Un profundo e inquietante retumbo emanó del interior del submarino.
Entonces, con una explosión atronadora, ¡un misil balístico SS-N-20 de nueve metros de largo salió disparado de una de las escotillas delanteras del submarino!
Fue como el lanzamiento de un transbordador espacial: comenzó a salir humo, expandiéndose por todas partes a toda velocidad, llenando por completo el dique, envolviendo al gigantesco Typhoon en una bruma grisácea y rodeando a los mercenarios que se habían reunido en los accesos.
Por su parte, el misil salió disparado hacia arriba, atravesando el resquebrajado techo de cristal del almacén, rumbo al grisáceo cielo de Siberia.
Cedric Wexley no cambió el gesto.
—Prosigan con el ataque. Capitán Micheleaux, ¿dónde están esos refuerzos?
Si en ese mismo momento alguien hubiera estado contemplando el complejo Krask-8 desde el horizonte, habría presenciado una imagen increíble: una columna de humo precipitándose al cielo que cubría la ciudad.
Dio la casualidad de que sí que había alguien contemplando aquella imagen.
Un hombre sentado en la cabina de mando de un Yak-141 de fabricación rusa que se dirigía a gran velocidad hacia el complejo Krask-8.
En la sala de mando del submarino, Schofield se volvió.
—¿Dónde están? —le preguntó a Clark, que seguía en el periscopio.
—Hay demasiado humo —respondió Clark—. No veo nada.
La imagen que se veía en esos momentos a través del periscopio se limitaba a una neblina gris. Clark solo podía ver el área inmediata alrededor del propio periscopio: el espacio situado encima de la falsa torre, donde únicamente se podía estar de pie, y la estrecha pasarela que conectaba la falsa torre a la galería.
—No puedo ver n…
El rostro de un hombre se rozó contra el periscopio. Llevaba una máscara antigás.
—¡Joder! —Clark no pudo evitar pegar un bote del susto y retirarse del ocular—. Están fuera, ¡justo encima de nosotros!
—No importa —dijo Schofield mientras se dirigía a las escaleras—. Es hora de marcharnos y no vamos a hacerlo por ahí.
Schofield, Libro II y Clark corrieron a la sala de los silos misilísticos por la que habían pasado antes. El agua allí alcanzaba ya una altura de treinta centímetros.
Llegaron a uno de los silos vacíos, cuya diminuta escotilla de acceso seguía abierta, y se metieron dentro.
Se toparon con la imagen del silo vacío: un cilindro de nueve metros de altura en cuya parte superior podía divisarse la escotilla abierta que daba al exterior del casco: la séptima escotilla que Schofield había abierto. Muescas para manos y pies recorrían la pared del silo cual escalera.
Los tres marines comenzaron a ascender.
Llegaron al extremo superior del silo. Schofield asomó la cabeza… y vio que dos mercenarios desaparecían en el interior de la escotilla de evacuación delantera del submarino, a tres metros de donde ellos se encontraban.
Perfecto
, pensó Schofield. Iban a entrar mientras él y sus hombres salían.
Además, el espacio alrededor del Typhoon seguía envuelto en la neblina levantada por el disparo del misil.
Los ojos de Schofield se posaron en la galería desde la que podía divisarse el Typhoon y el comandante sudafricano que estaba dirigiendo la operación.
Ese era el hombre con quien Schofield quería hablar.
Corrió hacia la escalera de mano situada en el exterior de la falsa torre del submarino.
Schofield y los demás treparon por la falsa torre del submarino y recorrieron la pasarela que la conectaba con la galería del nivel superior.
Vieron una pequeña estructura interna similar a un despacho al final de la galería alargada.
Allí, en la puerta, farfullando a un micro de radio mientras al mismo tiempo intentaba ver algo a través de la neblina, se hallaba el comandante mercenario, Wexley, flanqueado por un solo guardaespaldas armado.
Ocultos bajo el humo, Schofield, Libro II y Clark avanzaron rápidamente por la galería en dirección a Wexley.
Se abalanzaron sobre él. Schofield gritó «¡Quietos!» y el guardaespaldas disparó, pero Clark lo hizo al mismo tiempo. Alcanzaron al guardaespaldas en la cara y cayó. Clark también fue abatido. Entonces Wexley sacó su pistola, pero Schofield rodó a toda velocidad y disparó dos veces con su Desert Eagle. Wexley fue alcanzado en el pecho y en la mano y salió disparado nueve metros atrás hasta golpearse contra la pared exterior del despacho y desplomarse en el suelo.
—¡Clark! ¿Está bien? —gritó Schofield mientras apartaba de una patada la pistola de Wexley.
Clark había sido alcanzado cerca del hombro. Puso una mueca de dolor mientras Libro II le examinaba la herida.
—Sí, solo me ha rozado.
Wexley también se encontraba bien. Llevaba un chaleco antibalas bajo el uniforme, lo que le había salvado del disparo en el pecho. Yacía apoyado contra la pared exterior del despacho, resollando y agarrándose su mano herida.
Schofield pegó el cañón de su Desert Eagle a la frente de Wexley.
—¿Quién es y por qué está aquí?
Wexley tosió mientras intentaba coger aire.
—He dicho que quién es y por qué está aquí.
Wexley habló casi en un susurro.
—Mi nombre… es Cedric Wexley. Trabajo con… Executive Solutions.
—Mercenarios —dijo Schofield—. ¿Y por qué está aquí? ¿Por qué están intentando matarnos?
—No a todos, capitán. Solo a usted.
—¿A mí?
—A usted y a esos dos hombres de la unidad Delta, McCabe y Farrell. —Schofield se quedó inmóvil al recordar el cuerpo decapitado de Dean McCabe. También recordó que Toro Simcox le había dicho que le habían hecho lo mismo a Greg Farrell.
—¿Por qué?
—¿Importa acaso? —dijo Wexley con sorna.
Schofield no tenía tiempo para eso. Así que pisó con la bota la mano herida de Wexley, retorciéndosela ligeramente.
Wexley gritó de dolor. A continuación alzó la vista y miró a Schofield con ojos envenenados.
—Porque han puesto precio a su cabeza, capitán Schofield. Suficiente como para que todos los cazarrecompensas del mundo vayan tras usted.
Schofield sintió cómo se le formaba un nudo en el estómago.
—¿Qué?
Con la mano sana, Wexley sacó una hoja de papel arrugada del bolsillo de su pecho y se la lanzó con desdén a Schofield.
—Mírelo usted mismo.
Schofield estiró la hoja de papel.
Era una lista de nombres.
Quince nombres en total. Una mezcla de soldados, espías y terroristas.
Vio los nombres de McCabe, Farrell y el suyo en ella.
El acento sudafricano de Wexley se tiñó de sombrío deleite cuando habló:
—Me imagino que está a punto de toparse con algunos de los mejores cazarrecompensas de todo el mundo, capitán. Y con sus amigos. Los cazarrecompensas son proclives a retener a las amistades y seres queridos como cebo para hacerse con el objetivo.
A Schofield se le heló la sangre al pensar en sus amigos capturados como rehenes por los cazarrecompensas.
Gant… Madre
…
Obligó a su cerebro a regresar al presente.
—Pero ¿por qué tienen que cortarnos la cabeza? —preguntó.
Wexley respondió con un bufido. Schofield se limitó a volver a estrujar la mano ensangrentada de Wexley con su bota.
—Espere. Espere. Espere. Quizá no he sido lo bastante específico —dijo Wexley con maldad—. El precio que han puesto a su cabeza, capitán, es literalmente el precio de su cabeza: 18,6 millones de dólares para la persona que lleve su cabeza a un castillo en Francia. Una importante suma, la mayor de la que yo haya tenido noticia: suficiente para sobornar a los más altos oficiales, suficiente para borrar toda prueba de una falsa misión contraterrorista en Siberia, suficiente para asegurarse de que sus refuerzos, un equipo de Rangers de Fort Lewis, no lleguen a abandonar la base. Está solo, capitán Schofield. Está aquí… solo… con nosotros… hasta que lo matemos y le cortemos su puta cabeza.
El cerebro de Schofield echaba chispas.
No se había esperado algo así. Algo tan concreto, tan individual, tan personal.
Entonces, de repente, vio que Wexley hacía algo extraño: apartó la vista, solo que esa vez el sudafricano miró por encima del hombro de Schofield.
Schofield se volvió y casi se le salen los ojos de las órbitas.
Cual inquietante precursora de una erupción volcánica submarina, una masa de bullentes burbujas apareció en el «lago» cubierto de hielo, que en esos momentos se extendía desde el foso del dique. La fina capa de hielo que cubría el agua se resquebrajó de manera estruendosa.
Y entonces, del centro de la espuma, como una gigantesca ballena emergiendo a la superficie, apareció el cuerpo de acero negro de un submarino de ataque Akula.
Si bien nunca llegaría a alcanzar las ventas internacionales de los submarinos de clase Kilo, más pequeños, el Akula estaba ganando una rápida popularidad en los mercados internacionales de armas; mercados que el nuevo Gobierno ruso ansiaba explotar. Executive Solutions era, obviamente, uno de los clientes de Rusia.
El Akula avanzó con rapidez por el lago helado. Tan pronto como se elevó, hombres armados comenzaron a salir de las escotillas, extendiendo las pasarelas a la orilla y recorriéndolas hasta el suelo del almacén.
Schofield palideció.
Había al menos treinta mercenarios más.
Wexley esbozó una malévola sonrisa.
—Siga, siga sonriendo, bastardo —dijo Schofield. Miró su reloj—. Porque no dispone de mucho tiempo para capturarme. En exactamente dieciséis minutos el misil del Typhoon va a regresar a esta base. Hasta entonces, sonría.
¡Plaf!
Schofield golpeó a Wexley en la nariz con la Desert Eagle, dejándolo inconsciente.
A continuación corrió junto a Libro para ayudarlo con Clark.
—Cójalo del otro hombro…
Ayudaron a levantarse al joven cabo. Clark intentó ponerse en pie.
—Puedo hacerlo… —dijo justo cuando su pecho estalló en sangre. Escupió de manera involuntaria, desde los pulmones, y la sangre salpicó la pechera de Schofield.
Clark se quedó mirando a Schofield, horrorizado, mientras la vida iba apagándose en sus ojos. Se desplomó sobre la pasarela de rejilla de la galería, muerto, disparado por la espalda por los mercenarios que en esos momentos estaban atacándolos desde el recién llegado submarino y que se acercaban por el otro extremo del almacén.
Schofield se quedó mirando horrorizado a su compañero muerto.
No podía creérselo.
Salvo Libro II, todo su equipo había caído, estaban muertos, asesinados.
Y ahí estaba él, en una base siberiana desierta con cerca de cuarenta mercenarios pisándole los talones y solo un hombre a su lado, sin refuerzos de camino ni forma alguna de escapar.
Schofield y Libro II corrieron. Lo hicieron para poner a salvo sus vidas mientras las balas agujereaban las finas paredes de escayola a su alrededor.
El nuevo grupo de mercenarios de ExSol, provenientes del Akula, había entablado combate con una intensidad aterradora. En esos momentos estaban subiendo por todas las escaleras que habían podido encontrar y cruzando a la carrera el almacén con el único propósito de hacerse con la cabeza de Schofield.
Los mercenarios que habían entrado en el Typhoon instantes antes ya sabían que Schofield había escapado y estaban saliendo del submarino con las armas en ristre.
Schofield y Libro II corrieron en dirección oeste, accediendo al puente de hormigón cubierto, que conectaba el dique con la torre de oficinas del complejo Krask-8.
A medida que se acercaban al puente, Schofield había visto los movimientos de las fuerzas de Executive Solutions: algunos de ellos estaban escalando hacia la galería, mientras que otros estaban avanzando de manera análoga a Schofield y Libro, solo que en la planta baja. Corrían bajo ellos, también en dirección a la torre.
De lo único que Schofield estaba seguro era de que Libro y él tenían que alcanzar la torre de oficinas y llegar a la planta baja antes que los malos. De lo contrario, los dos quedarían atrapados en aquel edificio de quince plantas.
Cruzaron el puente elevado, dejando atrás a gran velocidad los marcos de hormigón resquebrajados de sus ventanas.
Entonces llegaron al otro extremo del puente, entraron en la torre de oficinas… Y frenaron en seco.
Estaban en una galería, una especie de balcón diminuto, uno de los muchos que recorrían en dirección ascendente las quince plantas de la estructura, todos ellos conectados por una red de escaleras desde las que se divisaba el enorme abismo cuadrado del interior de la torre.
Aquello no era una torre de oficinas. En realidad se trataba de una estructura hueca y vacía de acero y vidrio. Un falso edificio. Conformaba una estampa impresionante, era como estar en un invernadero descomunal: el gris paisaje siberiano podía contemplarse tras las ventanas resquebrajadas que conformaban los cuatro lados del edificio.
Y en la base de la estructura acristalada gigante, Schofield encontró su razón de ser: cuatro descomunales silos de misiles balísticos intercontinentales medio enterrados en el suelo de hormigón en una disposición casi cuadrangular. Guarecidos tras la falsa torre de oficinas, jamás habrían podido ser captados por los satélites espías estadounidenses. Schofield se imaginó que tres grupos más de silos se encontrarían bajo los otros «edificios» de Krask-8.