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Authors: Guillermo Martínez

La muerte lenta de Luciana B. (6 page)

BOOK: La muerte lenta de Luciana B.
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—¿Y le hiciste caso?

—Sí, por desgracia le hice caso. Cuando llegué Ramiro ya había ordenado su desayuno, ni siquiera me había esperado. Kloster ya estaba ahí también, sentado en el mismo lugar de siempre, contra la barra. Era una mañana fría y un poco ventosa. El mar estaba encrespado, el agua tenía ese color turbio de algas revueltas y el viento levantaba olas muy altas y hacía volar la espuma. Pedí mi café con leche y cuando la chica finalmente se dignó a traérmelo estaba por supuesto congelado, pero no dije nada. En realidad, ninguno de los dos decía nada. Había un silencio tenso, insoportable. Pasó una media hora y Ramiro se quitó el buzo para ir al agua. Le pregunté si no era peligroso que fuera a nadar con el mar así. Me dijo que prefería ir al mar antes que seguir sentado ahí conmigo. Y me dijo algo peor, muy hiriente, que todavía me hace llorar al recordarlo. Lo vi sumergirse bajo la gran ola de la primera rompiente y emerger del otro lado. Tuvo que remontar una sucesión de olas grandes hasta sobrepasar la altura del espigón y salir a una franja menos turbulenta. Me pareció que de todos modos también allí avanzaba con esfuerzo. El mar estaba agitado y cada tanto lo perdía de vista, hasta que terminaba de romper una ola y reaparecía, como un punto intermitente. En un momento dejé de verlo por completo y cuando vi reaparecer su cabeza me pareció que alzaba los brazos hacia mí con desesperación. Busqué alarmada su largavista y cuando volví a enfocarlo vi que se hundía en el agua irremediablemente, como si hubiera perdido el conocimiento. Me levanté de la silla, aterrada. La playa estaba vacía y pensé de inmediato en Kloster. Corrí sin que me importara nada adentro del bar, para pedirle auxilio. Pero cuando abrí la puerta, Kloster ya no estaba ahí. ¿Te das cuenta? Era el único que hubiera podido salvarlo, pero cuando entré al bar ya se había ido. ¡Se había ido!

—¿Qué hiciste entonces?

—Corrí hasta el espigón vecino para avisar al cuerpo de guardavidas y la dueña del bar llamó a la lancha de salvataje. Estuvieron casi una hora para sacar el cuerpo del agua. Cuando la lancha llegó a la orilla la gente se había arremolinado como si estuvieran por sacar un gran pez. Los nenitos chillaban de alegría y corrían a contarle a sus padres: un ahogado, un ahogado. Los bañeros le habían echado una frazada encima, que le cubría la cara, pero las manos habían quedado al descubierto. Estaban azules, con las venas sobresalidas como líneas blancas. Lo cruzaron a pulso en unas angarillas hasta la costanera, donde esperaba la ambulancia. Una mujer policía se acercó a mí y me preguntó el teléfono de los padres. Todo transcurría como en un sueño equivocado. Sentí que las piernas dejaban de sostenerme y luego, como desde otro mundo remoto, que me gritaban y me palmeaban la cara. Volví a abrir los ojos por un instante y vi una multitud de desconocidos alrededor y la cara de la mujer policía muy cerca de mí. Quise aferraría del brazo y decirle: Kloster, Kloster, pero volví a desmayarme. Cuando me desperté otra vez estaba en el hospital. Había pasado casi veinticuatro horas dormida con un sedante. Mi madre me contó que ya había terminado todo. Se había hecho la autopsia de rutina. Los médicos dijeron que había sido una asfixia por inmersión, provocada probablemente por hipotermia y calambres: el agua esa mañana estaba muy fría. Los padres de Ramiro habían llegado de Buenos Aires y se habían llevado el cuerpo de inmediato para velarlo aquí en la ciudad. Le conté entonces a mi madre la secuencia de esa mañana, tal como la recordaba: mi desesperación cuando vi hundirse a Ramiro y el momento en que había corrido a buscar a Kloster y no lo había encontrado en el bar. El único día en que se había ido antes, sin meterse en el mar. A mi madre esto no le pareció para nada extraño: era obvio que el mar esa mañana estaba muy peligroso. En todas las playas habían puesto desde temprano la bandera de mar dudoso y muy posiblemente Kloster había decidido, con buen criterio, volver a su casa y dejar para otro día la natación. Cuando traté de insistir me miró con preocupación. Fue un accidente, me dijo, la voluntad de Dios. Creo que temía que volviera a obsesionarme y no quiso que le hablara más del asunto, no por lo menos hasta dejar el hospital.

—¿Crees que Kloster alcanzó a ver cómo se hundía tu novio y se fue de la playa para dejarlo morir?

—No. Desde donde se sentaba apenas podía ver la orilla. No fue eso. No fue simplemente eso. Yo no alcanzaba a entender de qué manera, pero él había logrado lo que se había propuesto: que Ramiro muriera delante de mis ojos.

—¿Volviste a la playa en esos días? ¿Volviste a verlo?

—Volví, pero no de inmediato. Estuve encerrada en mi cuarto, sin hacer otra cosa que llorar. Me acordaba sobre todo de la mirada de irritación con que Ramiro se había alejado de mí antes de meterse en el mar. Y de la frase tan insultante que me había dicho. Ése era el último recuerdo que me quedaba de él. Demoré dos o tres días antes de decidirme a volver a esa playa. Ahora le temía de verdad a Kloster y me sentía débil para enfrentarlo. Pero caminé hasta allí otra vez un día muy temprano a la mañana. Habían puesto otro bañero y en el alud de gente de enero todo parecía un poco cambiado. Miré hacia adentro del bar: Kloster no estaba. Entré y conversé por un momento con la dueña. Me dijo que el escritor, como lo llamaban, se había ido al día siguiente de la muerte de Ramiro. Les había dicho que debía volver a Buenos Aires para empezar una nueva novela. Me senté junto a la barra, en el lugar que siempre ocupaba él, y miré hacia la mesa en la playa donde desayunábamos Ramiro y yo. Quería ver con los ojos de él. Sólo se llegaban a distinguir esas pocas mesas y la silla del bañero, con la marea baja ni siquiera podía verse la línea de la rompiente. Me quedé todavía durante un rato largo hasta que otra pareja ocupó la que había sido nuestra mesa y sentí que estaba a punto de volver a llorar. Me di cuenta de que ya no quería estar ni un día más en Gesell y esa misma noche me volví a Buenos Aires.

—Entonces, ¿eso fue todo? ¿No hablaste después con los padres de él?

—Sí hablé: fui a verlos apenas llegué. Pero después de pensar y pensar sobre el asunto yo también de a poco me había resignado a que no podía tratarse de otra cosa que un accidente desgraciado. ¿Qué hubiera podido decirles? ¿Que por vengarse de mí, por un juicio laboral de un par de miles de pesos, Kloster había ideado, de una manera que ni siquiera se me ocurría, la muerte de Ramiro? Yo también, después de todo, había visto sólo un accidente y cuando hablé con ellos ya estaban resignados, incluso algo avergonzados de que Ramiro hubiera sido tan imprudente. La madre, que siempre fue muy religiosa, de la misma congregación de mi padre, me habló de la paz que sucedía al dolor, cuando finalmente se acepta una muerte. Al salir de la casa de ellos yo también tuve por primera vez en todo ese tiempo una extraña calma. Me parecía que fuera lo que fuese lo que había buscado Kloster, sin duda lo había conseguido, y que las tragedias se habían equiparado. Que con la muerte de Ramiro, aunque sonara siniestro, se había restablecido un equilibrio. Una muerte para cada lado. Traté de olvidarme de todo y volví durante unos meses a tener una vida casi normal. Creo que me hubiera olvidado incluso de Kloster si no fuera porque su nombre aparecía cada vez con mayor frecuencia en los diarios y sus libros parecían estar en todas las vidrieras. Pasó así un año. Cuando llegó diciembre decidí que no quería viajar como siempre a Gesell con mi familia. Me pareció que el mar y la playa me traerían demasiados recuerdos y preferí quedarme sola en Buenos Aires. Ellos se fueron después de Navidad y yo aproveché esos días para preparar una materia de la facultad. Me había agendado, para no olvidarme, llamar a mis padres el día de su aniversario. No creo de todos modos que se me hubiera pasado por alto: era un día antes de la fecha en que se había ahogado Ramiro. Esperé para llamarlos a la noche: suponía que habrían pasado el día en la playa y quería estar segura de que los encontraría en la casa.

Quedó en silencio, como si se hubiera paralizado un engranaje oculto de su memoria. Miró su taza dejada de lado y al inclinar hacia abajo la cabeza, como si hubieran estado apenas contenidas, afluyeron silenciosamente las lágrimas. Cuando volvió a alzar los ojos todavía tenía un par suspendidas en las pestañas, que se quitó con el dorso de la mano en un gesto rápido y avergonzado.

—Llamé a las diez de la noche y me atendió mi madre. Estaba alegre, de buen humor. Había hecho su tarta de setas y había tenido una cena a solas con mi papá: mi hermano Bruno había salido con su novia de esa época y Valentina se había quedado a pasar la noche en casa de una de sus amigas. Dijo que me extrañaban y que las vacaciones no eran lo mismo sin mí. Yo le dije que el vino la había puesto sentimental y volvió a reírse y reconoció que sí, que habían tomado un poco para celebrar. Después hablé también un minuto con mi padre: teníamos un chiste sobre la tarta de setas. Me dijo que se había portado como un buen marido y que había comido todo. Parecía también un poco nostálgico y me hizo prometer que iría a verlos algún fin de semana. Antes de despedirse me dio la bendición, como cuando éramos chicos. Yo estaba muy cansada esa noche y me quedé dormida con el televisor encendido. A las cinco de la mañana me despertó el teléfono: era Bruno, mi hermano mayor. Me llamaba desde el hospital de Villa Gesell; habían internado de urgencia a mis padres con unos cólicos violentísimos. En los primeros análisis habían detectado restos del hongo Amanita Phalloides. Es un hongo tremendamente venenoso que puede confundirse con facilidad entre los comestibles en una recolección. Bruno ya se había graduado y pudo tener una conversación franca con los médicos. Me dijo que teníamos que prepararnos para lo peor: las toxinas que se habían expandido en el aparato digestivo podían destruir en pocas horas el hígado. Había pedido que los trasladaran en una ambulancia aquí, al Hospital de Clínicas, donde él estaba haciendo su residencia. Creía que podía haber alguna última chance de un transplante hepático. Me dijo que viajaría con ellos en la ambulancia. Yo fui a esperarlo a la puerta del hospital. Apenas bajó, apenas le vi la cara, supe que habían llegado muertos.

Volvió a quedar en silencio, como si sus pensamientos estuvieran otra vez alejándose de todo.

—¿Pudo haberse confundido tu madre en la recolección?

Hizo con la cabeza un gesto de impotencia.

—Eso era para mí lo más difícil de creer. Siempre los recogía en el mismo bosquecito y nunca habían aparecido ahí especies venenosas. Ella tenía un libro con una guía para la recolección y nos había enseñado con láminas a distinguirlas, pero jamás, en todos los veraneos que pasamos allí, pudimos ver uno solo de estos hongos venenosos. Por eso le permitía incluso a Valentina que la acompañara a buscarlos. Hubo de inmediato una investigación. Los biólogos concluyeron que había sido un accidente lamentable pero bastante típico. Los bosques sin especies venenosas pueden fácilmente contaminarse de una estación a otra. Cada hongo tiene miles de esporas de reproducción y basta un viento fuerte para que aterricen y germinen en distancias lejanas. Y, sobre todo, esa especie en particular es muy difícil de distinguir de los champiñones comunes, aun para gente con alguna experiencia. La única diferencia para reconocerlo a simple vista es la volva, una especie de bolsa blanquecina que rodea por abajo al tallo. Pero muchas veces el hongo se encuentra desprendido, o la volva queda semienterrada o escondida por las hojas caídas del árbol. De hecho, encontraron sobre el terreno algunas que estaban así, casi ocultas, y que un recolector confiado podía haber pasado por alto. La imprudencia más grande, según decía el informe, había sido permitir que una chica de la edad de Valentina la acompañara en la recolección. Lo que ellos consideraban como hipótesis más probable es que Valentina hubiera juntado una parte de los hongos sin reparar en esta cuestión de la volva y que al llevárselos ya desprendidos del suelo mi madre no había alcanzado a reconocerlos.

—¿Y cuál era tu hipótesis?

—Kloster. Había sido él otra vez. Había reaparecido, cuando yo pensaba que todo había terminado. Lo supe apenas recibí la llamada de Bruno. Creí en ese momento, cuando mencionó el nombre del hongo, que si abría la boca me pondría a gritar. Porque yo misma le había dado la idea.

—¿Le habías dado la idea? ¿Qué querés decir?

—Durante el año que trabajé con él cada tanto me hacía recortar y guardar noticias policiales que aparecían en el diario y que le intrigaban por uno u otro detalle. Una vez me hizo recortar la noticia de una abuela que había cocinado sin darse cuenta hongos venenosos para ella y para su nieta. Las dos habían muerto en una agonía terrible al cabo de unas horas. Lo que le había llamado la atención es que la abuela se consideraba a sí misma una recolectora experta. Me dijo en ese momento que la gente experta era muchas veces también la más descuidada, y que para imaginar crímenes en sus novelas siempre le interesaba aquello, el error de los entendidos. En la nota se mencionaba al pasar que los hongos venenosos eran justamente de esta variedad, Amanita Phalloides. Yo le expliqué entonces por qué era tan fácil confundirlos con los hongos comestibles. Le hice incluso un dibujo, con el sombrero, el tallo, el anillo y la volva. Le hablé de otras variedades menos conocidas pero también peligrosas. Estaba orgullosa de poder contarle algo sobre lo que yo sabía. Me preguntó, sorprendido, dónde había aprendido aquello y entonces le conté... Le conté todo: cómo mi madre nos había enseñado a los tres hermanos con sus láminas. El bosquecito detrás de la casa en Villa Gesell. La tarta de setas del aniversario. El chiste que teníamos con mi padre sobre su sacrificio de una vez por año.

—Pero no sabía la fecha exacta del aniversario, ¿o sí?

—Sí. Sí la sabía, y no creo que la haya olvidado. El 28 de diciembre. Yo la mencioné al pasar y él me preguntó si mis padres habían elegido esa fecha por alguna razón en especial. Había leído en uno de sus libros sobre religión que después de la matanza de los santos inocentes, muchas parejas cristianas elegían ese día para casarse, como un simbolismo para sobreponer a la muerte, la señal de la reanudación de un ciclo. Pero hubo todavía algo más: yo no lo había visto nunca otra vez en todo ese tiempo. Desde la muerte de Ramiro no me lo había vuelto a encontrar, en ningún lado. Y sin embargo, el día del entierro, cuando nos retirábamos del cementerio, estaba ahí.

—¿Querés decir que fue al entierro de tus padres? —pregunté con incredulidad.

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