La mano de Fátima (105 page)

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Authors: Ildefonso Falcones

BOOK: La mano de Fátima
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Hernando alzó la vista hacia el cielo, negro y encapotado.

—Y tú pretendes que yo coaccione al jurado con esta historia para que me conceda la mano de Rafaela, ¿no es así? —preguntó después.

—Ciertamente.

61

Don Martín Ulloa, fabricante de agujas, jurado de Córdoba por herencia de su padre, se negó a recibirle. Una esclava morisca, gorda y vieja, pretendidamente ataviada de sirvienta con unas ropas que habían visto tiempos mejores, le transmitió el mensaje de su amo: en una primera ocasión con displicencia, en la segunda de forma impertinente y en la tercera incluso airada.

—Dile a tu señor —replicó Hernando a esa última, elevando también la voz, consciente de que alguien escuchaba más allá de la puerta— que me envía la Angustias y otras compañeras y amigas suyas. ¿Me has entendido? ¡La Angustias! —repitió, en tono alto y claro—. Le dices también que mañana le espero en mi casa por un negocio de su interés. No le concederé otra oportunidad más antes de acudir al corregidor o al obispo. Vivo en la casa de ahí al lado, por si no lo supiera —ironizó.

A solas en la biblioteca, Hernando no podía dejar de pensar en todo aquello: ¿quería casarse con Rafaela?

—¡Estás solo! ¡Necesitas una mujer a tu lado, que cuide de ti, que te quiera y te dé el calor de una familia —le había gritado Miguel a la mañana siguiente del encuentro en las cuadras, cuando Hernando le comentó que lo sentía pero que debía encontrar otra solución ya que él no estaba dispuesto a contraer matrimonio; lo que debía hacerse, le dijo también, era denunciar la situación de los expósitos a la justicia—. ¿No te das cuenta? —continuó el muchacho—. Llevas años recluido entre tus libros y tus escritos. Y los hijos, ¿no te gustaría tener hijos que hereden tus propiedades? ¿Formar una nueva familia? ¿Cuántos años tienes? ¿Cuarenta? ¿Cuarenta y uno? Estás envejeciendo. ¿Quieres vivir solo tu vejez?

—Te tengo a ti.

—No. —Se hizo un embarazoso silencio entre ambos—. Lo he pensado mucho. Si no te casas con Rafaela, si no la libras del convento, volveré a las calles.

—No es justo que me amenaces así —replicó Hernando, al tiempo que adoptaba una actitud extremadamente seria.

—Sí, sí que es justo —insistió Miguel, mientras con los labios apretados negaba con la cabeza, consciente de la trascendencia de sus palabras—. Te dije que salvar a esa muchacha era todo mi objetivo. Por Dios que si yo pudiera, si tuviera la más mínima oportunidad, no recurriría a ti. Tú puedes negarte a contraer matrimonio, lo respeto. Pero yo no podría continuar viviendo aquí si no me prestas la ayuda que te pido.

—¡Pero me estás pidiendo que me case!

—¿Y? Aquellos que llamas tus hermanos en la fe no quieren saber nada de ti. ¿Pretendes salir en busca de otra cristiana para casarte? ¿Qué hay de malo en hacerlo con Rafaela? Tendrás una buena mujer que te servirá, te atenderá y te dará hijos. Eres rico. Posees una casa, rentas, tierras y caballos. ¿Por qué no casarte?

—¡Soy musulmán, Miguel! —protestó Hernando.

—¿Y qué más da? Córdoba está llena de matrimonios entre moriscos y cristianas. Educa a tus hijos en esas dos religiones que pretendes unir, ¿a qué si no tanto trabajo? ¿En beneficio de aquellos que te rechazan y te insultan? ¿Hacia dónde vas?, ¿cuál es tu futuro? Cásate con Rafaela y sé feliz.

«Sé feliz.» Aquellas dos simples palabras le persiguieron durante todo el día siguiente antes de que se decidiese a llamar a la puerta del jurado. ¿Llegó alguna vez a buscar la felicidad? Fátima y los niños se la proporcionaron. ¡Qué lejos estaban aquellos tiempos! Hacía ya catorce años que los habían asesinado a todos. ¿Y desde entonces? Estaba solo. La tristeza que le había asaltado durante su último viaje a Granada, con Estudiante mordisqueando las hierbas de la ribera del Darro y él mirando la ladera donde estaba emplazado el carmen de Isabel, tornó a su recuerdo. Miguel tenía razón. ¿Para quién tanto trabajo y esfuerzo? ¡Sé feliz! ¿Por qué no? Rafaela parecía una buena mujer. Miguel la adoraba. ¿Y si se iba Miguel? Si también le abandonaba su único amigo…

¿Qué podía perder casándose? Imaginó la casa con niños correteando, sus gritos y risas alegrando el trabajo que llevaba a cabo en la biblioteca. Se imaginó contemplando sus juegos en el patio, apoyado en la barandilla de la galería, igual que hacía con Francisco e Inés. ¡Catorce años! Se sorprendió al no sentirse culpable por plantearse aquella posibilidad: Rafaela era tan distinta a Fátima… Nadie hablaba de amor; pocos matrimonios se contraían por amor. Tampoco de pasión; sólo de la posibilidad de huir de aquella melancólica soledad que debía reconocer que tan a menudo le embargaba. Entonces imaginó esos otros hijos y una indefinible sensación de sosiego se apoderó de él.

—¿Qué pretendes, moro asqueroso?

Don Martín Ulloa no esperó al día siguiente. Esa misma noche se presentó en casa de Hernando, que lo recibió en la galería, sentado en el patio. El jurado escupió su pregunta inclinado por encima de él, sin aceptar su invitación para que tomase asiento. Hernando se percató de la espada que colgaba de su cinto. Miguel escuchaba tras el portalón de las caballerizas.

—Sentaos —le invitó una vez más.

—¿En la silla de un moro? No me siento con moros.

—En ese caso, apartaos unos pasos de este moro que tanto os incomoda. —El jurado accedió. Hernando continuó sentado—. Pretendo la mano de vuestra hija Rafaela.

Se trataba de un hombre corpulento, algo entrado en años pero de un porte soberbio. Las canas del poco cabello que le restaba en la cabeza y su poblada barba blanquecina contrastaron con el repentino sofoco que enrojeció su rostro. Don Martín bramó algún insulto ininteligible, luego soltó dos carcajadas profundas y volvió a los improperios.

Miguel, asustado, asomó la cabeza tras el portalón.

—¡La mano de mi hija! ¿Cómo te atreves a mentar su nombre? Tus sucios labios manchan su honra…

—Vuestra honra —le interrumpió Hernando, amenazante— es la que no se repondrá nunca si el cabildo se entera de vuestros manejos con los niños expósitos. La vuestra, la de vuestra esposa y la de vuestros hijos. La de vuestros nietos… —Don Martín echó mano a su arma—. ¿Me tomáis por imbécil, jurado? Ahí donde estáis, esos moros a los que tanto odiáis crearon la más espléndida de las culturas en esta misma ciudad, y eso no fue por casualidad —habló tranquilamente ante la espada a medio desenvainar del jurado—. En este momento hay un escrito lacrado en manos de un escribano público —mintió— que relata al detalle todo cuanto hacéis con los expósitos, incluyendo los nombres de los niños y las personas que han intervenido. Si a mí me sucediese algo, ese escrito sería inmediatamente entregado a las autoridades. —Hernando vio dudar al hombre, parte del filo de la espada brillaba fuera de su vaina—. Si me matáis, vuestro futuro no vale una blanca. ¿Recordáis a una niña llamada Elvira? —continuó para demostrarle la certeza e importancia de sus amenazas. El jurado negó una sola vez con la cabeza—. Vos entregasteis esa niña recién nacida a un ama de cría de nombre Juana Chueca. A la tal Juana sí que la recordáis, ¿verdad? Elvira fue, a su vez, entregada para mendigar a la Angustias. La niña falleció hará cerca de medio año, pero nada de eso consta en los libros de la cofradía.

—Eso es problema del visitador —arguyó don Martín.

—¿Y creéis que el visitador cargará él solo con toda la culpa? ¿Tampoco dirán nada las mujeres y las mendigas acerca de vuestra participación, del dinero que os llevan a vuestra casa por las noches? —Vio la indecisión reflejada en el rostro del jurado—. Tenéis una hija de la que pretendéis desprenderos entregándola a un convento, sin dote alguna. ¿Vale la pena arriesgar vuestro honor y el de toda vuestra familia por esa hija?

—¿Cómo conoces a mi hija? —inquirió el jurado, mirándole con suspicacia—. ¿Cuándo la has visto?

—No la conozco, pero he oído hablar de ella. Somos vecinos, don Martín. Pensad en el trato que os ofrezco: mi silencio por esa hija que os molesta… y vuestra palabra de honor de que cesaréis en vuestros manejos con los niños. ¡Os juro que estaré pendiente de ello! Soy cristiano nuevo, cierto, pero colaboro con el arzobispado de Granada. Tomad. —Hernando le entregó la cédula expedida por el arzobispado cuando don Martín envainó su espada, pero el jurado no sabía leer, por lo que se la devolvió tras echar un vistazo al sello del cabildo catedralicio—. Tenéis excusa frente a vuestros iguales. Sabéis que fui protegido del duque de Monterreal…

—Y que te echaron de palacio —masculló don Martín, con sorna.

—El duque nunca lo habría hecho —repuso Hernando—. Me debía la vida. Pensadlo, don Martín. Pero espero vuestra respuesta mañana por la noche a más tardar. De no ser así…

—¿Me estás amenazando? —Don Martín retrocedió un paso; en su rostro asomaba ya la duda.

—¿Ahora os dais cuenta? Estoy haciéndolo desde que habéis entrado en esta casa —contestó Hernando, con una sonrisa cínica.

—¿Y si mi hija no consiente? —murmuró el jurado entre dientes.

—Por vuestro bien y el de vuestros hijos, procurad que lo haga.

Hernando puso fin a la conversación y con precaución, sin darle la espalda, acompañó al jurado hasta la puerta. El hombre andaba pensativo y ya en el zaguán, donde trastabilló, Hernando tuvo la convicción de que le había vencido. A su vuelta al patio se encontró con Miguel parado junto a la puerta de las cuadras. Unas lágrimas corrían por sus mejillas. Con las piernas colgando y las manos aferradas a las muletas, era incapaz de limpiárselas, de detener su caída; tampoco intentó hacerlo. Era la primera vez, se dio cuenta entonces, en que veía llorar al tullido.

La boda se celebró a finales de abril de ese mismo año. Hernando supo por Miguel que Rafaela, en una muestra de inteligencia, se había negado a aceptar la propuesta de su padre de contraer matrimonio con un morisco. «¡Prefiero ingresar en el convento!», le gritó. Si el jurado don Martín temía por su honor y su posición social debido al manejo de los niños expósitos, la negativa de su hija lo exasperó más todavía y, a voz en grito, impuso su voluntad.

Así, el enlace se llevó a cabo, sin fiesta y con el menor alboroto posible, sin la presencia de los ofendidos hermanos de la novia y sin dote alguna. Cuando terminó la ceremonia y volvían de la iglesia, Hernando fue tomando conciencia del paso que acababa de dar. Rafaela entró en la que sería su nueva casa cabizbaja, casi sin atreverse a decir palabra. Un silencio tenso se apoderó de ambos. Hernando la observó: aquella chiquilla temblaba… ¿Qué iba a hacer con una muchacha asustada, casi veinticinco años menor que él? Con sorpresa se dio cuenta de que él también sentía cierto temor. ¿Cuánto tiempo hacía que sus encuentros amorosos se habían reducido a las jóvenes de la mancebía? Con un suspiro, la acompañó a un dormitorio separado del suyo. Rafaela entró, ruborizada, y murmuró algo en voz tan baja que él no llegó a entenderlo. Hernando se fijó en las manos de su esposa: tenía la piel arañada por la fuerza con que se las había frotado.

Luego se refugió en la biblioteca.

Al día siguiente de la boda, Miguel fue a hablar con él. Con el rostro enrojecido, balbuceando, le anunció su intención de abandonar la casa de Córdoba e instalarse en el cortijillo, para, según él, vigilar a Toribio, a la docena de yeguas de vientre con que contaban entonces y a los potros que nacían. Sin embargo, ambos sabían las verdaderas razones por las que el tullido había decidido marcharse: se apartaba, dejaba el campo franco a Hernando y a Rafaela. Su señor había cumplido y se había casado, y Miguel no deseaba que su presencia en la casa pudiera ser una barrera entre la nueva pareja.

No hubo forma de convencerle, así que tanto Hernando como su esposa lo vieron partir. Cuando entraron de nuevo en casa, Hernando se sintió extrañamente solo. Comió con Rafaela en un silencio sólo interrumpido por frases de cortesía y volvió a la biblioteca. Desde allí oyó cómo Rafaela limpiaba las habitaciones y trajinaba por la casa; a ratos, incluso, le pareció oír que tarareaba alguna canción, algo que de repente ella misma interrumpía, como si se arrepintiese de hacer ruido.

Así transcurrieron las semanas. Hernando se acostumbró a la presencia de Rafaela, y ella iba sintiéndose cada día más cómoda en su nuevo hogar. Iba al mercado con María, cocinaba para él, y no le molestaba nunca durante los ratos que él pasaba encerrado, ni preguntaba qué hacía en ellos. El verano había dado algo de color a las pálidas mejillas de Rafaela, y aquellos tímidos y apagados canturreos llegaron a convertirse en canciones que se oían por toda la casa.

—¿Por qué este potro lleva un freno diferente al que le embocas al otro? —le sorprendió su esposa un día en las cuadras, antes de que Hernando saliera a cabalgar.

Ella nunca antes había entrado en las cuadras mientras Hernando se preparaba para montar. Rafaela señaló la colección de hierros que colgaban de las paredes.

Si en general Hernando se mostraba parco en palabras, en esta ocasión, sin darse cuenta y sin dejar de embridar al potro, se encontró dándole una lección a su esposa.

—Depende de la boca que tengan —contestó—. Los hay que la tienen negra, otros que la tienen blanca y otros colorada. Los mejores son los que la tienen negra: es lo más natural, como le sucede a éste. —Hernando hizo un esfuerzo para cinchar al animal—. A éstos, los de la boca negra, hay que ponerles un freno común, suave, corto de tiros y de bocado… —Se detuvo unos instantes, de espaldas a Rafaela, pero continuó hablando—: Esos frenos deben tener los asientos gruesos y atravesados… —Entonces se volvió hacia su esposa—. Y la barbada gruesa y redonda —terminó de explicar ya mirándola directamente.

Rafaela mostró la más dulce de sus sonrisas.

—¿Y por qué te interesa a ti todo esto? —preguntó él.

Permanecieron unos momentos el uno frente al otro. Fue Hernando quien, al fin, se adelantó. La tomó por los hombros y la besó en los labios, delicadamente. Un estremecimiento recorrió el cuerpo de la muchacha.

Esa misma noche, Hernando la observó mientras cenaban. La joven estaba animada y le contó una divertida historia sobre algo que había visto de camino al mercado. Sus finos labios sonreían, mostrando los blancos dientes; su voz era dulce, ingenua. Hernando se sorprendió riéndose con ella por primera vez.

Después de cenar, ambos salieron al patio. Hacía una noche estrellada y las rosas vertían en el aire su fragante perfume. Ambos contemplaron el brillo del cielo nocturno. Fue entonces cuando ella le preguntó en voz muy baja:

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