La mano de Fátima (109 page)

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Authors: Ildefonso Falcones

BOOK: La mano de Fátima
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—¡Los señores también! —gritó otro.

—¡Pretenden matarnos a todos!

—¡Castrarnos!

—¡Esclavizarnos!

Los gritos se sucedían, cada vez más fuertes, cada vez más airados.

Hernando escondió la mirada en la tierra. ¿Acaso no era verdad? ¡Tenían razón! Las gentes no podían vivir, y el futuro… ¿qué futuro esperaba a los hijos de todos ellos? Y ante eso, él, Hernando Ruiz, de Juviles, se refugiaba en su biblioteca, mientras vivía con holgura y comodidad… ¡Y se empeñaba ingenuamente en minar los cimientos de la religión cristiana buscando respuesta en los libros!

Tembló al oír el proyecto que se llegó a pactar tras arduas discusiones entre los presentes: la noche del Jueves Santo de 1605, los moriscos se levantarían en Valencia e incendiarían las iglesias para llamar la atención de los cristianos. Al mismo tiempo, Enrique IV mandaría una flota al puerto del Grao. En todos los lugares, los jeques moriscos alzarían en armas a sus gentes. Pero ¿y si el rey francés no cumplía como no lo hicieron los del Albaicín de Granada cuando la sublevación de las Alpujarras? En ese caso, los moriscos volverían a quedarse solos, una vez más, frente a la ira de los cristianos por haber profanado sus iglesias. Igual que años atrás. Estaban poniendo su futuro en manos de un rey cristiano; enemigo de España, cierto, ¡pero cristiano al fin y al cabo! ¿Cuántos de aquellos que ahora discutían habían vivido la guerra de las Alpujarras? Quiso intervenir pero el griterío era ensordecedor; hasta Munir, con el brazo alzado al cielo, aullaba exigiendo la guerra santa.


Allahu Akbar!

El grito, unánime, retumbó en el bosque.

Se procedió entonces al nombramiento del rey de los moriscos: Luis Asquer, del pueblo de Alaquás, fue el elegido. El nuevo monarca fue vestido con una capa roja, empuñó una espada y se dispuso a jurar el cargo conforme a las costumbres. Los hombres lo aclamaron, se levantaron y lo rodearon. Hernando se apartó del grupo; la decisión ya estaba tomada… La guerra era inevitable. ¡Ganar o ser exterminados! Fue alejándose de los vítores y el bullicio, mientras recordaba las muchas ocasiones en que había oído esos mismos gritos en las Alpujarras. Él mismo…

De repente, sintió un fuerte golpe en la nuca. Hernando creyó que le iba a reventar la cabeza y empezó a desplomarse. Sin embargo, aturdido, notó cómo varios hombres lo agarraban de los brazos y lo arrastraban más allá del claro y de sus fuegos, hasta los árboles. Allí lo dejaron caer al suelo. Entre el retumbar de su cabeza y la visión borrosa, creyó ver tres… cuatro hombres en pie, quietos a su alrededor. Hablaban en árabe. Intentó incorporarse pero el aturdimiento se lo impidió. No llegaba a entender lo que decían; los aplausos y ovaciones al nuevo rey resonaban con potencia.

—¿Qué… qué queréis? —logró balbucear en árabe—. ¿Quiénes…?

Uno de ellos le arrojó el contenido de un pellejo de agua helada sobre el rostro. El frío lo reanimó. Hizo entonces otro intento de levantarse, pero en esta ocasión una bota sobre su pecho se lo impidió. La silueta de cuatro hombres se dibujaba contra el resplandor de las hogueras, sus rostros seguían ocultos en las sombras.

—¿Qué pretendéis? —preguntó, algo más consciente.

—Matar a un perro renegado y a un traidor —contestó uno de ellos.

La amenaza resonó en la noche. Hernando se esforzó por pensar con celeridad, al tiempo que notaba cómo la punta de un alfanje se posaba en su cuello. ¿Por qué querían matarlo? ¿Quizá alguien que le conocía de Córdoba? No había reconocido a nadie de la ciudad en la reunión, pero… La punta del alfanje jugueteó sobre su nuez.

—No soy renegado ni traidor —afirmó con determinación—. Quien os haya dicho tal cosa…

—Quien nos lo dijo te conoce bien.

Hernando casi no podía hablar; la punta del alfanje presionaba sobre su garganta.

—¡Preguntad a Munir! —balbuceó—. ¡El alfaquí de Jarafuel! Él os dirá…

—Si lo hiciésemos y le contáramos cuanto sabemos de ti, sería él quien te mataría, con toda seguridad, y esto es algo que debemos hacer nosotros. La venganza…

—¿Venganza? —se apresuró a preguntar—. ¿Qué mal os puedo haber causado a vosotros para que busquéis venganza? Si es cierto que soy renegado y traidor, que me juzgue el rey.

Uno de ellos se acuclilló junto a él: tenía aquel rostro a un palmo escaso del suyo, notaba su aliento cálido. Sus palabras rezumaban odio.

—Ibn Hamid —susurró. Hernando tembló con solo escuchar aquel nombre. ¿Alpujarreños? ¿Qué significaba…?—. Era así como te gustaba que te llamasen, ¿no? —volvió a susurrar.

—Así es como me llamo —afirmó.

—¡El nombre de un traidor a su gente!

—Jamás la he traicionado. ¿Quién eres tú para sostener tal infamia?

El hombre hizo una seña a otro de ellos que corrió al claro y volvió con una tea encendida.

—Mírame, Ibn Hamid. Quiero que sepas quién va a poner fin a tu vida. Mírame…, padre.

El hombre acercó la tea, y la oscuridad se quebró para que Hernando observase unos inmensos y furibundos ojos azules clavados en él. Sus rasgos, sus facciones…

—Dios —murmuró desconcertado—. ¡No puede ser! —Se sintió mareado. Miles de recuerdos se amontonaron en su mente a la sola visión de aquel rostro, todos ellos pugnando por imponerse a los demás. Habían transcurrido más de veinte años…—. ¿Francisco? —musitó.

—Hace mucho que me llamo Abdul —respondió con dureza su hijo—. Y aquí está también Shamir, ¿le recuerdas?

¡Shamir! Hernando intentó reconocerle entre los tres restantes, pero ninguno de ellos salió de entre las sombras. La confusión se apoderó de su mente: Francisco estaba vivo… Y también Shamir. ¿Habían escapado de Ubaid? Pero su madre… Aisha le había asegurado que estaban muertos, que había visto con sus propios ojos cómo el arriero los mataba en la sierra.

—¡Me aseguraron que habíais muerto! —exclamó—. Busqué… Os busqué durante semanas, recorrí la sierra tratando de hallar vuestros cuerpos. El de Inés… y el de Fátima.

—¡Cobarde! —le insultó Shamir.

—Mi madre esperó… todos esperamos durante años a que vinieses a ayudarnos —añadió Abdul—. ¡Perro! No moviste ni un dedo por tu esposa, ni por tu hija, ni por tu hermanastro. ¡Ni por mí!

Hernando sintió que le faltaba el aire. ¿Qué acababa de decir su hijo? Que su madre había esperado… ¡Su madre! ¡Fátima!

—¿Fátima vive? —preguntó con un hilo de voz.

—Sí,
padre
—le escupió Abdul—. Vive… Aunque no gracias a tu ayuda. Todos hemos sobrevivido. Tuvimos que soportar el odio de Brahim, sentirlo en nuestras carnes. ¡Ella la que más! Y mientras tanto, tú te olvidabas de tu familia y traicionabas a tu pueblo. El perro de Brahim ya lo ha pagado con su vida, te lo aseguro. ¡Ahora eres tú quien debe rendir cuentas por ello!

¡Brahim! Hernando cerró los ojos, dejó que la verdad fuera penetrando en su mente. Brahim había cumplido con su amenaza: había vuelto a por Fátima y se había vengado de su hijastro arrebatándole a sus hijos, a su esposa, todo cuanto amaba… ¿Cómo no se le había ocurrido pensarlo? Había venido a por ellos y se los había llevado… Pero entonces… ¿Y la toca blanca de Fátima? ¡La había visto en el cuello del cadáver de Ubaid! ¿Cómo era posible? ¿Ubaid y Brahim juntos? Un pensamiento cruzó su cerebro sin que pudiera detenerlo. ¡Su madre debía de saberlo! Aisha le había dicho que Ubaid los mató a todos, Aisha había jurado y perjurado que había presenciado las muertes de Fátima y los niños… Aisha le había engañado. ¿Por qué? La idea de que su madre le hubiera mentido se le hizo insoportable, y pese al alfanje, a Francisco y al hombre que mantenía la tea junto a sus rostros, Hernando se aovilló en el suelo. Notó que el corazón se le aceleraba en el pecho, como si quisiera estallar. ¡Dios! ¡Fátima vivía! Quiso llorar, pero sus ojos se negaban a derramar ni una sola lágrima. Se encogió todavía más a consecuencia de las convulsiones que de repente asaltaron su cuerpo, como si él mismo pretendiera romperse en pedazos. ¡Toda una vida convencido de que su familia había sido asesinada por Ubaid!

—¡Fátima! —llegó casi a gritar.

—Vas a morir —sentenció Shamir.

—Muerte es esperanza larga —contestó Hernando sin pensar.

Abdul extrajo una daga de su cinto. En el claro, los moriscos asistían en respetuoso silencio a la coronación de su rey. «Juro morir por el único Dios», se oía en el bosque en el mismo momento en el que el hombre que aguantaba la tea estiró del cabello de Hernando para que presentase su cuello. La hoja de la daga brilló.

¡Fátima! La mujer estalló en la memoria de Hernando.

—¿Quién eres tú para hacerlo? —se revolvió entonces—. ¡No moriré sin antes poder hablar con tu madre! ¡No dejaré que me mates sin conseguir su perdón! Os creía muertos, y sólo Dios sabe cuánto he sufrido por vuestra pérdida. Que sea Fátima quien decida si desea concederme el perdón o el castigo; no tú. Si debo morir, que sea ella quien lo decida.

Movido por un súbito acceso de rabia, empujó a su hijo que, desprevenido, cayó sentado al suelo. Hernando trató de levantarse, pero el alfanje de Shamir amenazó su pecho. Hernando lo agarró con la mano. El filo le hirió la palma.

—¿Acaso crees que voy a escapar? —le espetó—. ¿A luchar con vosotros? —Abrió los brazos para mostrar que no llevaba armas—. Quiero entregarme a Fátima. Necesito que sea ella quien clave ese cuchillo, si es que cree realmente que yo habría sido capaz de renunciar a ella, a vosotros, de haber sabido que seguíais vivos.

Por primera vez llegó a vislumbrar el rostro de su hermanastro y reconoció en él los rasgos de Brahim. Shamir interrogó a Abdul con la mirada y éste asintió tras unos momentos de duda: Fátima se merecía llevar a cabo su venganza, en persona, igual que había hecho con Brahim.

En ese momento, en el claro, finalizó la coronación y los moriscos estallaron en vítores y aplausos.

La mayoría de los delegados y jeques aprovecharon lo que restaba de la noche para iniciar el regreso a sus pueblos. El francés Panissault lo hizo con la promesa de que los ciento veinte mil ducados le serían entregados en la ciudad de Pau, en el Bearne francés, de donde era gobernador el duque de La Force. Al principio, con el trajín de gente despidiéndose alborotada, Munir ni se había percatado de la ausencia de Hernando, pero poco a poco empezó a preocuparse y a buscarlo. No lo encontró y se dirigió al lugar donde habían dejado las mulas: las dos permanecían atadas.

¿Dónde podría estar? No se habría marchado sin despedirse de él, ni sin la mula; su caballo estaba en Jarafuel. Preguntó a varios moriscos, pero ninguno supo darle razón. Uno de los berberiscos que colaboraba en el proyecto de rebelión pasó por su lado, cargado y presuroso. ¿Qué iba a saber un berberisco…?

—Oye —reclamó su atención, no obstante—, ¿conoces a Hernando Ruiz, de Córdoba? ¿Lo has visto?

El hombre, que hizo ademán de detenerse ante la llamada del alfaquí, se excusó con un balbuceo y prosiguió raudo su camino tan pronto como hubo oído el nombre por el que le preguntaban.

¿A qué esa actitud?, se extrañó Munir mientras lo observaba dirigirse hacia el bosque. Unos pasos más allá, el berberisco volvió la cabeza, pero al comprobar que el alfaquí continuaba mirándole, avivó la marcha. Munir no lo dudó y se encaminó tras él. ¿Qué escondía el berberisco? ¿Qué sucedía con Hernando?

No tuvo oportunidad de plantearse más cuestiones. Nada más internarse entre los árboles, varios hombres saltaron sobre él y lo detuvieron; otro lo amenazó con una daga.

—Un solo grito y eres hombre muerto —le advirtió Abdul—. ¿Qué es lo que pretendes?

—Busco a Hernando Ruiz —contestó Munir tratando de mantener la calma.

—No conocemos a ningún Hernando Ruiz… —empezó a decir Abdul.

—Entonces —le interrumpió el alfaquí—, ¿quién es el hombre que ocultáis allí?

Incluso en la penumbra, los borceguíes de Hernando destacaban entre las piernas de un grupo de cuatro berberiscos que pretendían esconderlo, todos ellos con práctico calzado para la navegación. Abdul se volvió hacia donde señalaba Munir.

—¿Ése? —indicó con cinismo al comprender la imposibilidad de negar la presencia de alguien ajeno al grupo de berberiscos—. Es un renegado, un traidor a nuestra fe.

Munir no pudo evitar una sonora carcajada.

—¿Renegado? No sabes lo que dices. —Abdul frunció el entrecejo, sus ojos azules denotaban duda—. Pocas personas existen en España que hayan luchado y luchen más por nuestra fe que él.

Abdul titubeó. Shamir abandonó el grupo que escondía a Hernando y se aproximó.

—¿Y quién eres tú para sostener tal afirmación? —preguntó al plantarse junto a ellos.

El alfaquí pudo entonces ver a Hernando: su amigo parecía derrotado, cabizbajo, ausente. Ni siquiera mostraba interés en la conversación que se desarrollaba a poca distancia de él.

—Me llamo Munir —afirmó. ¿Qué le sucedía a Hernando?—. Soy el alfaquí de Jarafuel y del valle de Cofrentes.

—Nos consta —saltó Shamir— que este hombre colabora con los cristianos y que ha traicionado a los moriscos. Merece morir.

Hernando continuó sin reaccionar.

—¡Qué sabréis vosotros! —le espetó Munir—. De dónde venís, ¿de Argel, de Tetuán?

—Nosotros, de Tetuán —contestó Abdul con cierta actitud de respeto ante un alfaquí—; los demás…

Munir aprovechó la indecisión de quien parecía mandar a los berberiscos para liberarse de las manos que le detenían, y le interrumpió:

—Vivís más allá del estrecho, en Berbería, donde se puede practicar libremente la verdadera fe. —El alfaquí cerró los ojos y negó con la cabeza—. Yo mismo comulgo cada domingo. Confieso mis pecados cristianos para obtener la cédula que me permite moverme. A menudo me veo obligado a comer cerdo y a beber vino. ¿También me consideráis renegado? ¡Todos los moriscos que habéis visto esta noche se pliegan a las órdenes de la Iglesia! ¿Cómo, si no, íbamos a poder sobrevivir y a mantener nuestra fe? Hernando ha trabajado por el único Dios tanto o más que ninguno de nosotros. Creedlo, no conocéis a ese hombre.

—Lo conocemos bien. Es mi padre —reveló Abdul.

—Y mi hermanastro —añadió Shamir.

Munir trató de convencer a los dos jóvenes berberiscos de la soterrada labor de Hernando en favor de la comunidad. Les habló de sus escritos, de sus años de trabajo, de los plomos y de la Torre Turpiana, del Sacromonte y de don Pedro de Granada Venegas; de Alonso del Castillo y Miguel de Luna, del evangelio de Bernabé y de lo que pretendían. Les explicó que Hernando creía que todos ellos habían muerto a manos de Ubaid.

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