La mano de Fátima (24 page)

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Authors: Ildefonso Falcones

BOOK: La mano de Fátima
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Hernando fue incapaz de reaccionar y se quedó quieto, absorto en el reguero de sangre que dejaba el vendedor de uvas pasas hasta desplomarse unos pasos más allá. Ensimismado como estaba, el arcabucero de la guardia del rey tuvo que golpearle en la espalda.

—Sígueme —le dijo cuando por fin fijó sus ojos en él.

La casa volvía a estar perfumada con almizcle, pero en esta ocasión no fue llevado a presencia de Aben Humeya. El guardia lo acompañó a una habitación al fondo del primer piso. La puerta de madera labrada se hallaba protegida por dos arcabuceros; el tesoro que el rey no había enviado a Argel debía de estar en su interior, pensó ante tales cautelas.

—¿Eres tú Ibn Hamid? —le preguntaron a sus espaldas. Hernando se volvió para encontrarse con un morisco ricamente ataviado—. Ibn Umayya me ha hablado de ti. —El hombre le tendió la mano—. Soy Mustafa Calderón, vecino de Ugíjar y consejero del rey.

Tras el saludo, Mustafa buscó en un juego de llaves que portaba al cinto y abrió la puerta.

—Aquí tienes toda la cebada que necesitas para los caballos —añadió invitándole a entrar con la mano extendida.

¿Cómo podía estar allí la cebada? Aquello no era un granero. Sorprendido, se quedó parado en el quicio de la puerta.

Las risas de Mustafa y de los tres arcabuceros no consiguieron distraer el asombro de Hernando: cerca de una docena de muchachas y niñas se amontonaban en el interior, iluminadas por la luz que entraba a través de un ventanuco alto. Las muchachas le miraban asustadas e intentaban ocultarse unas detrás de otras, retrocediendo hasta el fondo de la habitación.

—El rey quiere reservarse las joyas y el dinero que le queda —explicó el consejero, sorbiendo la nariz—. El oro es más fácil de transportar que las cautivas que le han dado en pago por su quinto… ¡Y las monedas no comen! —Volvió a reír—. Elige a la que quieras y negóciala en el mercado. Con su precio, obtendrás cuanto necesites, aunque cada mes tendrás que venir a pasar cuentas conmigo. Yo no lo hubiera hecho así, pero el rey ha insistido. También ha ordenado que si cabalgas junto a él, te compres ropa adecuada.

—¿Có…, cómo voy a vender a una niña?

—Te la quitarán de las manos, muchacho —le interrumpió el morisco—. Las mujeres cristianas son las más deseadas en Argel, una ciudad en poder de turcos y cristianos renegados que no quieren casarse con musulmanas. ¡Ni siquiera los turcos! Mira —añadió poniendo una mano sobre su hombro—, un cristiano cautivo puede ser rescatado por esos frailes mercedarios o trinitarios que van cargados de dinero a Berbería, pero una mujer nunca. Entre las pocas leyes que rigen la vida de los corsarios, hay una por la que está prohibido el rescate de las mujeres. ¡Las adoran!

—Pero… —empezó a decir Hernando observando cómo las muchachas temblaban y se apretujaban todavía más entre ellas.

—La que tú quieras, ¡ya! —le apremió Mustafa—. Estamos en consejo con los turcos y no puedo perder mucho tiempo.

¿Cómo iba él a vender a una niña? ¿Qué sabía él de…?

—Yo no puedo… —empezaba a protestar cuando el pelo pajizo de una niña temblorosa y sucia apareció ante él. Una de las mayores la acababa de desplazar sin contemplaciones—. ¡Ésa! —exclamó de repente, sin pensar.

—¡Hecho! —sentenció Mustafa—. Atadla y entregádsela —ordenó a los guardias para acto seguido retirarse con prisas—. Y recuerda: te espero en un mes.

Sin embargo, Hernando ya no escuchaba al consejero del rey. Tenía los ojos clavados en su cautiva. Era Isabel, la hermana de Gonzalico. ¿Qué habría sido de Ubaid?, pensó en ese momento, recordando cómo alzó el corazón del muchacho antes de arrojarlo a los pies de la niña.

En poco rato se encontró de nuevo en la calle, observado por arcabuceros y jenízaros; en las manos llevaba la soga con la que los guardias habían atado a la niña de pelo pajizo. Se quedó parado, con Isabel a sus espaldas, extrañado por los miles de reflejos que arrancaba el sol de gentes y colores. Antes no se había percatado de ello, ¿por qué ahora aquel zoco se le mostraba como un mundo nuevo?

—Muchacho, ¿qué vas a hacer con esa belleza? —oyó que le preguntaban con sorna.

Hernando no contestó. ¿Por qué había tenido que aceptar aquel trato? ¿Qué iba a hacer ahora con Isabel? ¿Venderla? El recuerdo de la matanza de Cuxurio y las súplicas de Isabel se mezclaron con los miles de colores y olores que flotaban en el ambiente. ¿Cómo iba a venderla? ¿Acaso no le habían hecho ya suficiente daño a aquella niña? ¿Qué culpa tenía ella? Entonces, ¿por qué la había elegido? ¡Ni siquiera lo pensó! La soga se tensó y Hernando se volvió hacia Isabel: un jenízaro trataba de examinarla y la niña retrocedía, asustada.

Dio un paso hacia el turco, pero el recuerdo de la mano cortada del vendedor de uvas pasas se interpuso en su camino. Isabel volvía a sollozar, los ojos muy abiertos, mirándole a él, suplicando su ayuda igual que había hecho en Cuxurio mientras Ubaid asesinaba a su hermano Gonzalico. Isabel chocó de espaldas con los arcabuceros de guardia, que le cerraron el paso, y el jenízaro empezó a manosear su cabello dorado.

—¡Quieto! —gritó Hernando. Soltó la soga y desenvainó el alfanje.

Ni siquiera pudo llegar a alzar la espada. Con asombrosa rapidez, el jenízaro desenvainó su cimitarra para, sin pausa, golpear violentamente el alfanje, que salió despedido por los aires. Instintivamente, el muchacho sacudió varias veces la mano al tiempo que los demás turcos estallaban en carcajadas.

—¡Deja a la niña! —insistió no obstante.

El jenízaro volvió el rostro hacia Hernando: una de sus manos tanteaba los nacientes pechos de Isabel. Una impúdica sonrisa blanca se sumó a los miles de destellos del zoco.

—Quiero ver la mercancía —silabeó.

Hernando dudó unos instantes.

—Y yo tus dineros —balbuceó—. Sin ellos no hay examen.

Algunos jenízaros, como si de un juego se tratara, aclamaron a Hernando.

—¡Bien dicho! —exclamaron entre carcajadas.

—¡Sí! Enséñale tus dineros…

En ese momento, el arcabucero que impedía la retirada de Isabel, el mismo que había acompañado a Hernando al interior de la casa, susurró unas palabras al oído del jenízaro. El turco escuchó en silencio y torció el gesto.

—¡No vale un ducado! —gruñó tras pensar unos instantes, y empujó a Isabel.

—¡Más de trescientos puedes obtener por ella, muchacho! —le contradijo otro jenízaro.

Tras agarrar de nuevo la soga, Hernando se dirigió al lugar al que había ido a parar el alfanje de Hamid, más allá del grupo de jenízaros que todavía reía a su costa, y caminó tirando de Isabel y sorteando a los turcos.

—De poco te servirá ese viejo alfanje —escuchó que le gritaban a sus espaldas al agacharse a recogerlo—, si no aprendes a empuñarlo con fuerza.

El zoco: los gritos, la muchedumbre, los colores y los aromas volvieron a abrirse ante Hernando. Envainó su alfanje y se irguió. ¿Qué iba a hacer con aquella niña?, pensó, mientras veía cómo algunos mercaderes se apresuraban en su dirección.

17

Ve. Eres libre.

Hernando había logrado cruzar el zoco sin hacer caso de las ofertas de los mercaderes. «¡Ya está vendida!», exclamaba, tirando de la niña para escapar de los mercaderes que se acercaban a Isabel. «¡No la toquéis!» Luego tuvo que zafarse de otros tantos que en cuanto veían a la joven cristiana maniatada los abordaban, y aun sin saber el supuesto precio de Isabel, se empecinaban en seguirlos con todo tipo de proposiciones.

Cuando por fin llegaron a las afueras del pueblo, se agazaparon tras un pequeño muro que separaba el camino de un olivar; entonces desató las manos de Isabel.

—¡Corre! —susurró una vez deshecho el nudo.

La niña temblaba. También lo hacía Hernando. ¡Estaba liberando a la esclava que el rey le había entregado para que pudiera alimentar a sus animales!

—¡Huye! —insistió en voz baja a la muchacha, que permanecía inmóvil. Incapaz de articular palabra, el temor se reflejaba en sus ojos castaños—. ¡Vete!

La empujó, pero Isabel se acurrucó todavía más contra el muro de piedra. Entonces él se levantó e hizo ademán de dejarla allí.

—¿Adónde? —preguntó Isabel con un hilo de voz.

—Pues… —Hernando gesticuló con las manos. Luego observó los alrededores, con la sierra al fondo. Aquí y allá ardían los fuegos de los soldados y moriscos que no cabían en Ugíjar: la mayoría pertenecía al gran ejército de Aben Humeya—. ¡No lo sé! Bastantes problemas tengo ya —se quejó—. Debería venderte y comprar forraje para los caballos del rey. ¿Cómo les daré de comer si te dejo libre? ¿Quieres que te venda?

Ella no contestó, pero tampoco dejó de suplicarle con la mirada. Hernando volvió a agacharse e indicó a Isabel que guardase silencio al ver venir a un grupo. Esperaron a que pasasen. ¿Qué iba a hacer?, pensó mientras tanto. ¿Cómo alimentaría a los caballos? ¿Qué sucedería si el rey se enteraba?

—¡Vete! ¡Huye! —insistió pese a todo, una vez que las voces de los moriscos se perdieron en la distancia. ¿Cómo iba a vender a la hermana de Gonzalico? No había conseguido que aquel obstinado niño renunciase a su fe. ¡No lo había convencido de que sólo se trataba de mentir! Recordó a aquella criatura que había dormido plácidamente a su lado, cogido de su mano, la noche anterior a que Ubaid lo degollase y le arrancase el corazón—. ¡Lárgate de una vez!

Hernando se levantó y se encaminó de vuelta al pueblo tratando de no volver la mirada, pero al cabo de una docena de pasos le pudo la curiosidad y una sensación… ¡Le seguía! Isabel le seguía, descalza, desastrada, llorando y mostrando al sol del mediodía su enmarañado pelo pajizo. El muchacho le hizo un gesto con la mano indicándole la dirección contraria, pero ella permaneció quieta. Volvió a ordenarle que se marchara e Isabel insistió en su actitud.

Hernando retrocedió.

—¡Te venderé! —le dijo, volviendo a apartarla del camino y llevándola hacia el muro—. Si me sigues, te venderé. Ya lo has visto: todos quieren comprarte.

Isabel lloraba. Hernando esperó a que se calmara, pero pasaba el rato y la niña seguía llorando.

—Podrías escapar —insistió—. Podrías esperar a que cayese la noche y colarte entre ellos…

—¿Y después? —le interrumpió Isabel entre sollozos—. ¿Adónde voy después?

Las Alpujarras estaban en manos de los moriscos, reconoció Hernando para sí. Desde Ugíjar hasta Órgiva, a más de siete leguas, donde se emplazaba el último campamento del marqués de Mondéjar, no se encontraban cristianos. Y a lo largo de las cuatro leguas que distaba Berja, donde estaba el marqués de los Vélez, tampoco hallaría ninguno. Las tierras estaban plagadas de moriscos que vigilaban el más mínimo movimiento. ¿Dónde podría llegar una niña antes de que la detuvieran? Y si la detenían… Si la detenían se sabría que él la había liberado; entonces se dio cuenta del error cometido y resopló.

Para no tener que volver a cruzar el zoco, rodearon Ugíjar y se dirigieron a la casa de Salah. Hernando tiraba otra vez de la soga que había atado de nuevo a las manos de Isabel por si se cruzaban con alguien. ¿Qué iba a hacer con ella? ¿Presentarla como musulmana? ¡Todo Ugíjar había visto su pelo pajizo, rubio y seco! ¿Quién no la reconocería? ¿Qué explicaciones daría? ¿Cómo podría convivir una cristiana con ellos? Efectivamente se toparon con multitud de grupos de moriscos y soldados que no dejaron de observar con expectación a la cautiva. Llegaron a las tierras de la casa, al muro que las encerraba, por el extremo más alejado de Ugíjar.

—Escóndete —dijo a Isabel después de desatarla. La niña miró a su alrededor: sólo estaba el muro; el resto eran campos llanos—. Túmbate entre los rastrojos, llegarán a cubrirte. Haz lo que quieras, pero escóndete. Si te descubren…, ya sabes lo que te sucederá. —«Y a mí también», añadió para sí—. Vendré a buscarte. No sé cuándo. Tampoco sé para qué —chasqueó la lengua y negó con la cabeza—, pero sabrás de mí.

Rodeó el muro para llegar a la puerta principal sin preocuparse de Isabel; lo único que notó fue que la niña se lanzó al suelo en cuanto él le dio la espalda y empezó a alejarse. ¿Qué iba a hacer con ella? Pero aun suponiendo que lograse resolver aquella situación, ¿y la cebada? ¿Y el forraje? ¿De dónde iba a conseguir el alimento de los animales? Poco más podrían pastar en el campo que rodeaba la casa. ¡Isabel! ¿Quién le mandaba elegirla? Podría haber elegido a cualquier otra. ¡A la que empujó a Isabel para salvarse, por ejemplo! ¿Habría sido capaz de venderla?

Desde siempre los moriscos habían ayudado a los corsarios berberiscos en sus incursiones en las costas mediterráneas. Se contaban muchos moriscos entre los corsarios, sobre todo entre los de Tetuán, pero también entre los argelinos. Eran hombres nacidos en al-Andalus que, con la ayuda de familiares y amigos, hacían prisioneros que luego vendían como esclavos en Berbería, aunque a veces llegaban incluso a liberarlos contra el pago del correspondiente rescate en las mismas playas, antes de zarpar para volver a sus puertos. Pero eso era en las tierras costeras del antiguo reino nazarí, no en las Alpujarras altas, donde los esclavos de los moriscos ricos acostumbraban a ser negros guineos. Los cristianos también les habían prohibido tener esclavos negros. Se lo contó Hamid. ¡Hernando nunca había vendido a nadie ni ayudado a capturar a cristiano alguno! ¿Cómo iba a vender a una muchacha, aunque fuera cristiana, a sabiendas de cuál iba a ser su destino en manos de aquellos corsarios o jenízaros? Acarició el alfanje, como hacía siempre que el alfaquí tornaba a su memoria.

Absorto en esos pensamientos, cruzó los portalones de hierro que daban a la casa. ¿Qué…? ¿Qué sucedía allí? Más de una docena de soldados berberiscos charlaban en el patio, frente al porche. Los acompañaban caballos enjaezados y mulas cargadas. Hernando se sintió débil de repente, levemente mareado, con el estómago revuelto y un sudor frío recorriendo su espalda.

Uno de los arcabuceros moriscos de la guardia de Aben Humeya le salió al paso. Hernando retrocedió sin querer. El hombre mostró sorpresa en su rostro.

—Ibn Hamid… —empezó a decir.

¿Acaso sabrían ya lo de Isabel? ¿Venían a detenerle? ¡Ubaid! Por detrás de una de las mulas, vio al arriero de Narila.

—¿Qué hace él aquí? —preguntó, alzando la voz y señalándole.

El arcabucero se volvió hacia donde señalaba Hernando y se encogió de hombros. Ubaid frunció el ceño.

—¿Ése? —preguntó a su vez el arcabucero—. No lo sé. Ha venido con el arráez corsario. Es lo que quería decirte: un capitán corsario junto a sus hombres se ha unido a nosotros. —Hernando trataba de escuchar la explicación, pero su atención estaba puesta en Ubaid, que continuaba mirándole con soberbia—. El rey le ha permitido estabular a sus animales junto a los nuestros puesto que aquí hay suficiente forraje para todos…

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