Authors: Ildefonso Falcones
En la capilla de San Pedro, el cura pisó el polvillo que restaba sobre el suelo y renegó de aquellos sucios moriscos. Fuera, rodeado de sacerdotes y un corro cada vez mayor de feligreses, algunos arrodillados, otros rezando y santiguándose sin cesar, Miguel continuaba con su inacabable historia, gesticulando con la cabeza a falta de manos con las que señalar dónde había visto la imponente espada de fuego con la que Cristo celebraba la expulsión de los herejes de tierras cristianas. En cuanto el tullido vislumbró a Hernando, a Rafaela y a Amin, se dejó caer al suelo como si le hubiera dado un vahído. En tierra, aovillado, continuó con su pantomima y se convulsionó violentamente.
Cruzaron la mezquita hacia el Patio de los Naranjos. Quizá los cristianos lograran expulsarles de España, de las tierras que habían sido suyas durante más de ocho siglos, pero en la mezquita de Córdoba, frente a su
mihrab
, todavía obraba la palabra revelada en honor del único Dios.
Nada más superar la puerta del Perdón, entre la gente, Rafaela se detuvo e hizo ademán de dirigirse a él.
—Ya sabes dónde está escondido —se le adelantó su esposo.
—¿Cómo va a conseguir Muqla extraer ese libro?
—Dios dispondrá —la interrumpió antes de tomarla cariñosamente del antebrazo y encaminarse hacia su casa—. Ahora, la Palabra está donde tiene que permanecer hasta que nuestro hijo se haga cargo de mi labor.
A media tarde, Miguel regresó.
—Al despertar en la sacristía —explicó con un guiño simpático—, les he dicho que no recordaba nada.
—¿Y? —inquirió Hernando.
—Han enloquecido. Me han repetido todo cuanto expliqué. ¡Qué poca imaginación tienen estos sacerdotes! Ni siquiera habiendo escuchado la historia son capaces de reproducirla. ¡Una espada de oro!, sostenían. He estado a punto de corregirles, decirles que era de fuego y descubrirme. ¡Sólo piensan en el oro! Pero me han dado buen vino para reanimarme y ver si recordaba algo.
—Gracias, Miguel. —Hernando fue a decirle que la próxima vez no se lo contase a Rafaela, pero se detuvo. ¿Qué otra vez?, se lamentó para sí—. Gracias —repitió.
Como si Dios hubiera querido premiar aquella obra, una noche Miguel apareció en la casa con medio cabrito, verduras frescas, aceite, unos pellizcos de especias, hierbas, sal, pimienta y pan blanco.
—¿Qué…? ¿De dónde has sacado todo esto? —inquirió Hernando curioseando en el zurrón que cargaba a su espalda el tullido.
Rafaela y los niños lo rodearon también.
—Parece que algo de esa suerte esquiva ha decidido sonreírnos —contestó Miguel.
Los deportados necesitaban medios de transporte para las mercancías que podían llevar y para sus mujeres, hijos o ancianos en lo que se les presentaba como un largo viaje. Pocos quedaban ya de los cerca de cuatro mil arrieros moriscos que recorrían los caminos por España; la mayoría de ellos habían sido expulsados, y los que aún seguían por allí permanecían en sus casas a la espera de la expulsión o incluso habían vendido aquellas mulas o asnos que no podían llevarse.
—Se están pagando barbaridades por una simple mula —explicó con la mirada puesta en Rafaela y los niños, que ya corrían con las viandas en dirección a la cocina.
Mientras mendigaba, Miguel había presenciado cómo pujaban varios hombres por contratar el porte de una simple mula. ¡Ellos disponían de dieciséis buenos caballos!, pensó entonces. Eran animales grandes y fuertes, capaces de transportar mucho más peso que un asno o una mula.
—Nunca han servido como bestias de carga —dudó Hernando.
—Lo harán, ¡por Dios que lo harán!
—Se encabritarán —objetó Hernando.
—No les daré de comer. Los mantendré unos días sólo a base de agua y si se encabritan…
—No sé. —Hernando imaginó a sus magníficos ejemplares cargados de fardos, con dos o tres personas a sus lomos entre una riada de gente mucho mayor que la que vino desde Granada tras la guerra de las Alpujarras—. No sé —repitió.
—Pues yo sí que lo sé. Ya he cerrado los tratos. Hay quien llega a pagar hasta sesenta reales por cada jornada de camino, incluidas las de vuelta. Son muchos los ducados que obtendremos. —Hernando, serio, mantenía la mirada fija en el tullido—. Ya he pagado la deuda que teníamos con los proveedores y he contratado personal para el camino. Cuando vuelvan de Sevilla, los caballos estarán libres de deudas y Rafaela podrá venderlos… si el duque lo permite. También dispondrá de dinero mientras ello sucede, y tú tendrás para el viaje y lo que te permitan sacar de España.
Hernando pensó en las palabras de Miguel, cedió y le palmeó la espalda.
—Últimamente te estoy dando demasiadas veces las gracias.
—¿Te acuerdas de cuando me encontraste a los pies de Volador, en la posada del Potro? —Hernando asintió—. Desde ese día no es necesario que me agradezcas nada… ¡pero me gusta escuchar cómo lo dices! —añadió sonriendo ante el semblante emocionado de su señor y amigo.
Transcurrió menos de un mes desde que se dictó el bando de expulsión de los moriscos andaluces hasta que los cordobeses fueron obligados a abandonar la antigua ciudad de los califas. En ese escaso margen de tiempo, pocas gestiones pudieron efectuarse frente al rey para que suavizase la medida. Es más, el cabildo municipal acordó no acudir a Su Majestad en demanda de indulgencia para los cristianos nuevos: la orden debía cumplirse sin excepciones.
La fortaleza de ánimo que había acompañado a Rafaela durante la espera desapareció el día anterior al señalado por las autoridades para la expulsión. Entonces la mujer se sumió en llanto y desesperación. Los niños, de los que ya no intentaba esconderse, terminaron acompañándola en su dolor. Al contrario de lo que había hecho unos días antes, Hernando mintió a los pequeños: volverían, les aseguró, sólo se trataba de un corto viaje. Pero luego se escondía, para que no vieran sus ojos a punto de derramar las mismas lágrimas que llenaban los de su madre. Entre juegos forzados e historias de las que contaba Miguel, entregó al pequeño Muqla el librillo encerado para que escribiese. A sus cinco años, el niño trazó con el palillo un delicado alif como los que había visto escribir a su hermano. ¿Por qué, Dios?, preguntó Hernando antes de borrarlo con tristeza.
Por último, mientras preparaba un hatillo donde llevaría las pertenencias que les autorizaban a portar consigo, Hernando extrajo de su escondrijo tras la pared falsa la mano de Fátima y el ejemplar del evangelio de Bernabé que había hallado en el viejo alminar del palacio del duque. Guardó el evangelio en la bolsa —pensaba esconderlo bajo la montura de alguno de los caballos, igual que hacían con los papeles que les llegaban de Xàtiva— e iba a hacer lo mismo con la joya prohibida, pero antes se la llevó a los labios y la besó. Lo había hecho muchas veces, pero en esta ocasión la apretó con fuerza entre sus manos, como si se resistiese a soltarla.
Por la noche, los dos tendidos en el lecho, Rafaela ya con los ojos secos, dejaron transcurrir las horas en silencio, como si pretendieran saturarse de recuerdos: de olores; de los crujidos nocturnos de la madera; del salpicar del agua, abajo, en el patio; de los esporádicos gritos nocturnos que desde las calles venían a romper la quietud de la noche cordobesa o del acompasado respirar de sus hijos que ambos creían escuchar aun en la distancia.
Ella se apretó contra el cuerpo de su marido. No quería pensar que ésa sería la última noche en que compartirían esa cama, que a partir de entonces ella dormiría sola. La palabra surgió de sus labios sin casi pensarla.
—Tómame —le pidió de repente.
—Pero… —Hernando le acarició el cabello.
—Una última vez —susurró ella.
Hernando se volvió hacia su esposa, que se había incorporado. Para su sorpresa Rafaela se quitó la camisa de dormir y le mostró sus pechos. Luego se tumbó, desnuda, desprovista ya de toda timidez.
—Aquí estoy. Ningún hombre me verá nunca como me ves tú ahora.
Hernando besó sus labios, primero con dulzura, luego llevado por una pasión que hacía tiempo que no sentía. Rafaela le atrajo hacia sí, como si quisiera retenerle para siempre.
Después de hacer el amor permanecieron abrazados hasta la madrugada. Ninguno de los dos logró conciliar el sueño.
Los gritos desde la calle y los golpes en la puerta les hicieron enmudecer. Acababan de desayunar y estaban todos reunidos en la cocina, los bultos de los que marchaban amontonados en una de las esquinas. Poco era lo que Hernando había dispuesto para tan largo viaje, pensó Rafaela una vez más, al dirigir la mirada hacia un pequeño baúl y varios hatillos. No quería echarse a llorar de nuevo. Pero antes de que volviera la atención hacia su familia, Amin y Laila se abalanzaron sobre ella y la abrazaron, aferrándose a su cintura, dispuestos a que nadie los separase.
Las palabras, entrecortadas, se mezclaron con los sollozos. Los golpes en la puerta resonaron de nuevo.
—¡Abrid al rey!
Únicamente el pequeño Muqla mantenía una extraña serenidad; sus ojos azules estaban fijos en los de su padre; los dos pequeños se sumaron entonces a los llantos. Rafaela se rindió por fin, y lloró abrazada a sus hijos.
—Debemos marcharnos —dijo Hernando después de carraspear, sin poder resistir la intensa mirada de Muqla. Nadie le hizo caso—. Vamos —insistió, al tiempo que trataba de separar a los mayores de su madre.
Sólo lo consiguió cuando Rafaela se sumó a su empeño. Hernando cargó a sus espaldas el pequeño baúl y uno de los hatillos, Amin y Laila cogieron los que restaban. La estrecha callejuela a la que daba la casa les presentó un espectáculo desolador: las milicias cordobesas se habían repartido por parroquias al mando de los jurados de cada una de ellas y recorrían las calles de vivienda en vivienda en busca de los moriscos censados. Más allá de Gil Ulloa y los soldados que esperaban frente a la puerta, una larga fila de deportados cargados con sus pertenencias se arracimaba en la calle, todos esperando a que Hernando y sus hijos se sumasen a la columna antes de acudir a la siguiente vivienda de la lista.
—Hernando Ruiz, cristiano nuevo de Juviles, y sus hijos Juan y Rosa, mayores de seis años.
Las palabras surgieron de boca de un escribano que, provisto del censo de la parroquia, acompañaba a Gil y sus soldados. A su lado se hallaba el párroco de Santa María.
Hernando asintió mientras comprobaba que sus hijos no volvieran a abalanzarse sobre su madre, que se había quedado parada bajo el quicio de la puerta, pero Amin y Laila no podían desviar la mirada de la columna de deportados que permanecían en silencio, sometidos y humillados, tras los soldados.
—¡Id con los demás moros! —les ordenó Gil.
Hernando se volvió hacia Rafaela. Ya no les quedaba nada que decirse, después de aquella última noche. Abrazó a los tres pequeños que quedaban con ella. «¡Mis niños!», pensó con el corazón oprimido mientras los llenaba de besos.
—¡Id! —insistió el jurado.
Con los ojos enrojecidos, Hernando apretó los labios; no existían palabras con las que despedirse de una familia. Iba a obedecer la orden cuando Rafaela saltó hacia él, le echó las manos alrededor del cuello y le besó en la boca. El baúl y el hatillo que portaba su esposo cayeron al suelo al acoger su abrazo. Fue un beso apasionado que enfureció a su hermano Gil. Los soldados que iban con él observaban la escena. Algunos negaron con la cabeza, compadeciendo a su capitán: su hermana, cristiana vieja, besando ávidamente a un moro. ¡Y en público!
Gil Ulloa se acercó a la pareja y trató de separarlos con violencia, pero nada consiguió. Al instante, varios soldados acudieron en ayuda de su capitán y empezaron a golpear a Hernando. Éste hizo ademán de revolverse, pero los golpes le llovieron con más fuerza. Rafaela cayó al suelo con un gemido; Amin acudió en defensa de su padre y pateó a uno de los soldados.
El último puñetazo lo propinó Gil Ulloa a un Hernando que, vencido y sangrando por la nariz, fue puesto ante él, inmovilizado por sus hombres. Amin también sangraba por el labio.
—¡Perro moro! —masculló Gil después de golpearle con furia en el rostro.
Rafaela, ya en pie, se acercó en defensa de su esposo, pero Gil la apartó de un manotazo.
—¡Requisad esta casa en nombre del rey! —ordenó entonces al escribano.
Hernando, aturdido, quiso protestar, pero los soldados le golpearon de nuevo y lo arrastraron hacia el grupo de moriscos que presenciaba la reyerta. Amin y Laila fueron empujados tras su padre. Gil dio orden de continuar y los deportados se pusieron en movimiento. Hernando y sus hijos recogieron sus pertenencias mientras la columna de moriscos, franqueada por soldados, desfilaba por delante de la casa.
—¡Dios! ¡No! —gritó Rafaela al paso de su esposo—. ¡Te quiero, Hernando!
Mezclado entre sus hermanos en la fe, Hernando quiso contestar, pero el empujón de quienes le seguían se lo impidió. Intentó volverse: le fue imposible. Padre e hijos se vieron arrastrados por la muchedumbre.
Al final de la mañana, cerca de diez mil moriscos cordobeses habían sido reunidos a las afueras de la ciudad, en el campo de la Verdad, al otro extremo del puente romano. Las milicias cordobesas los cercaban y vigilaban. Miguel también se encontraba allí, con su mula y los caballos completamente cargados con fardos, para controlar el alquiler que había pactado con los moriscos; sería él quien tendría que volver de Sevilla con animales y dineros.
«¿Por qué no?» Fátima se permitió lanzar la pregunta al aire, en voz alta, sola en el salón. «¿Por qué no?», repitió sintiendo un dulce escalofrío. Hacía ya bastante rato que Efraín había abandonado el palacio tras comunicarle las últimas noticias relativas a Córdoba. Ella misma le había apremiado a enterarse de qué le iba a suceder a Ibn Hamid cuando los primeros moriscos valencianos empezaron a llegar a Berbería, y el judío se movió con rapidez y eficacia entre las redes comerciales que no entendían de religiones.
Efraín había regresado hacía poco con las noticias que había ido a buscar: se había dictado la orden de expulsión y Hernando no tardaría en ser deportado a través del puerto de Sevilla. Nada podría hacer el morisco por evitarlo. Según había averiguado el judío, Hernando Ruiz se había granjeado muchos enemigos entre los dirigentes de la ciudad e incluso entre los de Granada, donde su pleito de hidalguía no había llegado a prosperar. Su esposa cristiana quedaría en España con los hijos menores de seis años.