Authors: Ildefonso Falcones
Empezaba a nevar.
Pero las previsiones de Aben Humeya relativas a la dificultad de acceso resultaron erróneas. Los soldados cristianos, desobedeciendo las órdenes del marqués, atacaron y lograron poner en desbandada a las tropas que defendían el acceso al poblado. Entraron en él ávidos de sangre y botín, cansados del perdón que su capitán general concedía a cuantos herejes y asesinos se rendían.
El caos asoló Paterna. Los moriscos huyeron del pueblo; las mujeres y los niños buscaban a sus hombres, y las cautivas cristianas, libres de repente, recibían con vítores a sus salvadores y trataban de impedir la huida de las moriscas. Sólo lucharon ellas. Los hombres del marqués, a excepción de algún que otro disparo, se lanzaron a la búsqueda del botín, que encontraron sin vigilancia de ningún tipo en decenas de mulas reunidas junto a la iglesia del pueblo, levantada, como muchas otras de las Alpujarras, sobre una antigua mezquita. El fabuloso trofeo encendió la avaricia y las rencillas entre los cristianos: sedas, aljófar y todo tipo de objetos de valor se amontonaban entre las mulas.
En el desconcierto, nadie se percató de que faltaba el oro; tantas eran las mulas frente a la iglesia que aquel que no encontró el oro, creyó que estaría en algunas acémilas más allá.
Con Sierra Nevada a sus espaldas, sin casas que le limitaran la visión, protegiéndose del frío y de la nieve, Hernando fue el primero en observar cómo el ejército morisco huía en desbandada por las sierras. A media legua de donde se encontraban, allí donde se produjo el primer enfrentamiento, centenares de figuras fueron punteándose en la nieve. Ascendían. Ascendían desordenadamente hacia las cumbres. Muchas de las figuras caían y resbalaban por pendientes y riscos; otras, de repente, quedaban inmóviles. Desde la distancia, Hernando no podía oír el estruendo de los arcabuces, pero sí ver los fogonazos y la intensa humareda que las armas cristianas despedían tras cada disparo.
—¡Vámonos! —apremió a Aisha y a Fátima.
Las dos mujeres perdieron unos instantes, atónitas ante la huida de su ejército.
—¡Ayudadme! —les urgió Hernando.
No tuvo necesidad de pedir instrucciones. Cuando logró aparejar la recua, comprobó cómo por el otro extremo del pueblo, Aben Humeya huía a galope tendido. Brahim y otros jinetes espoleaban violentamente a sus caballos detrás del rey. Los soldados acantonados en Paterna huían también en desbandada. Los disparos y los «¡Santiago!» de los perseguidores eran ya claramente perceptibles.
—¿Y ahora? —oyó preguntar a Fátima a sus espaldas.
—¡Por allá! ¡Subiremos al puerto de la Ragua! —contestó, e indicó el extremo opuesto a aquel por el que huían el rey y sus hombres perseguidos por los cristianos.
Fátima y Aisha miraron hacia donde señalaba. La muchacha fue a decir algo, pero sólo logró balbucear un par de palabras ininteligibles mientras aferraba a Humam contra su pecho. Aisha estaba boquiabierta. ¡No se veía ningún sendero! ¡Sólo nieve y rocas!
—¡Venga, Vieja! —Hernando agarró a la mula del ronzal y la obligó a ponerse en cabeza—. Encuéntranos un camino hacia la cumbre —le susurró, palmeándole el cuello.
La Vieja empezó a tantear la nieve a cada paso que daba y lentamente iniciaron el ascenso. La nevada, ahora copiosa, los ocultó de la vista de los cristianos.
El puerto de la Ragua se alzaba a más de dos varas castellanas y constituía el paso para cruzar Sierra Nevada en dirección a Granada sin tener que rodear la cadena montañosa. Hernando lo conocía. Arriba se emplazaban unos llanos, buenos pastos de primavera, a los que, pensó el muchacho, habrían acudido los moriscos huidos; en pocos lugares más podían esconderse y reagruparse. En la vertiente norte del puerto, la que daba a Granada, se alzaba el imponente castillo de la Calahorra, pero en la que daba a las Alpujarras no existía defensa alguna.
También conocía con detalle el barranco que se abría a los pies de un cercano morro que le servía de referencia, a más de dos mil cuatrocientas varas de altura: allí acudía a buscar muchas de las hierbas necesarias para las pócimas de los animales. A finales de verano el lecho del barranco se cubría de grandes flores azules tan atractivas como peligrosas: las flores del acónito. Todo en ellas era venenoso, desde los pétalos hasta las raíces. Su uso medicinal era extremadamente complicado y fue lo primero de su herbolario que le había pedido Brahim en el momento del levantamiento. Desde antiguo, los musulmanes impregnaban sus saetas con el zumo del acónito: aquel que recibía el flechazo moría entre convulsiones y espumarajos, salvo que fuera tratado con zumo de membrillo, pero como en verano nadie había previsto la guerra que se iba a declarar, en invierno se encontraron con que las reservas de acónito eran escasas.
Hernando trataba de recordar aquel brillante manto azul, pero el temporal se lo impedía. Continuaba en cabeza, arrimado al flanco de la Vieja para no pisar en falso, y azuzándola con insistencia para que ascendiese y buscase el firme bajo la nieve. No paraba de volver la cabeza, con el cabello y las cejas escarchadas, para tratar de ver a la recua entre la ventisca. Ordenó a su madre y a Fátima que se agarrasen a la cola de un animal y no perdieran el rastro de aquellas pisadas que tan rápido desaparecían. Musa, el menor de sus hermanastros, caminaba con Aisha; Aquil lo hacía solo. El resto de las mulas parecía entender que debía seguir a la Vieja, y toda la línea se movía con precaución, pero el sol empezaba a ponerse, y en la oscuridad ni la Vieja sería capaz de continuar.
Necesitaban un refugio. Desde Paterna del Río se encaminaron hacia el este, evitando dirigirse a las zonas donde a buen seguro estarían los cristianos. Debían encontrar el camino que subía desde Bayárcal al puerto de la Ragua, pero pronto se hizo evidente que no iban a tener tiempo antes de que se pusiese el sol. En la tormenta de nieve, Hernando creyó ver una formación rocosa y hacia ella dirigió a la Vieja.
Ni siquiera era una cueva; con todo, apreció el muchacho, podían protegerse de la tempestad bajo los salientes rocosos. La recua fue trayendo a los demás, que se arrastraban tras las mulas, encogidos, los labios amoratados y las manos crispadas sobre sus colas. Fátima sólo usaba una mano mientras con la otra aferraba un bulto entre sus ropas.
Hernando dispuso las mulas contra el viento. Luego inspeccionó con una rápida mirada el lugar: de poco podían servirle el pedernal y el eslabón que siempre llevaba encima. Allí, sobre la nieve, no había posibilidad de encender fuego; tampoco se apreciaba la existencia de ramas secas u hojarasca. ¡Sólo rocas y nieve! ¿No habría sido mejor que los capturasen los cristianos?, se planteó al comprobar que el tenue resplandor que hasta entonces les había acompañado entre la tormenta empezaba a decaer.
—¿Cómo está el niño? —le preguntó a Fátima. La muchacha no le contestó. Por encima de sus ropas frotaba a su hijo con ambas manos—. ¿Se mueve? —inquirió entonces—. ¿Vive? —La pregunta se le trabó en la garganta.
Fátima asintió sin dejar de frotar. La joven desvió entonces la mirada hacia el temporal y la noche que se les echaba encima y un suspiro de temor salió de sus labios.
¿Por qué habían emprendido la huida? Hernando se volvió entonces hacia su madre: abrazaba a cada uno de sus hermanastros. Aquil temblaba sin poder detener el castañeteo de sus dientes. Musa, con sólo cuatro años, permanecía inmóvil, agarrotado. ¿Por qué tuvo que forzarles a aquella aventura? ¡Eran mujeres y niños! La noche ya se hacía patente. La noche…
Cogió unos puñados de nieve y se los llevó al rostro, al cabello y a la nuca; luego, con otros, se lavó las manos, se arrodilló sobre el húmedo manto blanco y rezó en voz alta, a gritos, suplicando al Misericordioso, por el que luchaban y arriesgaban sus vidas, que… No llegó a poner fin a sus oraciones. Se levantó repentinamente. ¡El oro! ¡Entre el botín se amontonaban las vestiduras! Decenas de casullas y ornamentos de seda bordada con hilos de oro y plata. ¿De qué iban a servirle a su pueblo si ellos morían? Revolvió entre las mulas y en poco tiempo logró embutir a mujeres y niños en lujosos ropajes. Luego desaparejó a los animales. Las alforjas también servirían, algunas eran de cuero… ¡También los arreos! Salvo las monedas de oro que acumuló en una de las alforjas de esparto, extrajo el resto del botín y amontonó alforjas y arreos sobre la nieve, a modo de suelo, junto a la pared.
—Contra las rocas —les dijo—. No os dejéis caer sobre la nieve. Aguantad la noche contra las rocas.
Él también se abrigó, pero sólo lo imprescindible: necesitaba conservar la libertad de movimientos de la que carecían los demás. ¡Tenía que vigilar que nadie cayera sobre la nieve y se le empapara la ropa! Luego arrimó a las mulas contra mujeres y niños. Las ató corto unas a otras, de manera que no pudieran moverse, y las empujó desde el exterior. Lanzó el ronzal de la última mula hacia la pared y se arrastró por debajo de las patas de los animales hasta llegar a las rocas. Le costó ponerse en pie. Lo hizo entre Fátima y Aisha. La Vieja, que había quedado muy cerca de mujeres y niños, le observaba impasible.
—Vieja —dijo mientras se acomodaba—, mañana seguirás teniendo trabajo. Te lo aseguro. —Estiró del ronzal que había lanzado por encima de los animales y lo mantuvo firme: ninguno de ellos debía moverse—.
Allahu Akbar!
—suspiró al notar la protección de ropas y animales.
La tempestad arreció durante la noche; sin embargo, Hernando se dejó vencer por la duermevela tras comprobar con satisfacción que nadie podía caer al suelo, emparedados como estaban entre rocas y mulas, protegidos del viento, del frío y de la nieve.
Amaneció soleado y en silencio. El reflejo del sol sobre la nieve dañaba los ojos.
—¿Madre? —preguntó.
Aisha logró hacer un hueco entre la ropa que la cubría. Cuando Hernando se volvió hacia Fátima, ésta también mostraba su rostro. Sonreía.
—¿Y el niño? —se interesó.
—Hace un rato que ha mamado.
Entonces fue él quien esbozó una franca sonrisa.
—¿Y mis… hermanos?
Notó que a su madre le complacía que los llamara así.
—Tranquilo. Están bien —contestó ella.
No sucedió lo mismo con las mulas. Hernando salió por entre las patas de la recua y se encontró con que las dos que estaban expuestas al viento estaban congeladas, tiesas y cubiertas de escarcha. Eran de las nuevas, de las que Brahim trajo de Cádiar, pero aun así… Recordó la pedrada que había tenido que propinar a una de ellas y le palmeó el cuello. La escarcha se desprendió y cayó en miles de brillantes cristalillos.
—Tardaré un poco en sacaros de ahí —gritó.
No fue así. Tras desatar la recua, se limitó a empujar aquellas dos estatuas de hielo que cayeron por la pendiente y provocaron un pequeño alud a los pies de las rocas que les servían de refugio. Los demás animales estaban entumecidos y los arreó muy despacio, esperando con paciencia a que cada uno de ellos adelantara una mano… y luego la otra. Cuando le llegó el turno a la Vieja, le frotó los riñones durante un buen rato antes de permitir que se moviera para dejar salir a las mujeres. La noche anterior no había tenido la precaución de poner a buen recaudo los alimentos que llevaban y ahora ni siquiera podía encontrarlos: estaban enterrados en la nieve, como muchos de los objetos que había tirado al suelo al quitar los arreos y las alforjas de las mulas.
—Parece que hoy sólo almorzará el niño —dijo.
—Si la madre no come —advirtió Aisha—, mal lo hará el hijo.
Hernando los observó a todos: también estaban entumecidos y sus movimientos eran lentos y doloridos. Miró al cielo.
—Hoy no habrá tormenta —aseguró—. En media jornada llegaremos a los llanos del puerto. Allí estarán los nuestros y podremos comer.
La Vieja logró encontrar el camino al puerto de la Ragua. Caminaban tranquilos, relucientes en sus abrigos de oro. Antes de partir, Hernando había rezado con devoción, con el viento de la noche aún retumbando en sus oídos y el imborrable recuerdo de los grandes ojos almendrados de Fátima cuando dejó de frotar a su niño y miró a la noche, temerosa, como la víctima indefensa pudiera hacerlo a su asesino. ¡Mil veces agradeció a Alá la muerte que les había perdonado! Recordó a Hamid… ¡Qué razón tenía con las oraciones! ¿Qué habría sido de Ubaid?, pensó al instante. Le parecía haber visto a algunos hombres escapar de los cristianos. Sacudió la cabeza y se obligó a olvidar al manco. Luego, mientras ordenaba los arreos y las alforjas de las mulas, mandó a sus hermanastros que buscaran entre la nieve el botín que podía haber quedado sepultado; sólo el oro y la plata amonedada estaban a resguardo. Para Musa y Aquil la misión fue como un juego, y así, a pesar del hambre y el cansancio, se divirtieron revolviendo en la nieve. El sonido de sus risas hizo que Fátima y Hernando cruzaran sus miradas. Sólo se miraron: sin palabras, sin sonrisas, sin gestos, y un dulce escalofrío recorrió la columna vertebral del muchacho.
En cuanto estuvieron en el camino del puerto de la Ragua, empezaron a cruzarse con moriscos. Muchos abandonaban derrotados y ni siquiera volvían la cabeza al cruzarse con el pintoresco grupo que formaban Hernando, mujeres y niños arropados en sedas ricamente bordadas. Pero no todos escapaban: algunos subían con provisiones y otros simplemente merodeaban por las laderas; muchos de estos últimos se les acercaron.
—Es el botín del rey —terminaba aclarándoles el muchacho.
Alguno trataba de comprobarlo y se acercaba a las alforjas, pero Hernando desenfundaba el alfanje y el curioso cedía. Muchos de ellos, tras las explicaciones, corrían a adelantar las noticias al rey.
Así, cuando llegaron a los llanos del puerto de la Ragua, donde los restos del ejército morisco habían logrado levantar un precario campamento, Aben Humeya y los jefes monfíes, con Brahim entre ellos, los esperaban. Detrás estaban los soldados, y a los lados las mujeres y los niños que habían logrado escapar junto a sus hombres.
—Sabía que lo conseguirías, Vieja. Gracias —le dijo Hernando a la mula a un escaso centenar de varas de los llanos.
Pese a su precipitada salida, Aben Humeya se las había compuesto para vestir con cierto lujo y les observaba soberbio, altanero como era, al frente de sus hombres. Nadie salió al encuentro de Hernando. Él y su comitiva continuaron caminando, y cuando estuvieron lo bastante cerca, los acampados pudieron comprobar que las noticias eran ciertas: aquel muchacho traía consigo el oro del botín de los musulmanes. Entonces resonó la primera ovación. El rey aplaudió y al instante todos los moriscos se sumaron a la aclamación.