—Pero no a usted. —La voz del Húngaro estaba desprovista de toda emoción.
Schofield entrecerró los ojos.
—Tengo entendido que tienen que llevar mi cabeza a un castillo en Francia para reclamar el dinero. ¿Qué castillo?
El Húngaro miraba el arma de Schofield con recelo.
—Valois. La fortaleza de Valois.
—La fortaleza de Valois —dijo Schofield. Pasó entonces a la cuestión monetaria—. ¿Y quién paga esto? ¿Quién quiere verme muerto?
El Húngaro le sostuvo la mirada.
—No lo sé —gruñó.
—¿Está seguro de ello?
—He dicho que no lo sé.
Había algo en aquella franqueza tan directa que hizo que Schofield lo creyera.
—Bien…
Schofield se dirigió hacia el Yak, caminando hacia atrás, con las armas aún en ristre pero, mientras lo hacía, sintió cierta lástima por aquel orondo cazarrecompensas que tenía ante él.
—Voy a llevarme su avión, Húngaro, pero también voy a decirle algo que no debería. No esté aquí en once minutos.
Schofield y Libro II subieron por la escalera de la cabina de mando del Yak-141 con sus armas apuntando al Húngaro.
—¿Sabe? —dijo Libro II—. Un día de estos, su Maghook no va a funcionar.
—Cállese —dijo Schofield.
Subieron.
Schofield, otrora piloto de un Harrier, no tuvo problemas para vérselas con los controles de mando del Yak.
Activó el propulsor para el despegue vertical y el Yak-141 se elevó en el aire, por encima del tejado.
A continuación incrementó la potencia de los posquemadores y puso rumbo a las yermas montañas siberianas, dejando a la solitaria figura del Húngaro allí, mirando anonadado e impotente a su alrededor.
Schofield y Libro II dejaron el complejo Krask-8 tras su estela.
Schofield, sentado a los mandos del Yak-141, meditó cuál sería su próximo movimiento.
Libro II, que iba sentado en la parte trasera, dijo:
—¿En qué está pensando? ¿Vamos a ese castillo?
—El castillo es importante —dijo Schofield—. Pero no es la clave.
Sacó la lista de objetivos de Wexley de su bolsillo.
—Esta es la clave —dijo.
Miró los nombres de la hoja arrugada y se preguntó qué tendrían en común.
A grandes rasgos, la lista consistía en una compilación de los guerreros más destacados en el campo internacional: soldados de élite como McCabe y Farrell; espías británicos del MI6; un piloto de la Fuerza Aérea israelí. Hasta Ronson Weitzman aparecía en ella (el general de división Ronson Weitzman, del Cuerpo de Marines de Estados Unidos, uno de los rangos más elevados que existían dentro del Cuerpo).
Y eso sin mencionar a los terroristas de Oriente Medio que figuraban en la lista: Khalif, Nazzar y Hassan Zawahiri.
Hassan Zawahiri
…
Schofield conocía ese nombre.
Era el segundo de Al Qaeda, la mano derecha de Osama bin Laden.
Y un hombre que en esos momentos estaba siendo arrinconado en las montañas del norte de Afganistán por fuerzas estadounidenses, por dos amigas de Schofield del Cuerpo de Marines: Elizabeth Gant y Madre Newman.
La voz de Wexley invadió los pensamientos de Schofield: «Los cazarrecompensas son proclives a retener a las amistades y seres queridos como cebo para hacerse con el objetivo…».
Schofield frunció el ceño.
Sus amistades y uno de los objetivos de la lista (Zawahiri) se encontraban en el mismo lugar. Era el punto de partida perfecto para cualquier cazarrecompensas.
Así que tomó la decisión.
Activó el piloto automático del Yak: sur-sur-oeste. Destino: norte de Afganistán.
Once minutos después de que Schofield abandonara el complejo Krask-8, una columna de humo blanco surgió de entre las nubes que se alzaban sobre la base, encabezada por el misil SS-N-20 que había sido disparado veinte minutos antes desde el submarino.
El misil descendió cual rayo hacia los restos de Krask-8, decidido a causar todo el daño posible. Se precipitó a tierra a velocidad supersónica.
Mi quinientos metros…
Seiscientos metros…
Trescientos metros…
Y entonces, en una fracción de segundo…
… Estalló…
… A doscientos cincuenta metros del suelo.
El misil descendente se desintegró en miles de fragmentos tras explotar cual petardo al ser alcanzado desde un lateral por un misil más pequeño guiado por láser.
Los restos del misil lanzado por el submarino cayeron sobre el complejo sin causar daños.
Y cuando el humo se hubo dispersado, allí, inmóvil en el aire, sobre la instalación, se hallaba el segundo caza que había llegado a Krask-8 esa mañana.
Este era mucho más aerodinámico que el Yak-141 del Húngaro, también más largo, y estaba pintado por completo de negro. El único rastro de otro color se podía encontrar en su morro cónico, blanco. También tenía alerones Canards en el frente y una cabina de mando para dos personas.
Era un Sukhoi S-37, un caza polivalente de construcción rusa con un diseño mucho más avanzado que el Yak-141.
El S-37 se cernió cual halcón sobre la base destruida, escudriñando la escena. Las calles estaban desiertas. Los miembros de ExSol habían desaparecido.
Tras unos minutos de vigilancia aérea, el Sukhoi aterrizó en una franja de terreno no muy alejada del almacén del dique.
Dos hombres bajaron de la cabina.
Uno era extremadamente alto, al menos dos metros trece, y llevaba un fusil de asalto G36.
El segundo hombre era más bajo que el primero pero aun así seguía siendo alto: uno ochenta y seis. Iba vestido de negro de pies a cabeza: ropa de combate negra, equipo de protección corporal negro, casco negro…, y llevaba dos escopetas de corredera Remington 870 en sendas fundas en los muslos. Las dos armas estaban fabricadas en reluciente acero plateado.
También había otro rasgo característico en él: llevaba unas gafas antidestellos con la montura negra y los cristales tintados de color dorado.
Mientras sacaba una de sus escopetas plateadas y la blandía, como si de una pistola se tratara, el hombre de negro dejó a su compañero vigilando el Sukhoi mientras él se dirigía hacia la puerta que Schofield había utilizado instantes antes para acceder al almacén.
Se detuvo en la entrada y comprobó el suelo cubierto de nieve tocándolo con su mano enguantada.
Entró.
El almacén estaba vacío. Los restos de la nube de humo provocada por Schofield persistían en el aire. El submarino Typhoon se alzaba en medio del almacén.
La fuerza mercenaria de ExSol se había marchado. Al igual que su submarino clase Akula.
El hombre de negro examinó los cadáveres de la unidad Delta que yacían junto al foso inundado, los casquillos de munición en el suelo, el cuerpo decapitado de McCabe y el cadáver aún caliente del cabo marine de Schofield, Gallo, que había sido tiroteado cuando los mercenarios habían destapado su trampa.
Algunos cuerpos flotaban bocabajo en el inundado dique.
Moviéndose con pasos calmos y calculados, el hombre de negro se acercó a la compuerta que otrora había separado el dique del lago y se fijó en la sección lateral reventada.
Espantapájaros
, pensó el hombre de negro.
Después de que dispararan a uno de sus hombres, lo arrinconaron en el dique. Así que lo voló, inundando el foso, matando a los hombres que habían bajado a por él
…
El hombre de negro se acercó al borde del lago interior y se acuclilló junto a una serie de pisadas húmedas que había sobre el suelo de hormigón: pisadas recientes de botas de combate de distintas marcas.
Aquello solo podía significar una cosa: mercenarios.
Y todos ellos habían accedido al almacén desde una superficie húmeda.
Un submarino. Un segundo submarino.
Así que Executive Solutions ha estado aquí
.
Pero han llegado muy rápido. Demasiado rápido
.
Deben de haberles dado el chivatazo, alguien que esté detrás de la cacería. Les han dado ventaja para hacerse con las cabezas de los estadounidenses
.
De repente se oyó un gruñido y el hombre de negro se volvió con el arma en alto, rápido como una mangosta.
Provenía de la galería desde la que se divisaba el almacén.
El hombre de negro subió a gran velocidad por una escalera de travesaños cercana y llegó a un pequeño despacho interno dispuesto en la galería superior.
Junto a la entrada yacían dos figuras: la primera era el cuerpo sin vida del cabo Max
Clark
Kent; el segundo era otro soldado (y, a juzgar por su fusil de asalto francés, un mercenario de ExSol) y seguía con vida.
Pero no le quedaba mucho tiempo. La sangre manaba de una herida abierta en la mejilla. Le habían volado media cara.
El hombre de negro se colocó delante del mercenario herido y lo miró con frialdad.
El mercenario herido estiró la mano hacia el hombre, con ojos suplicantes, gimiendo:
—
Aidez-moi… S’il vous plait… aidez-moi
…
El hombre de negro miró en dirección al puente de hormigón que otrora había conectado esa galería con la demolida torre de oficinas.
Un edificio de quince plantas destruido:
Espantapájaros de nuevo
.
El mercenario lo intentó de nuevo:
—Por favor,
monsieur
. Ayúdeme…
El hombre de negro se volvió y lo miró con frialdad.
Tras un largo instante, dijo:
—No.
A continuación le descerrajó un tiro en la cabeza.
El hombre de negro regresó a su aerodinámico Sukhoi y volvió junto a su gigantesco compañero.
Subieron de nuevo a su caza, despegaron verticalmente y pusieron rumbo sur-sur-oeste.
Una vez el Sukhoi se hubo marchado, una figura salió de uno de los edificios de Krask-8. Era el Húngaro. Permaneció allí, en la calle desierta, observando con los ojos entrecerrados cómo el Sukhoi desaparecía sobre las montañas en dirección sur.
Segundo ataque
Afganistán-Francia
26 de octubre, 13.00 horas (Afganistán
)
03.00 horas (Tiempo del Este, Nueva York, EE. UU
).
Imaginemos una limusina en las accidentadas calles de la ciudad de Nueva York que habitan los mendigos. En el interior de la limusina se encuentran las regiones postindustriales y climatizadas de Norteamérica, Europa, el Pacífico y otros lugares aislados… Fuera está el resto de la humanidad, yendo en una dirección completamente opuesta.
—Doctor Thomas Homer-Dixon
Director del programa de estudios sobre la Paz y los Conflictos
Departamento de Ciencias Políticas, Universidad de Toronto
Fortaleza de Valois, Bretaña (Francia).
26 de octubre, 09.00 horas (hora local).
(13.00 horas en Afganistán —03.00 horas Tiempo del Este, EE. UU).
Los dos cazarrecompensas cruzaron el puente levadizo por el que se accedía a la fortaleza de Valois, un castillo imponente enclavado en la escarpada costa noroeste francesa, desde la que se domina el océano Atlántico.
Construida en 1289 por el demente conde de Valois, la fortaleza no era el típico castillo francés.
Mientras que en la mayoría de los edificios fortificados franceses se ponía gran énfasis en la belleza, la fortaleza de Valois era mucho más utilitaria. Era una roca, una fortaleza sombría y lúgubre.