Authors: Ildefonso Falcones
—¡Ábrelo! —le instó Rafaela.
Miguel no pudo resistir la curiosidad y se desplazó hasta él con dificultad; las muletas se hundían en la tierra. Los niños le siguieron.
—Abridlo, padre. —Hernando se volvió hacia su hijo mayor, asintió y rompió el sello.
Luego empezó a leer el documento en voz alta:
—«Don Felipe, por la gracia de Dios rey de Castilla, de León, de Aragón, de las dos Sicilias, de Jerusalén, de Portugal, de Navarra, de Toledo, de Valencia, de Galicia, de Mallorca… —inconscientemente, fue bajando la voz hasta convertirla en un murmullo, mientras enumeraba los títulos de Felipe III— … archiduque de Austria… duque de Borgoña…» —Al fin continuó leyendo en silencio.
Nadie se atrevió a interrumpirle. Rafaela, con las manos fuertemente entrelazadas, intentaba adivinar el contenido a través del casi inapreciable movimiento de los labios de su esposo.
—El rey… —anunció emocionado al poner fin a la lectura—, el rey, personalmente, nos excluye del bando de expulsión, a nosotros, Hernando Ruiz de Juviles y sus hijos. Nos reconoce como cristianos viejos y nos devuelve todas las propiedades que nos fueron requisadas.
Rafaela sollozó en una mezcla irrefrenable de risa y llanto.
—¿Y Gil? ¿Y el duque? —acertó a decir.
Hernando volvió a leer, esta vez en voz alta, con energía:
—«Así lo ordenamos por el rey nuestro señor a los grandes, prelados, titulados, barones, caballeros, justicias, jurados, de las ciudades, villas y otros lugares, bailes, gobernadores y otros cualesquiera ministros de Su Majestad, ciudadanos y vecinos particulares de nuestros reinos.»
Le enseñó la carta. Rafaela no podía contener el llanto. Hernando abrió los brazos y la mujer se refugió en ellos.
—Tu nuevo hijo nacerá en Córdoba —sollozó entonces Rafaela al oído de su esposo.
—¿Cómo se ha conseguido esto? —había preguntado Hernando.
Don Pedro le indicó que se separasen y mientras los tres paseaban entre los olivares le presentó a su acompañante: André de Ronsard, miembro de la embajada francesa en la corte española.
—El caballero De Ronsard trae otra carta.
Los tres hombres se detuvieron a la sombra de un viejo olivo de troncos retorcidos. El francés rebuscó entre sus ropas y le entregó un segundo escrito.
—Es de Ahmed I, sultán de Constantinopla —anunció. Hernando le interrogó con la mirada y el francés se explicó—: Como ya debéis saber, a raíz de la expulsión de vuestro pueblo, fueron muchos los musulmanes que pasaron a Francia. Desgraciadamente, nuestras gentes les robaron, les maltrataron y hasta dieron muerte a muchos de ellos. Todos esos desmanes llegaron a oídos del sultán Ahmed, que de inmediato remitió un embajador especial a la corte francesa para que intercediese ante el rey a favor de los deportados. Agí Ibrahim, que así se llama el embajador, consiguió sus propósitos, pero estando en nuestro país también recibió otro encargo que nos hizo llegar a la embajada francesa en España: conseguir vuestro perdón y el de vuestra familia… costara el dinero que costase. Y ha costado mucho, os lo puedo asegurar. —Hernando esperó más explicaciones—. No sé más —se excusó Ronsard—, simplemente me ordenaron que cuando consiguiéramos nuestro objetivo buscásemos a don Pedro de Granada Venegas; que probablemente él sabría de vos por el asunto de los plomos. Sólo me encargaron que le acompañase para entregaros la carta del sultán.
Hernando abrió la carta. La grafía árabe, pulcra y coloreada, estilizada, escrita por mano experta, le produjo un escalofrío. Luego empezó a leer en silencio. Fátima había viajado a Constantinopla, como se proponía, y allí había hecho entrega del evangelio al propio sultán. Ahmed I le felicitaba por la defensa del islam y le agradecía el haberle enviado el evangelio de Bernabé pero, sobre todo, le mostraba su gratitud por haber mantenido vivo el espíritu del islam en la mezquita de Córdoba, rezando ante su
mihrab
. ¿Quién a lo largo del mundo musulmán no había oído hablar de ella?
El sultán, rezaba la carta, estaba construyendo en Constantinopla la mayor de las mezquitas en honor de Alá y de su Profeta. Tendría seis altos minaretes y una inmensa cúpula, y estaría revestida por un mosaico compuesto por millares de piezas azules y verdes, pero aun así, reconocía, por más preciosa que pudiera ser, nunca llegaría a la altura del símbolo de la victoria sobre los reinos cristianos de poniente.
Es mi deseo y el de todos los musulmanes —proseguía el sultán— que continúes ensalzando y alabando al «Creador sin par» entre los muros de la que fue la mayor mezquita de Occidente; que, aunque sea en susurros, sigan escuchándose de tu boca las plegarias al único Dios, y que cuando faltes tú, lo hagan tus hijos y los hijos de tus hijos. Que vuestras oraciones se confundan con el eco de los murmullos de los miles de nuestros hermanos que lo hicieron en ella, para que el día que Dios disponga, a través de ti y de tu familia, se una el pasado y ese presente que con ayuda del Todopoderoso, sin duda llegará.
Los doctores en la religión consideran imprescindible encontrar el original del evangelio que el copista dice haber escondido en tiempos de al-Mansur. Ojalá pudiéramos hallarlo. Daríamos cualquier cosa por obtenerlo, ya que los cristianos nunca admitirán una copia.
Tu esposa te desea todos los parabienes y te anima a que continúes con la lucha que iniciasteis juntos. Nosotros cuidaremos de ella hasta que la muerte os una de nuevo.
¡Fátima! ¡Le había perdonado!
Las risas de sus hijos, algo más allá, le distrajeron. Los miró: corrían y jugaban entre los olivos, animados por los gritos de Miguel, bajo la mirada sonriente de su esposa. Sí, su familia era su gran logro…, suspiró Hernando. ¿Por qué no había sido posible esa convivencia entre ambos pueblos? Entonces vio a Muqla, que permanecía algo apartado: quieto, serio, atento a él. Todos eran sus hijos, pero aquél era el heredero del espíritu labrado a lo largo de ocho siglos de historia musulmana en aquellas tierras, aquél sería quien continuaría con su obra.
De repente, Rafaela se dio cuenta de la afinidad entre padre e hijo y, como si supiera lo que pasaba por la cabeza de su esposo, se acercó a Muqla, se situó a sus espaldas y apoyó las manos sobre sus hombros. El pequeño buscó el contacto con su madre y entrelazó sus dedos con los de ella.
Hernando contempló con cariño a su familia y luego elevó la mirada por encima de las copas de los olivos. El sol estaba en lo alto, y por un instante, sobre el nítido cielo, las nubes dibujaron para él una blanca e inmensa mano de Fátima que parecía protegerlos a todos.