Pero entonces el cuello del cisne se retorció en la mano, volviéndose hacia la cara de la niña. El pico le rozó la mejilla. Ella hundió la cabeza del animal en la nieve y se colocó, con las piernas abiertas, encima del ave. Garrett imaginó el calor que emanaba del cuerpo del cisne: oía los chillidos y aleteos del ave y aquel graznido que parecía salir de aquel extraño cuerpo redondo. El cisne se debatió, pero acabó calmándose. La niña empuñó el cuchillo, lo deslizó bajo el cuello del animal y efectuó un certero corte ascendente.
Se secó la cara con el dorso de la mano ensangrentada. El animal agitó las alas débilmente, solo un momento, y luego se quedó quieto. La niña se dejó caer al lado del pájaro, junto a aquellas enormes alas muertas. La sangre manaba brillante. Seguía nevando.
Ella estuvo un rato sin moverse. Garrett notaba las piernas rígidas por el frío y sentía la necesidad de incorporarse y moverlas, pero, hipnotizado, no pudo hacerlo.
Durante toda una hora, Garrett observó a la niña mientras ésta destripaba al cisne, le cortaba la cabeza y las garras negras. Del cuerpo abierto y las entrañas emanaba vapor. Dejó a un lado el hígado, el corazón del tamaño de una ciruela y el nervudo cuello. Con mano firme despellejó al cisne hasta quedarse con un pellejo colgante de alas blancas, plumas blancas y piel ensangrentada. Garrett esperaba que lo arrojara a un lado, pero la niña lo desplegó en la nieve para luego doblarlo con cuidado, metiendo las alas dentro de la piel. Luego lo introdujo en un saco. Arrastró los restos del animal, alejándolos del lugar donde lo había matado ya que los pedazos y la sangre atraerían a cuervos, mapaches y otros carroñeros. Garrett la vio encaramarse a un pequeño abeto que había en uno de los bordes del claro con la intención de atar allí los restos.
Estaba de espaldas a él, así que Garrett se arrastró tan deprisa como pudo por el mismo camino por el que había llegado. Cuando alcanzó los abetos, se escondió detrás de uno y la vio arrodillarse en el pantano y lavarse las manos y el cuchillo en la nieve. Después se puso el abrigo y el gorro. Garrett se volvió hacia la colina y salió corriendo.
Había dejado de nevar y el cielo se despejaba. El crepúsculo señalaba la llegada del invierno. Retorcidas franjas de niebla se alzaban del río y, mientras corría montaña abajo, era como si descendiera entre nubes. Oyó a una bandada de gansos de nieve que se despedían a gritos del cielo púrpura y, por primera vez en su vida, el sonido le asustó.
Mabel y Faina estaban recortando copos de nieve de papel para decorar el pequeño abeto que tenían en un rincón de la cabaña cuando los Benson aparecieron de improviso con los regalos de Navidad. Esther abrió la puerta de un empujón, sin llamar, y Faina se refugió de un salto en el otro lado de la sala; sus ojos expresaban un miedo intenso y tensaba los músculos, como si estuviera dispuesta a huir. Por un instante Mabel temió que la niña intentara romper el cristal de la ventana. Fue hacia ella, se agachó y la cogió con ternura de la muñeca, con la esperanza de tranquilizarla así.
Esther se quedó quieta, boquiabierta; Mabel se habría reído de la escena de no haber sido por el terror de Faina.
Mabel se incorporó, sin soltar la mano de la niña, y respiró lentamente.
Esther, dijo. Me gustaría presentarte a Faina. Faina, esta es mi buena amiga Esther.
Justo entonces se oyó un fuerte ruido en la puerta: George y Garrett acababan de entrar. Esther levantó la mano y los hizo callar con un gesto, como si pudieran espantar a una criatura del bosque.
Es la niña, George, susurró Esther sin apartar los ojos de Faina. Está aquí. Justo aquí, ante mis ojos.
George soltó una carcajada, pero, tras él, Garrett estaba en silencio. El chico miraba la escena con los ojos muy abiertos, hasta que se dio cuenta de que Mabel le observaba. Entonces dio un paso atrás, ocultándose detrás de su padre.
Mabel hizo que la niña avanzara.
Hola, dijo Faina en voz baja.
Por Dios, dijo Esther. Existe. Tu niña es de carne y hueso.
Las horas siguientes fueron extrañas. Esther intentó fingir que había llevado un regalo para Faina, como si siempre hubiera sabido que iba a estar allí.
Toma, este es para ti, le dijo, dándole un paquete envuelto.
Faina no habló, y al principio ni siquiera extendió las manos para cogerlo. Mabel y Jack fueron hacia ella con la intención de interceder, pero se pararon. La niña cogió el paquete y, con expresión sombría, lo dejó en su regazo.
Bueno, ¿a qué esperas? ¿No vas a abrirlo?, dijo Esther.
Faina parecía tan asustada y perpleja, sus mejillas habían adoptado un rojo tan intenso, que Mabel sintió deseos de abrir la puerta para que pudiera escapar hacia el frío exterior.
¿Necesitas ayuda, Faina?
En la cabaña hacía un calor sofocante. Nadie hablaba. Todos los ojos estaban puestos en la niña. Por Fin, Faina empezó a quitar el papel. Cuando sacó de él un pañuelo con flores bordadas y sonrió, mostrando un educado agradecimiento, Mabel temió desmayarse de puro alivio.
Gracias, dijo Faina. A Esther le brillaban los ojos.
La tensión disminuyó cuando ambas familias se dispusieron a cenar. Faina siguió callada, pero tenía buenos modales, pasaba los platos cuando se le pedía y sonreía brevemente de vez en cuando. Garrett, sin embargo, parecía incapaz de articular palabra o de mirar a nadie, sobre todo a Faina. Era como si su simple presencia fuera una afrenta y Mabel se sorprendió al advertirlo.
—¿Sabes que el chico está cazando muchos linces este año? —dijo George, con un trozo de tarta de frutas en la boca—. La población de liebres ha aumentado, así que hay un montón de felinos rondando por el valle.
—¿Ah, sí? —preguntó Jack.
Mabel miró a Garrett y su semblante le recordó al que tenía aquel primer verano en la granja: irritable, petulante.
—¿Y bien? Este señor acaba de hacerte una pregunta. —George dio una palmada al respaldo de la silla que ocupaba su hijo.
Garrett bajó la vista y balbuceó una respuesta incoherente.
—Ya —dijo Jack en tono conciliador, aunque Mabel sabía que tampoco él había oído la respuesta del muchacho.
—¿Qué diablos te pasa, chico? Habla claro. No tienes nada de que avergonzarte. Has obtenido buenas piezas este año.
—Sí, supongo que he cazado unos cuantos. —Garrett enseguida volvió a bajar la cabeza y contempló el postre, sin probar un mordisco.
¿Era ese el hijo honorario, el mismo que ahora lanzaba miradas hoscas en todas direcciones? Sentados a esa misma mesa, Garrett había estrechado la mano de Jack y manifestado que sería un privilegio convertirse en su socio, heredar la finca cuando llegara el momento…
El chico no pronunció una sola palabra en toda la velada.
George y Esther prosiguieron con sus historias. Mabel recogió la mesa y paseó, nerviosa, por detrás de la silla de Faina. La niña se encogía y perlas de sudor le goteaban por la cara. Mabel la abanicó con una servilleta y le secó las sienes.
Hace calor, demasiado calor, susurró Mabel para sus adentros.
Por fin los Benson se despidieron y Mabel suspiró aliviada al ver que todos se marchaban: George, Esther y Garrett hacia la carreta y Faina en dirección al bosque nevado.
Garrett maldijo las huellas e instó al caballo a que ascendiera por la empinada colina para seguirlas. Se agachó para no darse con una rama baja pero aun así acabó cubierto de nieve. Cuando llegó a la cima, frenó al caballo, se sacudió la nieve de los hombros y se inclinó para verlas de más cerca. No era un rastro reciente, más bien un conjunto de hendiduras informes bajo varios centímetros de nieve, pero no le cabía duda: eran de la niña. El caballo se movió, ansioso por seguir adelante o regresar, de manera que Garrett continuó, siguiendo las huellas mientras éstas se internaban entre los abetos.
Estaba harto de la niña. Llevaba seis años oyendo a Jack hablar de ella. Faina. Faina. Faina. El ángel del bosque. Y sin embargo, a pesar de tanta cháchara, él nunca había visto ni rastro de la niña. En todos esos inviernos había buscado sus huellas, medio esperando verlas algún día, medio esperando confirmar que Jack y Mabel estaban locos. En alguna ocasión le había parecido ver una sombra entre los arbustos, pero siempre había resultado ser un pájaro.
Entonces, ¿por qué ese invierno todo era distinto y, dondequiera que fuera, la nieve del bosque mostraba unas huellas de las que no podía librarse?
Todo lo relacionado con la niña lo hacía sentir culpable. Había matado a su zorro y no se lo había dicho a nadie. La había espiado. Y había una escena que no se le borraba de la cabeza: la lucha de la niña con el cisne. Las emociones que despertaba en él le angustiaban, pero era incapaz de olvidarla.
Mientras seguía sus huellas, se dijo a sí mismo que lo hacía porque le daba la gana: iba en busca de glotones, a las montañas. Y era la verdad. Los glotones solían rondar por las zonas altas del paisaje alpino, más cerca del glaciar. Nunca atraparía uno en las laderas bajas, donde sus presas eran coyotes, zorros, castores y visones.
Fue siguiendo el rastro hasta llegar a un barranco estrecho, sembrado de rocas ocultas bajo la nieve. El caballo tropezaba de vez en cuando y, finalmente, Garrett optó por desmontar y guiar al animal. Aunque los años no pasaban en vano, el caballo mantenía su firmeza y aplomo, y se conocía las montañas como pocos.
Las trampas y cadenas de Garrett chocaban dentro del saco que iba atado a la silla. Bajo la nieve, el agua corría entre las rocas. Él esperaba descubrir en cualquier momento las fuertes pisadas, parecidas a las de un oso, de un glotón solitario. En su lugar encontró otras huellas más pequeñas, y esta vez más recientes. Otra vez la niña. De ese mismo día, probablemente. Garrett se paró y, con las manos apoyadas en las rodillas, observó el rastro. Un rastro claro sobre la nieve, como el que dejaría un lince o una liebre. Si la niña era casi tan alta como Garrett, ¿cómo podía dejar esas leves huellas que ni siquiera se hundían en la nieve? Una mezcla de irritación y fascinación le atenazó el estómago. Pisó con fuerza, borrando aquellas delicadas huellas con las botas.
La niña andaba por allí. No le cabía la menor duda. Algo en el aire había cambiado. Sucedía lo mismo cuando acechaba a un alce: de repente el bosque se calmaba y se aguzaban sus sentidos. Al levantar la cabeza vio a la niña, de pie junto a un árbol, con el abrigo azul con copos de nieve bordados y aquellos cabellos de un rubio sobrenatural. Garrett se dijo que podía dar media vuelta, pero lo más probable era que ella ya le hubiera visto. Siguió subiendo por el barranco, intentando caminar más despacio de lo que le urgía el ritmo acelerado de su corazón.