Faina salió del bosque de abetos. Los rayos del sol le dieron de lleno e iluminaron su melena rubia, dándole un especial tono dorado. A pesar de que Mabel la contemplaba desde el otro lado del patio, la visión le recordó los dibujos de hadas y luciérnagas. El cachorro, convertido en un animal desgarbado y de patas fuertes, la seguía de cerca, jadeante.
La niña llevaba el vestido de algodón sin mangas, estampado con flores azules, que Mabel había cosido para ella. Caminaba con paso firme sobre la hierba recién brotada, bajo un álamo cubierto de hojas nuevas, y al verla de más cerca Mabel se percató de que su piel estaba bronceada. Iba descalza. Alta y esbelta, su cuerpo aún no mostraba señales del embarazo.
Faina se detuvo en el extremo del parterre de fresas y se agachó al lado del perro. Puso una mano bajo su hocico y le acarició entre las orejas con la otra. El perro sonrió como había hecho el primer día. Faina se incorporó y, a una señal de su mano, el animal se tumbó, aún jadeando; su pelaje negro brillaba al sol.
Cuando Faina caminó entre las matas de fresas, sus pies se hundían con tanta fuerza que Mabel vio tierra entre sus dedos. Tomó a Mabel de la mano y la besó en la mejilla. Mabel la abrazó durante mucho rato, notando el calor del sol en la espalda de Faina.
Tienes buen aspecto, le dijo Mabel.
Estoy bien, dijo Faina. Estoy bien.
Jack llevó a Garrett hasta un prado con vistas al río.
—Es vuestro —dijo Jack. Eran las primeras palabras que le dirigía directamente desde el día en que éste fue a pedirle la mano de Faina—. Considéralo un regalo de boda. Construiremos la cabaña aquí, de cara a las montañas.
—Es un buen lugar.
A la tarde siguiente, después de que terminaran la jornada de siembra y tomaran la cena, supuso que Garrett se había ido a dormir al establo. Dijo a Mabel que salía a tomar el aire y anduvo hasta el prado. Allí encontró a Garrett, con un pico y una pala, trazando la silueta de la cabaña en la tierra.
El trabajo tenía ritmo y propósito, y Jack y Garrett se dejaron llevar por él con facilidad e incluso con alivio: el movimiento de las sierras y el estruendoso ruido de los árboles al caer, la caricia de los cuchillos en los troncos de pino, la corteza arrancada en largas tiras; los cortes del hacha; los agujeros en la madera, hechos a mano. El amor y la devoción, la esperanza y el miedo devastadores que anidaban en el útero de la mujer, fueron temas que nunca se tocaron. A medianoche, cuando colocaban otro tronco en su sitio, oían los trinos de los petirrojos y de los juncos de ojos oscuros entre los árboles. Eso les bastaba.
Cuando se acabó la siembra, los troncos de la cabaña ya les llegaban a la cintura y, como disponían de todo el día, el trabajo avanzaba con mayor rapidez. Jack dejaba en manos de Garrett la parte más dura; a ratos se sentaba a descansar su fatigada espalda y veía trabajar al muchacho. Mabel aparecía a menudo a llevarles el almuerzo y a veces se quedaba con ellos el tiempo suficiente para discutir dónde debía ir la ventana o qué clase de porche debían construir.
Faina no se dejaba ver. Jack suponía que ella y Garrett se veían a solas en algún momento, pero la niña ya no cenaba con Jack y Mabel. Por una vez, fue Jack quien se preocupó.
—¿No debería descansar, alimentarse bien?
—Está perfectamente, Jack —respondió Mabel.
—¿Por qué no está aquí? ¿Por qué no se queda con nosotros hasta el día de la boda?
—Está donde debe estar. No le queda mucho tiempo.
—¿Cómo?
—Su vida cambiará pronto. Suceda lo que suceda, ya no podrá correr por el bosque como un duende. Todo será distinto.
—Ya lo supongo. Solo quiero asegurarme de que está sana y salva.
—Lo sé.
En la voz de Mabel había una aceptación agridulce que Jack nunca había oído antes.
Faina apareció un cálido día de junio. Ella y el perro salieron de entre los árboles como si estuvieran en plena carrera. Garrett apuntalaba la pared, a medio terminar, mientras Jack usaba una polea para colocar el siguiente tronco en su sitio. Faina corrió hacia ellos, descalza y con un vestido de manga corta, brazos y piernas bronceados y fuertes, los cabellos rubios casi blancos por el sol. Ella y Garrett se dedicaron unas tímidas sonrisas, Jack se sintió como un intruso. Garrett saltó del muro y la condujo hacia el interior de esa cabaña sin techo.
Sé que cuesta imaginarlo, con solo las cuatro paredes, pero aquí estará la cocina, y la ventana dará al río. ¿Te parece bien?
Faina asintió, pero con la mirada perdida, como si todo eso fuera para ella solo un sueño extraño.
El horno de leña irá ahí. Y allí estará nuestro dormitorio y el del bebé. Sé que no es muy grande, pero ¿crees que será suficiente?
Faina asintió una vez más, despacio.
Garrett parecía incómodo ante aquel silencio.
Estará bien, ¿no? En cuanto tengamos ventanas y puertas, ya parecerá una casa de verdad. ¿Tú qué opinas, Jack? ¿Está quedando bien?
Jack iba a decir que sí, que pensaba que sería una cabaña acogedora para una familia recién formada, pero entonces vio que la niña sonreía a Garrett; fue una sonrisa tierna, cariñosa. Jack se sorprendió al pensar que quizá fuera ella la más fuerte de los dos.
Faina se quedó mientras ellos dos seguían con las obras. Lanzó palos para que el perro se los devolviera. Correteó entre los arbustos y cogió campanillas y amarillos asteres silvestres, pero tenía la vista puesta en los árboles. El perro corrió en pos de una ardilla y Faina fue tras ellos. Cuando llegó al final del prado, se volvió y saludó con la mano a los hombres.
—Se marcha —dijo Garrett.
—Sí. Pero volverá.
—Lo sé. Pero a veces tengo dudas.
—¿Sobre qué?
—De si esto es lo mejor para ella. Un bebé. Yo. Si esta es la clase de vida que le corresponde.
—Pues lo piensas un poco tarde —dijo Jack, y al instante lamentó su brusquedad.
—Tal vez no tenga que renunciar a todo —dijo Garrett—. Podemos salir a poner trampas juntos en invierno, cuando nazca el niño. La llevaré al bosque y así podrá poner sus cepos. No tiene por qué cambiar todo.
—Lo hará. Todo cambiará. Pero lo haréis lo mejor posible.
Jack se volvió hacia la cabaña, porque eso era una tarea que un hombre podía acometer: talar árboles, cortar troncos, construir un hogar.
—Venga, vamos —dijo—. Ya casi hemos llegado a la viga maestra. Tenemos que acabar con esto antes del gran día.
—No hay manera humana de que esa cabaña esté construida a tiempo para la boda. —Con los brazos en jarras, Esther contemplaba los troncos color miel—. Nos faltan solo unos días, mamá. Eso me dice mi hijo. Ya casi estamos… ¿Por qué los hombres siempre sobrestiman sus capacidades?
Mabel sonrió a su pesar.
—Han avanzado mucho.
—Desde luego. Pero te lo digo, esa casa no tendrá techo antes del domingo.
—Quizá no importe. —Mabel imaginó a Faina, mirando al cielo desde su cama. La idea le resultó reconfortante.
—No, claro, todo está bien si no llueve ni aparece un solo mosquito… en Alaska, en el mes de julio. —Esther no hizo el menor intento de disimular el sarcasmo. Luego se subió los pantalones como lo haría un hombre y se encogió de hombros—. Bueno, cuando se es joven, todo parece romántico, ¿verdad? Incluso una cabaña sin techo.
—Quedará preciosa. Les he hecho cortinas para las ventanas. Y George me ha dicho que les estás confeccionando un edredón.
—Sí. Y estará terminado para el domingo. —Esther se rió de sí misma y añadió—: Aunque me parece que voy a dormir poco esta semana… Oye, ¿cómo va el vestido?
—Está terminado, pero Faina se trae algo entre manos. Estas últimas noches las ha pasado en casa, trabajando en ello. Espera a que nos acostemos y se queda despierta, sentada a la mesa, haciendo algo. No ha querido decirme de qué se trata.
—Es un bicho raro, ¿verdad?
Mabel nunca había pensado en Faina en esos mismos términos, pero no cabía duda de que la niña era peculiar, e incluso alguien tan poco convencional como Esther podía albergar ciertos temores ante la inminente boda de su hijo. Una extraña fascinante era una cosa, cuando se convertía en nuera ya era otra.
—Es cierto. Nunca he conocido a nadie como ella —dijo Mabel, escogiendo sus palabras con cuidado—. Pero la verdad es que tampoco había conocido nunca a nadie como tú.
—Vale, vale. Eso te lo concedo. Y sé que debería dar las gracias al Señor porque mi hijo haya encontrado a alguien capaz de cargar con él.
—Ella no carga con él. Creo que está muy enamorada.
—Mmm. —Esther parecía dudarlo.
—Tienen muchas cosas en común. Adoran este lugar, se adoran el uno al otro.
—Pero ¿quién es ella? Es una criatura salvaje, criada en las montañas. La mayoría de las veces Garrett no sabe dónde está. Cuando esté atada por un bebé llorón y una montaña de platos sucios, ¿qué hará? ¿Tendrá la suficiente paciencia para ser una esposa y una madre?
A Mabel se le hizo un nudo en la garganta. Deambuló hacia un rincón de la cabaña, fingiendo inspeccionar la pared. Esther acudió al instante a su lado.
—Mabel, no quería ofenderte. Sé que es una hija para ti y estoy segura de que mi hijo la ama. Eso tendrá que bastarnos, ¿no?
Mabel sonrió, asintió y trató de contener las lágrimas. Las dos mujeres se abrazaron y, cogidas del brazo, se encaminaron a casa de Jack y Mabel.
Habían vuelto las pesadillas. Bebés desnudos y sollozantes se fundían en cuanto ella los cogía, caían al suelo en forma de gotas por mucho que ella intentara cerrar los dedos y sostenerlos en las manos. A veces apretaba a los niños contra su pecho, pero luego caía en la cuenta que el calor que emanaba de su propio cuerpo era la causa de su muerte.
Y Faina… su rostro aparecía en los árboles como si viera la escena desde un cristal mojado por la lluvia. En su sueño, Mabel salía corriendo; llovía, como era habitual en los veranos de su tierra natal, una llovizna cegadora y cálida. Gritaba el nombre de Faina, intentaba correr hacia el bosque para encontrarla, pero la lluvia le nublaba los ojos y se le metía en la boca, y despertaba boqueando. En otro sueño, Mabel estaba en el río, con el agua hasta la cadera, y cogía la mano de Faina para evitar que la corriente se la llevara. Mabel intentaba aguantar, pero nunca había sido muy fuerte y Faina se le soltaba de la mano y desaparecía en el torbellino de agua. La niña agitaba los brazos, gritaba pidiendo ayuda, ayúdame, ayúdame, por favor, pero Mabel era incapaz de moverse. Permanecía inmóvil, viendo cómo Faina, su hija, se ahogaba en el río. En ninguno de esos sueños Mabel conseguía llorar, ni decir una sola palabra.