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Authors: Guillermo Martínez

La muerte lenta de Luciana B. (4 page)

BOOK: La muerte lenta de Luciana B.
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—Era lo que yo imaginaba —dije—: estaba enamorado de vos.

—Esos días fueron los más difíciles. No me dictaba una palabra y sólo caminaba alrededor del cuarto, como si estuviera decidiendo otra cosa que no tenía nada que ver con su novela. Algo que tenía que ver conmigo. Y de pronto, una mañana, empezó a dictarme otra vez de manera normal, como si nada hubiera ocurrido. En realidad, no del todo normal: parecía como si tuviera un rapto de inspiración, como si estuviera poseído. Siempre me había dictado hasta entonces a lo sumo uno o dos párrafos por día y volvía a corregirlos maniáticamente, línea por línea. Pero ese día me dictó de corrido una escena larga y bastante horrorosa: una sucesión de crímenes, un degollamiento de esta secta de asesinos religiosos. Parecía transfigurado, nunca me había dictado tan rápido, yo a duras penas podía seguir el hilo. Pero pensé que todo volvía a estar bien. Me importaba mucho en esa época trabajar y estaba bastante angustiada por la posibilidad de que él quisiera despedirme. Me dictó a ese ritmo durante casi dos horas y a medida que avanzábamos parecía ponerse cada vez de mejor humor. Incluso, cuando me detuve para ir a preparar más café, hizo por primera vez en ese tiempo un par de chistes. Me puse de pie y sentí al enderezarme que el cuello se me había entumecido. Yo tenía en ese tiempo un problema cervical —me dijo, como si fuera una explicación demorada y quisiera probarme ahora su inocencia.

—Sí: me acuerdo muy bien —dije secamente—. Aunque siempre sospeché un poco de tus dolores de cuello.

—Pero los tenía —dijo, como si le importara más que nunca que le creyera. Hubo un silencio, su mirada se desvió hacia la ventana y quedó algo perdida, como si todavía pudiera ver a través de los años la escena detenida en el tiempo—. Yo había quedado de espaldas a él y cuando hice sonar el cuello sentí que uno de sus brazos me rodeaba desde atrás. Me di vuelta y él... trató de besarme. Hice un primer movimiento para liberarme pero me tenía aprisionada por el cuello y no pareció registrarlo, como si no alcanzara a entender que me estuviera resistiendo. Entonces grité. No demasiado, sólo quería que me soltara. En realidad yo estaba más sorprendida que escandalizada. Como te dije esa vez que me preguntaste: para mí era como si fuera mi padre. Él se quedó paralizado. Creo que recién entonces advirtió lo que había hecho y las consecuencias... Su mujer, aunque estaba en el piso de arriba, quizá me hubiera oído. Golpearon a la puerta. El fue a abrir; estaba muy pálido. Era Pauli, su hijita. Había escuchado el grito y preguntó mirando hacia mí qué me había pasado. Él le dijo que no se preocupara, que yo había visto una cucaracha, y le pidió que volviera a jugar a su cuarto. Quedamos otra vez solos. Yo había recogido mis cosas y le dije que no pisaría nunca más esa casa. Estaba muy nerviosa; no podía evitar que se me cayeran las lágrimas y eso me enfurecía más. Él me pidió que lo olvidáramos todo. Me dijo que había sido una terrible equivocación, pero que en todo caso no toda la culpa era suya porque yo le había dado señales. Y dijo algo todavía más hiriente... como si diera por sentado que yo me había acostado con vos. Eso me sacó completamente de quicio. Pude ver en ese momento, con claridad perfecta, lo que le había pasado por la cabeza. Antes de su viaje él me adoraba. Me lo había dejado saber de esa manera muda que tienen los hombres, pero creo que jamás se le hubiera ocurrido tocarme. Desde que había regresado, en cambio, me consideraba poco menos que una puta, con la que también él podía tirarse un lance. Volví a gritarle y creo que ya no me importaba que su mujer pudiera escucharme. Él se acercó como si quisiera hacerme callar y le dije que si me tocaba otra vez le haría un juicio. Volvió a pedirme disculpas y quiso tranquilizarme por todos los medios. Abrió la puerta y se ofreció a pagarme los días que había trabajado durante ese mes. Yo sólo quería irme cuanto antes de ahí. Cuando salí a la calle me eché a llorar: ése había sido mi primer trabajo y yo había llegado a confiar absolutamente en él. Llegué a mi casa más temprano que de costumbre y mi madre se dio cuenta de inmediato de que había estado llorando. Tuve que contarle.

Alzó la taza de café con una mano temblorosa y tomó un sorbo. Parecía haber quedado por un momento perdida en el recuerdo, con los ojos sumidos en la taza.

—¿Y qué te dijo ella? —pregunté.

—Sólo me preguntó si yo lo había provocado de alguna manera. A ella la habían despedido de su empresa, ése fue en realidad el motivo por el que yo había empezado a trabajar, y ahora estábamos las dos sin trabajo. Su abogada laboral había ganado el juicio por indemnización y mi madre me dijo que iríamos a verla juntas porque no podíamos dejar que aquello quedara así. Acordamos que no le diríamos nada a mi padre hasta que todo terminara. Fuimos al estudio de la abogada ese mismo día. Una mujer terrible. Me daba miedo a mí. Gorda, enorme, con los ojitos achinados, rebalsaba detrás de su escritorio. Parecía el matón de un sindicato. Odiaba a los hombres, nos dijo que tenía una cruzada personal contra ellos y que nada la hacía más feliz que poder despedazarlos. Me llamaba m'hijita. Me pidió que le contara todo y se lamentó de que él no hubiera estado un poco más insistente y que hubiéramos tenido ese único episodio. Me preguntó si me habían quedado marcas o magullones del forcejeo. Tuve que decirle que no hubo en realidad ninguna clase de violencia. Me dijo que no podríamos demandarlo por acoso sexual pero que de alguna manera se las arreglaría e incluiría la palabrita al principio de la demanda, para ponerlo nervioso. El juicio, me explicó, derivaría finalmente en una demanda laboral por los aportes sociales y de jubilación que él no me pagaba. Lo que había ocurrido entre nosotros había sido adentro de un cuarto cerrado, sin testigos: sería la palabra de él contra la mía y por esa línea no podríamos avanzar demasiado. Me preguntó si él estaba casado y cuando le dije que sí pareció más contenta que nunca: me dijo que los casados eran los más asustadizos y que sólo teníamos que pensar en la cifra que le sacaríamos. Hizo en una calculadora la suma de lo que debía pagarme de acuerdo con la ley y le agregó lo que correspondía a una indemnización. Era una cantidad que me pareció fabulosa, más de lo que había ganado en todo ese año de trabajo. Me dictó para que escribiera con mi letra el texto de una carta documento. Yo le pregunté si no podíamos cambiar en el encabezamiento la fórmula de acoso sexual por otra más leve. Me dijo que de ahora en más tenía que hacerme a la idea de que él era mi enemigo y que de todos modos él rechazaría todo lo que le estábamos imputando. Fui sola hasta el Correo. Mientras esperaba en la cola tuve el presentimiento de que estaba por poner en marcha algo que tendría consecuencias irreparables, que aquella carta tenía un poder destructivo, retorcido y oculto. Nunca en mi vida me había sentido así, como si estuviera por disparar un arma. Sabía que de un modo u otro le haría un daño, más allá del dinero que debiera pagarme. Estuve a punto de retroceder y creo que si hubiera dejado pasar un día, no la habría enviado. Pero ya había llegado hasta ahí y todavía me sentía humillada. Me parecía terriblemente injusto que me hubiera quedado sin mi trabajo, cuando siempre había sido impecable con él. Hasta cierto punto me parecía correcto que él debiera pagar con algo.

—Así que enviaste la carta documento.

—Sí.

Su mirada estaba perdida otra vez. No había tomado más que aquel primer sorbo de su café y había dejado la taza a un costado. Me preguntó si podía encender un cigarrillo. Le alcancé un cenicero de la cocina y esperé a que volviera a hablar, pero el humo sólo parecía llevarla más adentro de sí, a un pliegue oscuro de su memoria.

—Enviaste la carta... ¿y qué ocurrió?

—Nunca contestó esa primera carta. Me llegó el aviso de retorno: la había recibido, la había leído, pero no hubo ninguna respuesta. Cuando había pasado casi un mes mi madre se decidió a llamar a la abogada. Mucho mejor para nosotras, le dijo ella: o bien todavía no nos tomaba en serio, o bien estaba muy mal asesorado. Pero yo tuve, otra vez, un mal presentimiento. Había trabajado durante casi un año con él. Una vez me preguntaste cómo era. Creía en ese momento que era el hombre más inteligente que iría a conocer nunca, pero a la vez había algo en él que a veces parecía a punto de emerger, algo siniestro, implacable. La última persona que quisiera tener enfrente como enemigo. Lo que yo presentía es que aquella carta había sido una declaración de guerra y que vería aparecer contra mí lo peor de él. Estaba asustada por lo que había hecho y empecé a tener algunas ideas... persecutorias.

Después de todo, él tenía mi dirección, mi teléfono. Habíamos llegado a tener cierta familiaridad, sabía muchísimas cosas de mí. Pensé que quizá no respondiera a la carta documento porque estaba planeando otra clase de respuesta, una venganza personal. Pero la abogada volvió a tranquilizarme. Si él era verdaderamente inteligente y estaba casado, me dijo, haría lo único que podía hacer: pagar. Y cuanto más demorara en contestarnos, más aumentaría la cuenta. Me dictó una segunda carta documento, idéntica a la primera, pero con una suma todavía mayor, porque reclamábamos también el sueldo que correspondía a aquel mes sin contestación. Esto pareció tener efecto inmediato. Recibimos su primera respuesta, escrita evidentemente por otro abogado. Rechazaba todo. Era una lista de negaciones. Rechazaba incluso que yo hubiera trabajado alguna vez para él o que me conociera. La abogada dijo que no debía preocuparme. Era la respuesta legal típica, sólo significaba que Kloster había entendido que las cosas iban en serio y se había buscado un abogado. Ahora debíamos esperar la primera audiencia de conciliación y pensar cuál era la suma con la que nos bajaríamos de la demanda. Yo me tranquilicé; finalmente todo parecía casi un trámite impersonal, burocrático.

—Así que fuiste a la audiencia de conciliación.

Luciana asintió con la cabeza.

—Le pedí a mi madre que me acompañara porque temía un poco volver a enfrentarme con él. Pasaron diez minutos de la hora fijada y Kloster no aparecía. La abogada nos dijo por lo bajo, como si fuera una pequeña maldad divertida, que debía estar ocupado en otro juicio más importante: el de divorcio. Nos contó entonces que una colega amiga de ella representaba a la esposa de Kloster. Aparentemente la mujer de Kloster había leído la carta documento que enviamos, con esa primera línea del acoso sexual, y había decidido separarse de inmediato. Habían presentado una demanda millonaria. Y su amiga sí que era malísima, nos dijo la abogada: Kloster quedaría en la calle. Yo escuchaba todo esto petrificada: era algo que ni siquiera hubiera pensado que podía ocurrir. Pasaron otros cinco minutos y apareció por fin el abogado de Kloster, un hombre que parecía tranquilo y civilizado. Dijo que tenía instrucciones para ofrecernos dos meses de sueldo por toda indemnización. Mi abogada rechazó aquello de plano, sin ni siquiera consultarme, y se fijó la segunda audiencia de conciliación para un mes más adelante. Eso daría a todos, dijo la mediadora, un tiempo para reflexionar y tratar de acercar posiciones. Cuando salimos le pregunté a mi madre si no deberíamos desistir de todo el asunto. Yo no había querido que las cosas llegaran tan lejos: nunca me hubiera imaginado que terminaría por destruir su matrimonio. Mi madre se enojó conmigo: no podía entender que ahora yo me compadeciera de él. Evidentemente ese matrimonio estaba destruido desde mucho antes si él había intentado aquello conmigo. No dije nada más: en realidad, más que arrepentida, yo estaba asustada. Mis peores presentimientos se estaban cumpliendo. Visto a la distancia, él sólo había querido darme un beso. Había algo desproporcionado en las consecuencias, algo fuera de control. A medida que pasaban los días estaba cada vez más intranquila: sólo quería llegar a la próxima audiencia y que terminara todo. Estaba dispuesta a enfrentar a mi madre y a mi propia abogada para que aceptáramos cualquier nueva propuesta que nos hicieran. Un día antes de la fecha me llamó la mediadora: quería avisarme que deberíamos posponer una semana la audiencia. Le pregunté, fastidiada, por qué. Me dijo que era a solicitud de la otra parte. Pregunté si ellos podían cambiar por su cuenta las fechas. Me dijo que sí, en un caso extremo, y bajó la voz. Había muerto la hijita de Kloster. Yo no podía creerlo y a la vez, extrañamente, sí lo creí, y lo acepté, en toda su desolación, como si fuera la consecuencia lógica, final, como si esto fuera lo que en realidad había empezado a ocurrir cuando envié la carta. Creo que quedé enmudecida por un rato en el teléfono hasta que logré preguntarle cómo había sido. La mediadora no sabía más que lo que le había dicho el abogado de él: aparentemente un accidente doméstico. Cuando colgué fui a mi escritorio, a buscar los dibujos que Pauli me había regalado. Había dibujado a su papá enorme y a mí en una sillita. La computadora era un cuadrado y debajo había firmado con su nombre, que lo había aprendido a escribir en esos días. En el segundo dibujo había una puerta abierta, con el papá que se asomaba lejos y chiquito en el aire y ella y yo estábamos de la mano, casi de la misma altura, como si fuéramos hermanitas. Eran unos dibujos alegres, desprevenidos de todo. Y ahora estaba muerta. Lloré durante el resto de la tarde. Creo que en realidad ya lloraba también por mí. Aunque todavía no sabía cuándo ni de qué modo presentía que aquello no quedaría así y que algo horrible iba a pasarme.

—Pero ¿por qué? Si fue un accidente, ¿por qué debería hacerte a vos responsable?

—No sé. No sé exactamente por qué. Pero lo sentí así desde un principio y creo, sobre todo, que también él lo sintió así. Es la única explicación que se me ocurre para todo lo que ocurrió después.

Hizo una pausa y prendió un segundo cigarrillo tembloroso.

—Fuiste, entonces, a la segunda audiencia —dije yo.

Asintió con la cabeza.

—Llegamos otra vez nosotras primero y nos hicieron pasar a la sala de mediaciones. Esperamos unos minutos. Yo creía que Kloster enviaría de nuevo a su abogado. Pero cuando la puerta se abrió lo vimos aparecer a él. Estaba solo. Su cara se había transformado de una manera impresionante, como si él también hubiera muerto junto con su hija. Había adelgazado muchísimo y parecía no haber dormido en varios días. Tenía los ojos enrojecidos y las mejillas cavadas. Estaba increíblemente pálido, como si se le hubiera retirado toda la sangre del cuerpo. Y aun así, parecía entero y resuelto, como si tuviera una misión que cumplir y no pudiera perder allí demasiado tiempo. Traía un libro bajo el brazo que reconocí de inmediato. Era la Biblia anotada de mi padre que yo le había prestado. Atravesó la sala y vino derecho hacia mí. Mi madre hizo un movimiento en la silla, como si fuera a protegerme. Creo que él ni siquiera la registró: no miraba a nadie más que a mí, con una mirada terrible, que todavía veo cada noche. Me hacía responsable, sí, sin ninguna duda. Se detuvo delante de mi silla y me extendió la Biblia, sin decirme nada. Yo la guardé rápidamente en mi bolso y él se dio vuelta, hacia la mediadora, y le preguntó a cuánto ascendía la demanda. Cuando escuchó la cifra sacó una chequera del bolsillo y la abrió sobre el escritorio. La mediadora empezó a decirle que, por supuesto, podía hacer una contrapropuesta, pero él la detuvo con una mano, como si no quisiera escuchar ni una palabra más sobre aquel asunto. Escribió tres cheques, uno para mí con el total de la suma que habíamos reclamado, y otros dos con los honorarios de la mediadora y de mi abogada. Yo firmé un escrito en el que daba por concluida la demanda. El recogió su copia, se dio vuelta sin mirar a nadie y se fue. Todo duró en total no más de diez minutos. La mediadora apenas podía creerlo: era la primera vez que cerraba un caso así.

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