Authors: Ildefonso Falcones
—¿Cómo está ella? —le interrumpió Hernando.
Hablaron durante todo el día. Hernando contó su vida y lo hizo sin disimulo, sin ocultar el más nimio de los detalles. ¡Contó incluso sus amoríos con Isabel! Era la primera vez que se confesaba a alguien con tal sinceridad. Excusó su imagen cristiana, pero también reconoció el error que significaba que en algunos momentos, llevado por los acontecimientos, se hubiera excedido en aquella postura. ¿Por qué tuvo que salir cargado con una cruz en procesión?
—Mi madre no habría muerto si hubiera evitado ese alarde —añadió con la voz tomada.
Luego se explayó en la historia de los plomos.
—Shamir —recordó— sostuvo que nunca se beneficiarían los humildes… y probablemente tenga razón.
—Quizá algún día ese evangelio del que habláis pueda salir a la luz.
—Quizá —suspiró Hernando, pesaroso—, pero no sé cuál será nuestra situación para entonces. En verdad parece que no seamos más que unos apestados: los cristianos nos odian a muerte y ninguno de los gobernantes musulmanes ha hecho nada por ayudarnos. Somos un pueblo que siempre ha estado oteando el horizonte con la esperanza de vislumbrar una armada, turca o argelina, que nunca ha aparecido.
Efraín estuvo tentado de discutir. ¿Apestados? Su pueblo sí que lo había sido, en España y en todos los reinos europeos. Los judíos ni siquiera tuvieron la oportunidad de otear el horizonte: nadie podía acudir en su ayuda. Sin embargo, calló; no era ése su cometido. Fátima le había proporcionado instrucciones: él mismo debía juzgar las palabras y la actitud de Hernando. Él mismo debía decidir si trasladarle su mensaje o retirarse sin hacer entrega de él a aquel hombre que le miraba consternado. «Confío plenamente en ti», le había dicho ella antes de despedirse. Y el judío ya había decidido.
—Muerte es esperanza larga —dijo entonces.
Efraín sintió cómo el morisco clavaba sus ojos azules en él, igual que había hecho su hijo Abdul hacía poco tiempo, cuando fue a visitarle y a advertirle de que bajo ningún concepto debía ayudar a Fátima en nada relacionado con el «maldito traidor». Los mismos ojos, pero ¡qué diferencia entre el mensaje que lanzaban unos u otros! Los del corsario emanaban odio y rencor; los de Hernando, en cambio, mostraban una tristeza infinita.
¿Cuántas veces llegó a confiar Fátima en la muerte para encontrar la esperanza?, pensaba Hernando tras volver a escuchar aquella frase. ¿Por qué una vez más ahora?
—Vuestra esposa está cautiva en su propia casa —anunció Efraín como si adivinase lo que pasaba por su cabeza—. Varios guerreros nubios la vigilan día y noche.
—¿Por mi causa? —preguntó Hernando con un hilo de voz.
—Sí. Si os acercáis a Fátima, os matarán y a ella…
—¿Francisco la mataría?
—¿Abdul? No creo que fuera capaz… pero no lo sé a ciencia cierta —rectificó el judío recordando las amenazas del corsario—. Pero no podemos olvidarnos de Shamir… La verdad es que ignoro qué podría hacer. En cualquier caso la desgracia caería sobre ella, con toda seguridad.
Efraín le habló de Fátima, y Hernando supo por fin por qué su madre había actuado como lo hizo: la misma Fátima se lo había pedido. Ambas quisieron protegerle de una muerte segura. Se enteró del asesinato de Brahim así como del viaje que hizo Efraín, muchos años atrás, y de la carta de Fátima que éste leyó a Aisha al no encontrarle; de las amargas palabras de Aisha y también de los insultos que profirieron contra él Abbas y los demás moriscos. El judío perdió la mirada en el momento de ensalzar a Fátima, de alabar su belleza y elogiar su coraje y determinación; Hernando percibió en Efraín unos sentimientos que iban más allá de la simple admiración y sintió una punzada de celos de aquel hombre que vivía tan cerca de ella. También le habló de Abdul y Shamir; Inés, ahora Maryam, estaba bien; se había casado y tenía varios hijos. Elogió la astucia de su señora en los negocios y volvió a insistir en la admiración y el deseo que producía en todo Tetuán. Se explayó en descripciones y explicaciones ante un Hernando que dejaba vagar los recuerdos asintiendo y sonriendo.
—Mi señora confía en que cumpláis el juramento que un día le hicisteis: que pongáis a los cristianos a sus pies, a los pies del único Dios. Que continuéis trabajando por la causa de vuestra fe en España, como hacíais mientras estabais casados —terminó diciendo—. Su felicidad depende de ello. Sólo en esa comunión de ideas puede encontrar la tranquilidad; es cuanto desea y a cuanto puede aspirar. Dice que Dios volverá a uniros… tras la muerte.
—¿Y hasta entonces? —musitó Hernando.
Efraín negó con la cabeza.
—Ella nunca pondrá en riesgo vuestra vida. —Hernando hizo ademán de replicar, pero el judío se lo impidió con un gesto de la mano—: No pongáis en riesgo vos la suya.
El silencio se hizo entre los dos hombres.
—Tenía preparada una carta para ella —dijo por fin Hernando—, que intenté hacerle llegar sin éxito.
—Lo siento —rechazó Efraín—, no puedo llevarla… ni vuestra esposa tenerla. He excusado mi viaje en tratos comerciales. Si vuestro hijo o Shamir, o los vigilantes nubios descubrieran a cualquiera de nosotros con una carta…
—¡Pero necesito explicarle! —exclamó Hernando, casi implorante—. Tengo tantas cosas que decirle…
—Y así será: a través de mí. Conocéis a la señora Fátima. —El judío negó con la cabeza, corrigiéndose—. ¿Cómo no vais a conocerla? Mejor que yo. Ella tenía dudas y yo le procuraré la alegría que sé que desea; ¿acaso creéis que entonces no me hará repetir hasta la última palabra de las que me habéis dicho? —Hernando no pudo evitar una triste sonrisa al recordar el fuerte carácter de Fátima; el judío se percató de ello—. ¡Mil veces me obligará a hacerlo!
—Y hacedlo, más de mil si fuese necesario. Decidle…, decidle también que la sigo queriendo, que nunca he dejado de hacerlo. Pero la vida… El destino fue cruel con ambos. He pasado media vida llorando su muerte. Pedidle perdón en mi nombre.
—¿Por qué debería hacerlo?
—Me he vuelto a casar… Tengo otros hijos.
El judío asintió.
—Ella lo sabe y lo comprende. La vida no ha sido fácil para ninguno de los dos. Recordad: Muerte es esperanza larga. Eso es lo primero que me ha pedido que os dijera.
Esa noche, Efraín fue agasajado en casa de Hernando, donde pernoctó antes de partir de vuelta a Tetuán. Advertido por su anfitrión de que Rafaela no debía saber en ningún momento el motivo que le había traído a aquella casa, el judío se mostró sumamente discreto e hizo gala de unos modales exquisitos, pero tras su cortesía se escondía el interés por poder proporcionar a su señora la información que ésta le había solicitado sobre la esposa cristiana. ¿Cómo es la mujer con la que se ha casado? ¿La quiere?
Durante la noche, Hernando, absorto en el recuerdo de Fátima, se mostró extremadamente frío y distante con Rafaela.
Poco tiempo después, con Hernando entregado a la escritura del Corán y a la oración en la mezquita, creyendo encontrar en ello la comunión en la distancia que Fátima le había rogado, Rafaela dio a luz a su tercer hijo. Lázaro, como bautizaron al niño en presencia de unos padrinos cristianos elegidos por el párroco y a los que no conocían, rompió con la tradición y nació con inmensos y claros ojos azules. ¡En aquel recién nacido resurgía el estigma con el que un sacerdote cristiano emponzoñó a una inocente niña morisca!, determinó Hernando en cuanto los vio. No podía ser más que una señal divina.
—Su nombre será Muqla, en honor del gran calígrafo —anunció el mismo día del bautizo ante Rafaela y Miguel, después de limpiar con agua caliente los óleos ungidos sobre el niño—. En esta casa deberéis llamarle así.
Rafaela bajó la vista y asintió con un murmullo imperceptible.
—¿No será peligroso? —se alarmó Miguel.
—Lo único peligroso es vivir de espaldas a Dios.
A partir de ese día decidió que había llegado el momento de explicar a sus hijos algo más que leyendas musulmanas, así que despidió al preceptor y asumió la tarea de la educación de Juan y Rosa, a quienes rebautizó como Amin y Laila. El Corán, la Suna, la poesía y la lengua árabe, la caligrafía, la historia de su pueblo y las matemáticas se convirtieron de repente en las asignaturas que impartió a sus hijos, siempre con Muqla a su lado, en la cuna, al que dormía canturreándole las suras. Amin, con ocho años, ya tenía ciertos conocimientos, pero la niña, que sólo tenía seis, se resintió del cambio.
—¿No crees que deberías esperar a que Rosa creciera algo más, darle tiempo? —trató de aconsejarle Rafaela.
—Se llama Laila —la corrigió Hernando—. Rafaela, en estas tierras, las mujeres son las llamadas a enseñar y divulgar la verdadera fe. Debe aprender. Es mucho lo que deben conocer. ¿Cuándo si no van a hacerlo? Es ésta la edad en la que deben aprender nuestras leyes. Creo…, creo que he cometido demasiados errores.
Rafaela no se dio por satisfecha con la contestación.
—Es una situación muy complicada —afirmó—. Pones en peligro a nuestra familia. Si alguien llegara a enterarse… No quiero ni pensarlo.
Hernando dejó transcurrir unos instantes, mirando fijamente a su esposa.
—Lo sabías, ¿verdad? —dijo al cabo—. Miguel te lo dijo antes de que contrajésemos matrimonio. Él te confesó que yo practicaba la fe verdadera —Rafaela asintió—. Y en consecuencia, cuando te casaste conmigo, aceptaste que nuestros hijos se educarían en las dos culturas, en las dos religiones. No pretendo que compartas mi fe, pero mis hijos…
—También son míos —replicó ella.
Rafaela no insistió, ni tampoco intervino de nuevo en la educación de los niños. Sin embargo, por las noches rezaba con ellos, como siempre había hecho, y Hernando lo consentía. Diariamente, al finalizar las clases, se lavaba y purificaba, y acudía a la mezquita para rezar frente al
mihrab
, a veces quieto, parado delante de allí donde debían estar aquellos grafismos sagrados cincelados en mármol, otras escondido, algo alejado, si consideraba que su permanencia podía originar sospechas. «¡Aquí estoy, Fátima! —susurraba para sí—, suceda lo que suceda.» La mezquita se lo recordaba una y otra vez: los cristianos ya se habían apropiado de ella definitivamente. La capilla mayor, el crucero y el coro acababan de ser terminados, y el cimborrio ya se elevaba por encima de los contrafuertes para mostrar al mundo entero la magnificencia del tan deseado templo. Hasta el antiguo huerto en el que se retraían los delincuentes acogidos a asilo, había sido renovado. Los sambenitos de los penados por la Inquisición seguían colgando macabramente de las paredes de las galerías, pero el huerto aparecía ahora ajardinado, con calles empedradas y fuentes entre naranjos; el Patio de los Naranjos lo llamaban ahora las gentes.
Religiosos, nobles y humildes se enorgullecían de su nueva catedral y cada expresión de asombro, cada vanidoso comentario que Hernando podía oír por parte de los fieles ante la magna obra, le reconcomía e irritaba. Aquella catedral hereje que había venido a profanar el mayor templo musulmán de Occidente no era sino un ejemplo de lo que sucedía en toda la península: los cristianos les aplastaban y Hernando tenía que luchar, aun a riesgo de su vida y la de sus hijos.
A veces se quedaba absorto a las puertas del sagrario de la catedral y contemplaba la
Santa Cena
de Arbasia. Entonces recordaba los días allí transcurridos mientras era la biblioteca, con don Julián, engañando a los sacerdotes y trabajando para sus hermanos en la fe. ¿Qué habría sido del pintor italiano? Miraba a la que él imaginaba mujer y que acompañaba a Jesucristo. Él también había elegido una mujer, la Virgen, en la trama de los plomos del Sacromonte. Una trama que parecía estancada, sin dar los frutos deseados, tal y como le informaban desde Granada.
Y cuando no se hallaba rezando o instruyendo a sus hijos, montaba a caballo. Miguel hacía un trabajo excelente y los potros que nacían en el cortijillo eran cada vez más cotizados entre los ricos y la nobleza de toda Andalucía. Incluso llegaron a vender algunos ejemplares a cortesanos de Madrid. Periódicamente, el tullido mandaba a Córdoba un par de potros ya domados por el personal que contrataba. Elegía los mejores, aquellos que consideraba merecedores del aprendizaje que les podía proporcionar su señor. Durante un tiempo, Hernando montaba en ellos y salía al campo, donde perfeccionaba la técnica de los animales. También enseñaba a montar a Amin, que lo acompañaba a lomos de un Estudiante ya viejo y dócil que parecía entender que no debía mover un solo músculo de más con el niño encima de él. Y en presencia de un entusiasmado Amin que gritaba y aplaudía al ver a su padre sorteando las astas de los morlacos, volvió a correr los toros en las dehesas; atrás quedaba la triste experiencia con Azirat. Luego, en el momento en que consideraba que los potros estaban convenientemente domados, los devolvía a Miguel para que éste los pusiera a la venta. Hernando presenció con orgullo cómo algunos de ellos se enfrentaban a los toros en la Corredera con motivo de alguna fiesta, con mayor o menor fortuna según el arte de los señores cordobeses que los montaban, pero siempre mostrando nobleza y buenas maneras.
Por las noches se encerraba en la biblioteca y tras disfrutar caligrafiando en colores y con letras surgidas de su unión con Dios alguna nueva sura en su Corán, copiaba nuevos ejemplares con letra rápida, interlineando su traducción aljamiada, igual que había hecho junto a don Julián en la biblioteca. Había vuelto a ello. Remitía los libros a Munir, gratuitamente, quien pese a la fría despedida de Jarafuel y su negativa a mandar la carta a Fátima, los aceptaba en bien de la comunidad, como así le hizo saber Miguel a través del arriero que llevó al alfaquí las primeras copias. ¡Luchaba! Continuaba luchando, susurraba Hernando a Fátima a centenares de leguas de distancia; estaba en paz con Dios, consigo mismo y con cuantos lo rodeaban. Y la imaginaba bella y altiva, como siempre lo había sido, enardeciendo su religiosidad y animándole a proseguir.
Al virrey de Cataluña se podrá escribir que en lo que toca a los moriscos que pasaren a Francia, ordene que se reconozcan, y si entre ellos fuesen algunos que sean ricos y acreditados entre ellos, se les detenga y ponga a buen recaudo para procurar sacar de ellos sus intentos, y que con la gente común disimulen y los dexen pasar, porque cuantos menos quedaren mejor.
Dictamen del Consejo de Estado,
24 de junio de 1608