La mano de Fátima (26 page)

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Authors: Ildefonso Falcones

BOOK: La mano de Fátima
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—¡No! —suplicó Salah. Hernando presionó el afilado extremo de la espada contra la nuez—. Haré lo que quieras, pero perdóname la vida. ¡Te pagaré! ¡Te pagaré lo que desees!

Luego lloró.

—Trescientos ducados —cedió Hernando.

—Sí, sí. Claro. Sí. Trescientos ducados. Lo que quieras. Sí.

El llanto no duró más que unos escasos instantes. Hernando volvió a ejercer un poco de presión sobre la nuez del mercader.

—Si me engañas, sufrirás. Palabra de Ibn Hamid. —Salah negó repetidamente con la cabeza—. Levántate y abre el almacén. Vamos a buscar el dinero.

Descendieron los escalones con la espada en la nuca del mercader. Salah tardó en abrir las dos cerraduras con que protegía el acceso; su espalda impedía que la linterna con que el muchacho se hizo iluminara lo suficiente.

—¡De rodillas! —exigió Hernando cuando la puerta se entreabrió y Salah hizo ademán de cruzarla—. Camina como un perro. —El mercader obedeció y accedió al almacén a cuatro patas. Hernando cerró la puerta de una patada. Luego intentó atisbar el interior sin dejar de amenazar a Salah, que resollaba—. ¡Ahora túmbate en el suelo, con los brazos y las piernas en cruz! Como note que haces el más mínimo movimiento, te mataré. ¿Dónde hay otra lámpara?

—Delante de ti, sobre un arcón. —Salah acabó tosiendo debido al polvo que sus palabras levantaron del suelo.

Encontró la lámpara, prendió la mecha y el sótano ganó algo de luz.

—¡Hereje! —soltó tan pronto como sus ojos se acostumbraron a la penumbra—. ¿Quién iba a creer en tu palabra? —Vírgenes y crucifijos, un cáliz, mantos y casullas y hasta un pequeño retablo se amontonaban junto a viejos toneles de víveres, ropas y mercaderías de todo tipo.

—Valen mucho dinero —se defendió el mercader.

Hernando se mantuvo en silencio durante unos instantes y luego rozó con los dedos la figura de una Virgen con el Niño que se hallaba cerca de él. «En esta ocasión me has salvado», estuvo tentado de decirle. De no ser por todas aquellas imágenes…, uno de los dos habría muerto.

—¿Dónde tienes los ducados? —preguntó.

—En una pequeña arca, justo al lado de la lámpara.

—Siéntate —le ordenó después de cogerla—. Despacio, con las piernas extendidas y abiertas —añadió cuando el mercader empezó a incorporarse pesadamente—. Cuenta trescientos ducados e introdúcelos en una bolsa.

Salah terminó y Hernando volvió a dejar el arca y la bolsa sobre el arcón.

—¿Los vas a dejar ahí? —inquirió Salah extrañado.

—Sí. No creo que haya mejor lugar para los dineros del rey.

Cerraron la puerta igual que la abrieron, con Hernando amenazando al mercader.

—Entrégame una de las llaves. Ésa, la más grande —le exigió una vez que Salah hubo terminado de manejar las cerraduras—. Bien —continuó con la llave ya en su poder—, ahora viene la última parte: me acompañarás a ver al jefe de la guardia de arcabuceros. Si hablas, yo intentaré excusarme. Me creerán o no, pero seguro que eso tú no llegarás a verlo con todo lo que escondes ahí dentro. Te matarán sin contemplaciones. ¿De acuerdo?

El mercader se mantuvo en silencio en el patio, escuchando cómo Hernando hablaba con el jefe de los arcabuceros y le ordenaba que uno de sus hombres montara guardia permanente frente a la puerta de acceso a los sótanos.

—En su interior se hallan los dineros del rey —explicó—. Solamente podremos entrar los dos a la vez, Salah y yo. Si algún día me sucediese algo, deberéis forzar la puerta y recuperar lo que es del rey. Ruega al Misericordioso —le dijo después a Salah, cuando ambos ya se encontraban dentro de la casa— que no me suceda nada.

—Oraré por ti —aseguró el mercader muy a su pesar.

A la mañana siguiente, temprano, cada cual abrió su cerradura bajo la mirada del arcabucero de guardia, en lo alto de las escaleras. Una vez dentro, Salah se apresuró a cerrar la puerta pero Hernando la mantuvo entreabierta, lo suficiente como para que el mercader tuviera que permanecer atento a cualquier ruido que se produjese en las escaleras, mientras corría el peligro de que alguien más viera sus mercancías. Hernando cogió varios ducados y se los entregó a Salah.

—Ve a comprar cebada y forraje —le dijo—. Suficiente para varios días y para todos los animales. Lo quiero todo aquí a lo largo de esta mañana, y por cierto, necesito buena ropa…

—Pero…

—El rey así lo desea. Hazte a la idea de que el precio ha aumentado. También quiero ropa negra…, ¡no!, blanca, de mujer… para una niña. —Sonrió—. Y un velo, sobre todo un velo, y lo necesito ahora mismo. Seguro que encuentras lo necesario entre… todo esto —añadió gesticulando con la mano.

Poco después, Hernando abandonaba el sótano ataviado de verde, con una marlota de tafetán rojo y plata, capa de tela de oro morada bordada con perlas y un bonete con una pequeña esmeralda en su frente: llevaba el alfanje de Hamid al cinto, las ropas para Isabel en la mano y la mirada de odio de Salah clavada en su espalda. Durante la noche había ideado multitud de planes para sacar a Isabel de aquellas tierras, pero los fue desechando uno a uno hasta que… ¿por qué no? ¿Acaso no le había salido bien el asunto del forraje? Simplemente, debía dejarse llevar por su instinto. En el salón se encontró con Barrax y sus garzones: el arráez se apartó de su camino y le hizo una reverencia. Hernando cruzó entre ellos dándoles la paz.

—De zafiros como tus ojos llenaría yo ese bonete si vinieses conmigo —exclamó el capitán a su paso.

Hernando trastabilló, turbado, pero se recompuso. Llegó al porche y pidió su caballo morcillo a Yusuf, que al poco se lo trajo embridado.

—Debo salir para cumplir un encargo del rey —se excusó ante Fátima y su madre, que no pudieron disimular la admiración por sus lujosas vestiduras.

Montó en el morcillo, lo espoleó y salió al galope de la casa, hasta llegar donde se encontraba la niña.

—Ponte estas ropas. —Isabel, tumbada allí donde la dejara el día anterior, no levantó la cabeza hasta que los cascos del morcillo llegaron a rozarle la frente—. ¡Obedece! —insistió ante las dudas de la muchacha—. ¿Qué miráis vosotros? —ladró a un grupo de soldados que se habían acercado.

Hernando desenvainó el alfanje y azuzó el caballo contra los moriscos; la capa de oro morada revoloteaba sobre la grupa del animal. Los hombres escaparon.

—Date prisa —insistió al volver junto a Isabel.

La niña no tenía donde esconderse y empezó a desnudarse encogida, tratando de taparse. Hernando le dio la espalda, pero el tiempo apremiaba. Podían llegar más soldados en cualquier momento.

—¿Estás ya? —Se volvió al no obtener respuesta y alcanzó a ver sus pequeños pechos—. ¡Rápido! —Isabel no sabía cómo ponerse un tipo de prendas que desconocía. Hernando desmontó y la ayudó, haciendo caso omiso a su sonrojo—. El velo, el velo, ¡cúbrete bien la cabeza!

Una vez lista, la montó a horcajadas sobre la cruz del caballo, por delante de él, para poder agarrarla por la barriga y partió al galope. Isabel oscilaba, inestable, pero no se quejó. Hernando dudó entre Órgiva y Berja, pero concluyó que aun cuando en esta última estuviese el Diablo Cabeza de Hierro, en el trayecto a Órgiva se toparía con mayor número de moriscos; Aben Aboo y Brahim merodeaban con sus hombres por la zona de Válor y nada más lejos de sus intenciones que toparse con su padrastro. Conocía el camino a Berja: era el mismo que había recorrido un par de meses antes hasta Adra. Aproximadamente a media legua de la costa debería desviarse hacia el levante, hacia las estribaciones de la sierra de Gádor. Lejos de Ugíjar y del ejército de Aben Humeya, Hernando contuvo al morcillo, ya sudoroso.

—¿Dónde me llevas? —preguntó entonces Isabel.

—Con los tuyos.

Trotaron un largo rato antes de que la niña volviera a hablar:

—¿Por qué lo haces?

Hernando no contestó. ¿Por qué lo hacía? ¿Por Gonzalico? ¿Por el calor de aquellas manos que mantuvo agarradas durante la última noche del pequeño? ¿Por la unión que tuvo con Isabel mientras los dos miraban cómo Ubaid lo asesinaba, o simplemente porque no quería que cayese en manos de algún berberisco o cristiano renegado? Ni siquiera se lo había planteado hasta entonces. Se limitó a actuar… ¡como le ordenaba su instinto! Pero realmente, ¿por qué lo hacía? Sólo se buscaba problemas. ¿Qué habían hecho los cristianos por él para que defendiese a una de las suyas? Isabel volvió a preguntarle por qué lo hacía. Espoleó al morcillo para que se pusiese al galope. ¿Por qué?, insistía la niña. Azuzó todavía más al caballo y alcanzó el galope tendido. Agarraba a Isabel por la barriga para que no se cayese. No pesaba. Era sólo una niña. Por eso lo hacía, concluyó con satisfacción mientras el viento le azotaba el rostro. ¡Porque no era más que una niña!

Ninguno de los moriscos con los que se cruzaron intentó detenerlos. Se apartaban de su camino mostrando interés en aquella extraña pareja a caballo: una figura femenina vestida de blanco con la cabeza y el rostro tapado, agarrada por un jinete que cabalgaba altivo con sus ricos ropajes y el alfanje golpeando el costado del caballo.

Antes del mediodía llegaron a los alrededores de Berja, la ciudad donde cada casa tenía un jardín y en la que varias torres defensivas descollaban por encima del vecindario. El último trecho lo hicieron al paso para procurar un descanso al caballo. Fue entonces cuando sintió el contacto del joven cuerpo de Isabel. La niña se recostaba totalmente contra él. El vestido, en su abdomen, allí por donde la mantenía firme, estaba empapado en sudor, y Hernando notó la barriga de Isabel, dura y en permanente tensión.

Desechó aquellas sensaciones a la vista de Berja. En el exterior de la ciudad la gente trabajaba los campos y algunos soldados cristianos descansaban mientras otros recogían forraje para los caballos. Los soldados detuvieron sus quehaceres ante la aparición de Hernando. El sol del mediodía caía a plomo. El morcillo, refrenado, sintiendo la tensión de su jinete, bailó resoplando en el sitio: el rojo de su pelo centelleaba, al igual que la capa de Hernando… Y al igual que la armadura del marqués de los Vélez y la de su hijo, don Diego Fajardo, ambos de pie a la entrada del pueblo.

Desmontó a Isabel en el momento en que un grupo de soldados corría ya hacia él con sus armas preparadas. Desde lo alto del morcillo, arrancó el velo de la muchacha y dejó que se mostrase su cabello rubio. Entonces desenvainó el alfanje y lo apoyó en la nuca de la niña. Los soldados tropezaron entre sí cuando los que iban en cabeza se detuvieron en seco, a poco más de cincuenta pasos de la pareja.

—¡Corre, niña! ¡Apártate! —gritó uno de ellos mientras intentaba cebar su arcabuz.

Pero Isabel se mantuvo quieta.

En la distancia, Hernando buscó la mirada del marqués de los Vélez, que se la sostuvo durante unos instantes. Por fin pareció comprender lo que pretendía el morisco. Con un gesto de la mano indicó a los hombres que se retirasen.

—La paz sea contigo, Isabel —le deseó Hernando tan pronto como los soldados cristianos obedecieron a su general.

Volvió grupas y abandonó el lugar a galope tendido, volteando el alfanje en el aire y aullando como hacían los moriscos cuando atacaban a las tropas cristianas.

18

Tenemos noticia de que nos han de asaltar veinte y dos mil moros no mal armados, y nosotros no somos más que dos mil; yo, por mí solo, me encargo de dos mil y a mi caballo le sobran otros tantos. ¿Y qué son nueve mil moros para la infantería de nuestro valeroso campo, y otros nueve mil para vosotros, mis ilustres caballeros, que tenéis tanto ánimo y tan acreditado esfuerzo? Pero todavía nos sobra el bélico sonido de nuestras claras trompetas, cuyo espantable estrépito basta para desmayar a otros tantos diez mil moriscos.

Ginés Pérez de Hita,
Guerras civiles de Granada
,

arenga del marqués de los Vélez

a su ejército

Habrían servido de algo sus desvelos por salvar a Isabel?, se preguntaba Hernando algo más de un mes después de dejarla en manos del marqués de los Vélez, de nuevo a la vista de Berja. ¿Continuaría la niña en el interior de la ciudad? Si así era, la volverían a capturar… quizá hasta descubrieran que no la había vendido.

Aben Humeya se había decidido a atacar Berja, obligado por los moriscos del Albaicín de Granada, que exigían la derrota del sanguinario noble para sumarse a la rebelión. Aquél era el momento adecuado: las tropas del marqués estaban más que diezmadas por las deserciones, pero esperaban refuerzos de Nápoles que, junto a la flota real, acababan de arribar a las costas andaluzas.

¿A quién le cabía la menor duda de que los musulmanes arrasarían al ejército del Diablo Cabeza de Hierro?

El rey dispuso que el ataque se efectuara durante la noche y empezaba a oscurecer. El gran campamento morisco, a las afueras de la ciudad, hervía de actividad. Los hombres se preparaban para la guerra. Disponían de armas; gritaban, cantaban y se encomendaban a Dios. Sin embargo, aun entre los preparativos y el alboroto, muchos de ellos, igual que Hernando sobre su morcillo, igual que el rey y su corte, desviaban constantemente su atención hacia cerca de medio millar de soldados algo separados del resto.

Se trataba de
muyahidin
turcos y berberiscos que se ataviaban con camisas blancas sobre sus ropas para distinguirse en la oscuridad, al modo de las encamisadas nocturnas de los tercios españoles, y que convencidos de la victoria, adornaban sus cabezas con guirnaldas de flores. El hashish corría con abundancia entre aquellos soldados de Alá que habían jurado morir por Dios; también solicitaron del rey el honor de encabezar el ataque a la ciudad.

Una vez que Aben Humeya dio la orden, los observó abalanzarse ciegamente contra la ciudad. ¿Cómo no iban a vencer esos hombres?, volvió a preguntarse Hernando. Los gritos y los alaridos de guerra; los disparos de los arcabuces; el retumbar de los atabales y el sonido de las dulzainas envolvieron al muchacho. ¿Qué importaba Isabel frente a esos mártires de Dios? Hernando, como la casi totalidad de los hombres del ejército que quedaban atrás, sintió un escalofrío y gritó con fervor en el momento en el que los
muyahidin
aplastaron a los cristianos que defendían el acceso al pueblo. Aben Humeya dispuso entonces que el grueso del ejército morisco se sumase al asalto.

Varios monfíes que se hallaban a su lado aullaron y espolearon a sus caballos para cubrir la distancia que les separaba de la villa. Hernando desenvainó su alfanje y se sumó al frenético galope, gritando enloquecido.

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