver a casa a cocinar para esa tropa de hombres. En cuanto se hubo puesto el abrigo y las botas, ya lista para salir, dio otro abrazo a Mabel.

—¡Maldita sea! Te has convertido en mi mejor amiga —dijo Esther—. Cuídate, ¿de acuerdo?

—Lo haré —dijo Mabel—. Me he alegrado mucho de verte.

Jack siguió a Esther hasta el patio y se ofreció a atar el caballo a la carreta.

—Ya lo hago yo, Jack —dijo ella. Se inclinó hacia él y volvió la vista hacia la cabaña—. Pero ella me preocupa. Le noto cierta tristeza, como la que afectaba a mi madre. Vigílala, Jack.

Jack esperaba encontrar a Mabel silenciosa y taciturna, pero en su lugar la halló tarareando en la cocina.

—¿Os lo habéis pasado bien?

—Sí. Nunca había conocido a alguien como ella. Es una caja de sorpresas. Disfruto de su compañía.

Mabel echó agua en la jarra y siguió hablando sin mirarlo.

—¿Por qué no acudiste en mi ayuda antes? Podrías haberle dicho que también habías visto a la niña, ¿no?

Así que era él, y no Esther, quien la había hecho enfadar.

—Me asombra, Jack. La niña es real. La has visto con tus propios ojos, te has sentado con ella a esta misma mesa. Y sin embargo ni una sola vez has admitido su existencia delante de los Benson.

—No lo sé —dijo él—. Quizá no soy tan valiente como tú.

—Me estás tomando el pelo.

—No. Tú eres distinta. Fiel a ti misma, aunque eso implique que la gente te tache de loca. Pero yo… bueno, yo solo…

—Tú prefieres no decir ni una palabra. —Pero su tono denotaba más sorpresa que enfado.

Ella sacó unas patatas del saco.

—¿Crees que debería comprarme unos pantalones de lana como esos de Esther? —preguntó a su marido.

—Solo si también llevas esos calcetines con agujeros.

—¿No me digas que no parecían calientes y prácticos?

—¿Los calcetines? —bromeó él.

—No. No. Eso ya es harina de otro costal.

Mientras ella empezaba a pelar las patatas, él se puso a su espalda y acarició los mechones de cabello que se le escapaban de las horquillas y se le rizaban en la nuca. Luego la abrazó por la cintura y la atrajo hacia sí. Tras todos esos años, seguía fascinado por el olor de su piel, a jabón dulce y aire fresco. Le susurró al oído:

—Baila conmigo.

—¿Qué?

—Acabo de invitarte a bailar.

—¿Bailar? ¿Aquí, en la cabaña? ¿Quién es el loco ahora?

—Por favor.

—Si no hay música.

—Seguro que recordamos alguna melodía. —Y empezó a tararear «A la sombra del viejo manzano»—. ¿Ves? —añadió luego, y le dio la vuelta para mirarla a los ojos, tenía una mano aún apoyada en su cintura y la otra entrelazada con la de Mabel.

Tarareó más fuerte y la hizo girar sobre el suelo de madera.

—Mmm… con todo mi corazón, te esperaré…

—… a la sombra del viejo manzano.

Ella le besó en la mejilla y él acarició su espalda.

—Ah, se me ha ocurrido otra —dijo ella—. Espera… —Y empezó a tararear en voz baja. Al principio Jack no la reconoció, pero luego, al recordarla, se puso a cantar.

—Cuando mis cabellos se hayan vuelto grises —dio un giro alrededor de la mesa de la cocina—, ¿me besarás ese día y me dirás que me amas en diciembre igual que me amaste en mayo?

Se hallaban detrás del horno de leña y Mabel le besó con sus labios dulces, abiertos. Jack la atrajo hacia sí, uniendo sus cuerpos, y la besó en la cara y en el cuello, y, cuando ella dejó caer la cabeza sobre su hombro, en el final del cuello. Luego la cogió en brazos.

—¡Por el amor de Dios…! Te partirás la espalda —balbuceó Mabel entre risas—. Somos demasiado viejos para esto.

—¿Ah, sí? —repuso él.

Frotó la barba contra su mejilla. Ella dio un chillido sin dejar de reírse y él la llevó hasta el dormitorio, aunque aún no habían cenado.

Capítulo 18

Los arándanos eran rubíes diminutos sobre la nieve blanca y no pasaban inadvertidos bajo la atenta mirada de Mabel. Había creído que no serían comestibles, pero Esther le dijo que en realidad eran más dulces una vez helados, y por tanto perfectos para salsas y compotas. A finales de febrero, las temperaturas habían subido un poco, hasta los cero grados. El cielo era azul, el aire sereno y resultaba extremadamente agradable salir a pasear. Mabel avanzó por la profunda capa de nieve que rodeaba la cabaña llevando consigo la cestita que Faina les había regalado. Los arándanos eran pequeños y se esparcían por las flacas ramas desnudas, pero Mabel fue llenando la cesta poco a poco. Quería preparar una salsa sabrosa a base de arándanos, las cebollas de Esther y algunas especias. Tal vez así lograría disfrazar el sabor de la carne de alce, su único alimento desde hacía semanas. Mabel sonreía para sus adentros, pensando en lo cierto que es que la necesidad es la madre de los inventos, cuando, al alzar la cabeza, vio a la niña y al zorro.

Faina siempre conseguía sobresaltar a Mabel. No era solo la forma en que aparecía de improviso, sino también su porte. Estaba quieta, con los brazos a los lados, una silueta azul y blanca de lacios cabellos, con su abrigo de lana, mitones, bufanda y gorro. El sombrero marrón se veía cubierto de nieve, al igual que sus pestañas. Su expresión denotaba una atención serena, como si llevara esperando minutos, o incluso años, y supiera que era solo cuestión de tiempo que Mabel apareciera en esa zona del bosque.

Mabel no habría podido decir qué edad tenía la niña. Daba la impresión de ser a la vez una recién nacida y vieja como las montañas, con los ojos animados por pensamientos callados y la cara impasible. Allí, en la arboleda, con esa niña, todo parecía posible.

El zorro resultaba igualmente asombroso. Tumbado junto a Faina, con el sedoso rabo doblado sobre sus patas y las orejas en alerta. Sus ojos de depredador y su fina boca negra insinuaban miles de muertes pequeñas, y Mabel no conseguía olvidar el morro manchado de sangre.

¿Es amigo tuyo?, preguntó a la niña.

Faina se encogió de hombros.

Cazamos juntos, dijo.

¿Quién mata a la presa?, preguntó Mabel.

Los dos.

¿Le acaricias alguna vez?

La niña meneó la cabeza.

Lo hice una vez, dijo. Cuando era un cachorro, comía trozos de carne de mis manos y nunca me mordió. Por las noches dormía a mi lado alguna vez. Pero ahora es demasiado salvaje. Corremos y cazamos juntos, pero nada más.

Como si quisiera demostrar la verdad de su afirmación, Faina extendió la mano hacia el zorro. Rápidamente, este retrocedió y, metiéndose entre las patas de la niña, se perdió entre los árboles. La niña le observaba, y Mabel creyó ver en su cara una expresión de asombro y de añoranza.

¿Has cogido muchos arándanos?, preguntó Faina, volviéndose hacia ella.

Unos cuantos, dijo Mabel. No tantos como debería. Pero hace un día precioso. No me importa haberle dedicado la mayor parte de la mañana.

La niña asintió y señaló hacia un grupo de abetos.

Tienes más ahí mismo, le dijo.

Gracias. ¿Me acompañas?

Pero la niña ya había salido corriendo en dirección a la cabaña. Se movió entre los árboles y subió por un montículo de nieve. Mabel volvía a estar sola en el bosque. La luz del sol centelleaba sobre la nieve y oía el viento, soplando desde el glaciar, pero a su alrededor reinaba el silencio, tanto silencio que Mabel se preguntó si había estado sola todo el rato. Luego se encaminó hacia los abetos.

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