Authors: Ildefonso Falcones
Hubiera deseado ver temblar el reflejo de la luna en el rostro de Fátima; ver cómo sus dientes blancos destellaban bajo aquella luz ambarina o el resplandor de sus ojos negros, pero se encontró con unas facciones impasibles y un silencio estremecedor.
—Me la ha concedido a mí —reconoció después el muchacho.
Transcurrieron unos instantes; ambos permanecieron quietos.
—Soy tuya pues. —Lo dijo sin emoción, cortando con sus palabras el aire frío que los separaba—. Me has salvado la vida en varias ocasiones… hoy una más. Disfruta de mí como dijo el Profeta, pero…
—¡No sigas!
—Puedes tomarme a mí, pero nunca te ganarás mi corazón.
—¡No!
Hernando se dio media vuelta y se alejó unos pasos. Hubiera deseado no escuchar esa afirmación. ¿Qué podía decirle para excusar su conducta de aquella noche? Nada, concluyó.
—Procura pisar donde yo lo haga —le advirtió entonces forzando la voz, abatido y con el rostro escondido, antes de reanudar el camino hacia las cumbres—. Podrías despeñarte.
Durante el mes que había durado el viaje de Hernando a Adra, Brahim había conseguido acomodo en una de las muchas cuevas que estaban por encima de Válor y Mecina, como el propio Aben Humeya y todos aquellos que le permanecían fieles.
Ya en la sierra, aquel conjunto de cumbres recubiertas de nieve de febrero, fue la muchacha quien guió a Hernando hasta esa cueva; la recua de mulas, bañada por la luz de la luna, se dibujaba cerca de la entrada. Hernando hizo ademán de dirigirse a ellas. Fátima titubeaba frente a una de las grutas, sin atreverse a entrar.
—¿Brahim? —La voz precedió a la aparición de una figura que se perfilaba en la boca de la cueva. Era Aisha.
—No. Soy Fátima. Vengo con Ibn Hamid. ¿Él…? ¿Y Brahim? ¿Ha regresado?
—No. No ha llegado todavía.
Fátima se apresuró a entrar.
—¡Espera, yo…! —trató de detenerla Hernando.
La muchacha ni siquiera aminoró el paso.
Aisha permaneció parada, en pie, frente a su hijo.
—Lo siento, madre —musitó él—. Tuve que irme. Cumplía órdenes del rey. ¿Brahim no te informó de eso?
Su madre le abrazó con fuerza, casi a su pesar. Luego, enjugándose las lágrimas y negando con la cabeza, se apartó de él y siguió a la muchacha al interior de la oscura cueva; Hernando se quedó solo, con los brazos caídos a los costados. Observó a la recua de mulas y fue hacia ellas. Las tanteó en busca de la Vieja, que bufó y volteó dócilmente el cuello para recibir el cariño que el muchacho hubiera deseado proporcionar a su madre.
Brahim tardó cerca de quince días en regresar, los necesarios para que se restableciera Aben Aboo, a cuyo lado permaneció en todo momento. Durante ese tiempo, Hernando no entró en la cueva. Dormía a la intemperie sin que Aisha o Fátima le dirigiesen la palabra, salvo las primeras y únicas que le dedicó su madre a la mañana siguiente, al servirle el desayuno, junto a las mulas.
—Huiste sin dar explicaciones. —Hernando balbuceó una excusa, pero Aisha le impidió continuar con un seco movimiento de su mano—. Huiste, y con ello promoviste la lascivia de tu padre, que de sobra conocías. La entregaste. Abandonaste cobardemente a Fátima en manos de tu padrastro… y con ella, a mí.
—¡No huí! El rey me encargó una misión; Brahim estaba al tanto de todo ¡y me prometió que te lo diría! —logró excusarse él—. Y, en cuanto a Fátima…, lo he arreglado. El rey se ha echado atrás: Fátima ya no tendrá que casarse con Brahim.
Aisha negó con la cabeza, la boca firmemente apretada y el mentón tembloroso, antes de volverse para esconder las lágrimas que anegaron sus ojos.
Hernando calló, impresionado ante la reacción de su madre.
—No sabes lo que dices —sollozó Aisha—. No puedes hacerte una idea de las consecuencias del cambio de opinión del rey.
Sin embargo, Aisha no lloró cuando Brahim la golpeó violentamente. Lo hizo nada más llegar, fuera de la cueva, en presencia de Fátima, los niños y algunos moriscos que se hallaban en el lugar compartiendo las escasas provisiones de que disponían. Hernando vio desplomarse a su madre y desenvainó el alfanje.
—¡Es mi esposo! —le detuvo Aisha desde el suelo.
Brahim y su hijastro se midieron con la mirada durante unos instantes. Finalmente el muchacho bajó los ojos: aquella escena le devolvía a su infancia, y, a su pesar, volvió a sentirse impotente ante el odio cerval que destilaban los ojos de su padrastro; un odio al que podía dar rienda suelta. El arriero aprovechó aquel momento de vacilación para derribar a Hernando de un fuerte puñetazo; luego se abalanzó sobre él y siguió golpeándolo con saña. El joven no opuso resistencia. Era mejor eso que presenciar cómo los recibía su madre.
—¡No te acerques a Fátima! —susurró Brahim, sudoroso por la paliza que acababa de propinarle—. O será tu madre la que pruebe estos puños… ¿Está claro? El rey te tiene aprecio, perro nazareno, pero nadie se atreverá a interferir en cómo trata un morisco a su esposa. No quiero verte dentro de mi casa.
Cierto era que Aben Humeya, a pesar de sus otros defectos, había demostrado cierta predilección por el joven arriero. Tras el asalto a Mecina, el rey se había interesado por la suerte corrida por Hernando. Había mandado a buscarle y se había alegrado de saber que había escapado sano y salvo de Mecina. Le había sonreído y le había preguntado por Fátima —a lo que Hernando musitó una respuesta ininteligible que Aben Humeya confundió con timidez—, y luego le había ordenado que se ocupase de los animales. «Necesitamos de tus conocimientos con los caballos —añadió después el rey—. Te dije que los hombres volverían, ¿recuerdas?»
Y así fue. En esos quince días Hernando había podido comprobar cómo aumentaba el número de caballos. Los moriscos volvían a las sierras con su rey y le juraban fidelidad hasta la muerte.
—El marqués de Mondéjar ha sido destituido como capitán general del reino y le han llamado a la corte —le explicó un día el Gironcillo, mientras él herraba al alazán, que continuaba sosteniendo el peso del enorme monfí y su arcabuz con el cañón más largo de todas las Alpujarras. Hernando, con el casco del caballo apoyado sobre su muslo, levantó la cabeza hacia él—. Han vencido los escribanos y leguleyos de la Chancillería, los mismos que nos quitaron nuestras tierras y que no tardaron en hacer llegar al rey sus quejas por el perdón que concedía el marqués a nuestro pueblo. ¡Quieren exterminarnos!
Con un gesto de la mano, Hernando apremió al Gironcillo a que le alcanzase la herradura.
—¿Quién manda ahora en las tropas cristianas? —inquirió el muchacho antes de martillear sobre el clavo que debía fijar la herradura al casco.
El Gironcillo se mantuvo en silencio observando la pericia del muchacho.
—El príncipe Juan de Austria —contestó tras el último golpe—, hijo bastardo del emperador, hermanastro del rey Felipe II, un jovenzuelo altanero y soberbio. Dicen que el rey ha ordenado que el tercio y las galeras de Nápoles vengan a España para ponerse a las órdenes del príncipe, del duque de Sesa y del comendador mayor de Castilla. La cosa va en serio.
Hernando soltó la mano del alazán y se irguió frente al monfí; pese al frío invernal, el sudor le corría por la frente.
—Si tan en serio va la cosa, ¿por qué vuelven a las sierras los moriscos? Quizá fuera mejor aceptar la rendición, ¿no?
Fue un guarnicionero recién llegado a las sierras, a quien Aben Humeya había encargado el cuidado de frenos, arreos y monturas, quien contestó a aquella pregunta. El hombre se acercaba, pendiente de las explicaciones del Gironcillo.
—Ya lo hicimos —vociferó todavía a unos pasos de ellos. Ambos se volvieron hacia el guarnicionero—. Algunos aceptamos esa rendición, ¿y qué conseguimos? Que nos robaran. Que nos mataran y que esclavizaran a nuestras mujeres e hijos. Los cristianos no han respetado las salvaguardas concedidas por el marqués de Mondéjar. Mejor morir luchando por nuestra causa que a traición y a manos de canallas.
—El príncipe y las nuevas tropas tardarán en llegar a Granada —intervino el Gironcillo—. Mientras tanto, no existe autoridad alguna. Mondéjar ha sido apartado y a Vélez le ha desertado la mayoría del ejército y aún no sabe cuál va a ser su nuevo papel en la guerra. Miles de soldados desmandados recorren las Alpujarras saqueando, apresando y matando a la gente de paz. Quieren hacer dinero y volver a sus casas antes de que Juan de Austria se haga cargo de la situación.
Lo que hacía cerca de cuatro meses se había planteado como una insurrección en defensa de las costumbres, de la justicia y de la tradicional forma de vida musulmana, se convertía ahora en una nueva rebelión, una lucha por la vida y la libertad. La rendición y la sumisión sólo ocasionaban la muerte y la esclavitud. Y los moriscos de todas las Alpujarras, acompañados de sus familias y cargados con sus escasas pertenencias, acudían en masa a Sierra Nevada, donde estaba su rey.
Fátima no abandonó a Aisha pese a los ruegos de ésta de que así lo hiciera. Brahim la humillaba a diario, buscando siempre que la muchacha se hallara presente, como si quisiera recordarle, una y otra vez, que ella era la causa de la desgracia de Aisha. Aquil, a sus siete años, imitaba a su padre y buscaba su aprobación en una conducta violenta y desconsiderada hacia su madre. Las dos mujeres se refugiaron la una en la otra: Fátima trataba de consolar a Aisha en silencio, acercándose a ella con delicadeza, sintiéndose culpable; Aisha la recibía como si se tratase de una de sus hijas muertas en Juviles, e intentaba convencerla con su cariño de que no la consideraba responsable de sus penas. No hablaron de su dolor: ambas evitaron hacerlo. Y con cada desplante, con cada insulto, se consolidaba más y más la relación que las unía.
Cuando concluía su trabajo con los caballos, Hernando se convertía en un espectador permanentemente atormentado. Aisha no le permitía intervenir ante la violencia de Brahim; él no podía acercarse a Fátima, quien de todos modos parecía seguir enfadada. Sin embargo, como no podía renunciar a las dos únicas personas a las que amaba, permanecía fuera de la cueva, vigilante, atento a que su padrastro cumpliese con el trato de no maltratar a su madre, aferrando el alfanje de Hamid siempre que Brahim andaba cerca y oía los insultos que dedicaba a su madre. Fátima no había vuelto a dirigirle la palabra; era Aisha quien, en silencio, le llevaba la comida todas las noches.
Y cuando en la sierra se escuchaba la llamada a la oración, se lanzaba a ella, devoto. Una noche… incluso invocó a la Virgen de los cristianos. Andrés, el sacristán de Juviles, le había asegurado la capacidad de la Virgen para interceder ante Dios. Se encomendó a ella recordando también las enseñanzas de Hamid:
—Nosotros, los musulmanes, defendemos a Maryam, creemos en su virginidad. Sí —insistió el alfaquí ante el gesto de sorpresa de su pupilo—, así lo dicen el Corán y la Suna. No escuches a quienes insultan su pureza y castidad; los hay, muchos, pero sólo lo hacen olvidando nuestras enseñanzas… para oponerse todavía más a los cristianos, para humillar aún más sus creencias. Pero en eso se equivocan: Maryam es uno de los cuatro modelos perfectos de mujer y efectivamente parió a Isa, aquel a quien ellos llaman Jesucristo, sin perder la virginidad. Y así la defendió Isa desde la cuna. Tal como nos enseña el Corán, Isa, al poco de nacer, ya habló y defendió la virginidad de su madre de los insultos de sus familiares, incrédulos ante el parto. —Pese a su fe ciega en Hamid, Hernando seguía reticente, con los ojos entornados. ¿Cómo iban ellos, los moriscos, a defender a la madre del dios cristiano?—. Piensa —añadió Hamid para convencerle— que cuando el Profeta logró al fin conquistar La Meca y entró triunfal en la Kaaba, ordenó que se destruyeran todos los ídolos: Hubal, patrón de La Meca, Wad, Suwaa, Yagut, Yahuq, Nasr y otros tantos, así como que se borraran las pinturas de los muros… excepto la que se encontraba debajo de sus manos: era un mural de Maryam y su hijo. Ten en cuenta —añadió con seriedad— que a Maryam nunca tocó el pecado primero; nació pura, así lo sostiene el Corán y la Suna.
Pero ¿acaso no había sido uno de los sacerdotes del hijo de Maryam quien violó a su madre cuando era una niña indefensa?, se preguntó en silencio Hernando esa noche. ¿Acaso no era ése el origen de la desgracia de su madre? Su padrastro lo aullaba una y otra vez: ¡el nazareno! Y él lo escuchaba con los puños apretados, clavándose las uñas en las palmas. ¡Todos lo oían! Y de no gozar del favor de Aben Humeya, tal hubiera sido el trato que él habría recibido de los demás moriscos. Lo presentía: los veía mirarle de reojo y murmurar a sus espaldas. Pero ni el dios de los cristianos pese a la suplicada intercesión de Maryam, ni el de los musulmanes, acudieron en ayuda de Aisha…, de Fátima o de él.
Pasaban los días y Aben Humeya aprovechó la indecisión de sus enemigos y el incondicional apoyo de sus gentes para reorganizarse y, sobre todo, rearmarse. Nombró nuevos gobernadores de las taas de las Alpujarras y estableció un sistema fiscal para su corona: el diezmo de frutos y cosechas y el quinto de los botines que se hicieran sobre los cristianos. Acababa de iniciarse la época de navegación: aventureros, arráeces y jenízaros acudían a al-Andalus en ayuda de sus hermanos. ¡Por fin los alpujarreños empezaron a ver aquellos soldados de la Sublime Puerta que tantas veces les habían prometido!
El rey de Granada y Córdoba obtuvo dos importantes victorias sobre las tropas cristianas que enfervorizaron a sus gentes: una en Órgiva, contra una compañía del príncipe, y la otra en el mismo puerto de la Ragua, contra un centenar de soldados del marqués de los Vélez.
Tras esas escaramuzas llegó un período de calma en las Alpujarras: hasta tal punto que en Ugíjar se estableció un mercado tan importante como pudiera serlo el de Tetuán. La afluencia de mercaderes y la actividad comercial decidieron a Aben Humeya a poner una aduana para la recaudación de impuestos por las numerosas transacciones que se llevaban a cabo.
Los dos triunfos también aportaron a las cuadras de las que se ocupaba Hernando un gran número de caballos capturados a los cristianos.
—Debes aprender a montar —le dijo un día el propio rey, de inspección en el llano en el que se encontraban los animales, rodeado por varios arcabuceros de la guardia de corps creada expresamente para su seguridad—. Sólo así llegarás a conocerlos bien. Además… —Aben Humeya le dedicó una sonrisa—, mis hombres de confianza deben acompañarme a caballo.