El bombardero furtivo B-2, con sus cristales de la cabina de mando cual ceño fruncido, pintura negra absorbente de radar y alas de diseño futurista, no acometía por lo general misiones de ese tipo.
Había sido diseñado para transportar dieciocho mil kilos de armamento y material, desde bombas guiadas por láser a misiles de crucero termonucleares.
Ese día, sin embargo, no transportaba bombas.
Ese día el compartimento que albergaba las bombas había sido modificado para acoger una carga ligera pero inusual: un vehículo de ataque rápido y ocho marines estadounidenses.
En el interior de la cabina de mando del bombardero furtivo, el capitán Shane M. Schofield era totalmente ajeno al hecho de que, seis días atrás, se había convertido en el objetivo de la mayor caza de recompensas de la historia.
El plomizo cielo siberiano se reflejaba en los cristales plateados reflectantes de sus gafas antidestellos. Las gafas de sol ocultaban dos cicatrices verticales que recorrían los ojos de Schofield, heridas de una misión anterior y el motivo de su alias operativo: Espantapájaros.
De corta estatura, Schofield era enjuto y musculoso. El casco de kevlar blanco y gris ocultaba su pelo oscuro y de punta y un rostro atractivo a pesar de sus prematuras arrugas. Era conocido por su agudeza, por saber mantener la cabeza fría en momentos de presión y por la alta consideración en que lo tenían los marines de rango inferior. Era un líder que cuidaba de sus hombres. Corría el rumor de que era nieto del gran Michael Schofield, un marine cuyas proezas durante la segunda guerra mundial habían contribuido a acrecentar la leyenda del Cuerpo de Marines.
El B-2 surcaba los aires en dirección a un rincón remoto del norte de Rusia, a una instalación soviética abandonada emplazada en la yerma costa siberiana.
Su nombre oficial soviético había sido «Krask-8: Instalación penitenciaria y de mantenimiento», el más remoto de los ocho complejos que rodeaban la ciudad ártica de Krask. Siguiendo con la tradición rusa, los complejos habían recibido los imaginativos nombres de Krask-1, Krask-2, Krask-3… así hasta el octavo.
Hasta hacía cuatro días, la instalación Krask-8 era tan solo una estación remota tiempo ha olvidada; un complejo a medio camino entre un gulag y una instalación de mantenimiento en el que los prisioneros políticos se habían visto obligados a realizar trabajos forzosos. Había centenares de instalaciones de ese tipo emplazadas en distintos puntos de lo que otrora había sido la Unión Soviética: horripilantes y gigantescos monolitos manchados de petróleo que, antes de 1991, habían conformado el corazón industrial de la URSS, pero que en la actualidad yacían inactivos, dejados de la mano de Dios, enterrados en la nieve; las ciudades fantasma de la guerra fría.
Pero, dos días atrás, el 24 de octubre, todo había cambiado.
Porque, ese día, un equipo de treinta terroristas islamistas chechenos bien armados y adiestrados había tomado Krask-8 y había anunciado al Gobierno ruso que lanzaría cuatro misiles nucleares SS-18 (habían sido abandonados en los silos de la instalación tras la caída de la URSS en 1991) sobre Moscú a menos que Rusia retirara sus tropas de Chechenia y declarara a esa república un estado independiente.
La fecha límite eran las diez horas del presente día, el 26 de octubre.
Esa fecha tenía un significado. El 26 de octubre se cumplía un año desde que soldados de élite rusos irrumpieran en un teatro moscovita tomado por terroristas chechenos y pusieran fin a un sitio de tres días, matando a todos los terroristas y a más de un centenar de rehenes.
Ese día también era el primero del mes sagrado musulmán del Ramadán, un día tradicionalmente de paz, algo que no había parecido importar en absoluto a aquellos terroristas islamistas.
El hecho de que esa instalación fuera algo más que una reliquia de la guerra fría también era algo nuevo para el Gobierno ruso.
Tras indagar en los archivos secretos soviéticos, las afirmaciones terroristas habían resultado ser ciertas. Krask-8 era un secreto del que el antiguo régimen comunista no había informado al nuevo Gobierno durante la transición a la democracia.
Era cierto que albergaba misiles nucleares: dieciséis para ser más exactos; dieciséis misiles balísticos intercontinentales con cabezas nucleares SS-18; todos ellos ocultos en silos subterráneos que habían sido diseñados para eludir los sistemas de detección por satélite estadounidenses. Al parecer, también existían clones de la instalación Krask-8 (idénticos emplazamientos para el lanzamiento de misiles camuflados como instalaciones industriales) en otrora estados clientes de la Unión Soviética como Sudán, Siria, Cuba y Yemen.
Y así, en el nuevo orden mundial (después de la guerra fría, después del 11 de Septiembre), los rusos habían pedido ayuda a los estadounidenses.
Como respuesta rápida, el Gobierno de Estados Unidos había enviado a Krask-8 una unidad contraterrorista rápida y ligera de los Delta comandada por los especialistas Greg Farrell y Dean McCabe.
Los refuerzos llegarían después, el primero de los cuales era ese equipo: una unidad marine comandada por el capitán Shane M. Schofield.
Schofield entró con aire resuelto en el compartimento de bombas del avión, respirando con la ayuda de una máscara especial para aviadores de gran altura.
Se encontró con la imagen de un contenedor de carga de tamaño medio, en cuyo interior se encontraba un vehículo de ataque rápido Commando Scout. Probablemente el vehículo blindado más rápido y ligero en servicio, parecía un cruce entre un coche deportivo y un Humvee.
Y en el interior del vehículo, firmemente sujetos a sus asientos, se hallaban siete marines de reconocimiento, los miembros restantes del equipo de Schofield. Todos llevaban equipos de protección corporal de color gris y blanco, cascos grises y blancos, uniformes de combate grises y blancos. Y todos tenían el semblante serio, concentrados ante su inminente misión.
Mientras Schofield observaba su gesto serio, quedó desconcertado una vez más por su juventud. Resultaba extraño pero, a la edad de treinta y tres años, se sentía decididamente viejo en su presencia.
Asintió al hombre más cercano.
—Látigo, ¿cómo va la mano?
—¿Eh? Esto… muy bien, señor —respondió el cabo Látigo Whiting sorprendido. Le habían disparado en la mano durante una terrible batalla en las montañas de Tora Bora a principios de 2002, pero desde ese día Látigo y Schofield no habían vuelto a trabajar juntos—. Los médicos dicen que usted me salvó el dedo índice. Si no les hubiera dicho que lo entablillaran, se habría quedado deforme. Para serle honesto, no pensaba que se acordara, señor.
Los ojos de Schofield brillaron.
—Siempre lo recuerdo.
Salvo por un miembro de su unidad, ese no era su equipo habitual.
Su equipo de marines (Libby
Zorro
Gant y Gena
Madre
Newman) se encontraba en esos momentos en las montañas del norte de Afganistán persiguiendo al número dos de Osama bin Laden, el terrorista Hassan Mohammad Zawahiri.
Gant, teniente recién graduada de la escuela de Aspirantes a Oficial, estaba al frente de una unidad de reconocimiento en Afganistán. Madre, una experimentada sargento de artillería, que había ayudado a Schofield cuando este era un joven oficial, era su jefe de equipo.
Se suponía que Schofield iba a unirse a ellas, pero en el último minuto lo habían desviado de Afganistán para dirigir aquella inesperada misión.
El único de sus hombres que había podido llevar con él era un joven sargento llamado Buck Riley júnior, alias Libro II. Callado, serio y dotado de una vehemencia impropia de sus veinticinco años. Libro II era un guerrero muy duro. Por lo que a Schofield concernía, con su ceño fruncido y su nariz chata, cada día se parecía más a su padre, Libro Riley.
Schofield pulsó su radio por satélite y habló por el Vibramike que llevaba en el cuello. En vez de captar palabras, aquel micrófono perceptor de vibraciones recogía las resonancias de su laringe. El sistema de enlace ascendente por satélite que incluía el dispositivo era el nuevo GSX-9, el sistema de comunicaciones más avanzado del ejército estadounidense. En teoría, una unidad portátil GSX-9 como la de Schofield podía transmitir una señal al otro lado del mundo con gran nitidez.
—Base, aquí Mustang Tres —dijo—. ¿Informe de situación?
Oyó una voz por el auricular. Era la voz de un operador de radiocomunicaciones de la Fuerza Aérea destinado en la base de la Fuerza Aérea McColl, en Alaska, el centro de comunicaciones de esa misión.
—Mustang Tres, aquí Base. Mustang Uno y Mustang Dos han entablado combate con el enemigo. Han encontrado los silos y causado numerosas bajas. Mustang Uno está custodiando los silos y espera la llegada de los refuerzos. Mustang Dos informa de la existencia de al menos doce agentes enemigos que siguen oponiendo resistencia en el edificio de mantenimiento principal.
—De acuerdo —dijo Schofield—. ¿Qué hay de nuestro seguimiento?
—Una compañía de soldados especializados del ejército de Fort Lewis está de camino, Espantapájaros. Cien hombres, a aproximadamente una hora de usted.
—Bien.
Libro II habló desde el interior del vehículo blindado.
—¿Qué ocurre, Espantapájaros?
Schofield se volvió.
—Nos vamos de paseo.
Cinco minutos después, el contenedor de carga cayó de la parte inferior del bombardero furtivo y se precipitó en picado cual roca a la tierra.
En el interior del contenedor, en el vehículo que albergaba dentro, se encontraban Schofield y sus siete marines, zarandeados por las vibraciones de la caída a velocidad terminal.
Schofield observó cómo los números del altímetro digital de la pared descendían a toda velocidad:
Quince mil metros…
Catorce mil metros…
Doce mil… Nueve mil… Seis mil… Tres mil…
—Preparados para la activación de los paracaídas a mil quinientos metros… —dijo el cabo Max
Clark
Kent, el jefe de carga, con un tono de voz desprovisto de toda emoción—. Objetivo de aterrizaje fijado por el sistema de guiado por GPS. Las cámaras externas verifican que la zona de llegada está despejada.
Schofield siguió mirando el veloz descenso del altímetro.
Dos mil quinientos metros…
Dos mil cien…
Mil ochocientos…
Si todo salía de acuerdo con lo planeado, aterrizarían a unos veinticinco kilómetros al este de Krask-8, justo al otro lado del horizonte, fuera del campo de visión de la instalación.
—Activando paracaídas primarios… ahora —anunció Clark.
La sacudida que recibió el contenedor en caída libre fue tremenda. El recipiente comenzó a dar bandazos y Schofield y sus marines fueron zarandeados en sus asientos, si bien sujetos por sus cinturones de seguridad de seis puntos y las barras protectoras antivuelco.
Y entonces, de repente, estaban flotando en el aire, gracias a la ayuda de los tres paracaídas direccionales del contenedor.
—¿Cómo va eso, Clark? —preguntó Schofield.
Clark estaba guiándolos con la ayuda de un
joystick
y las cámaras externas del contenedor.
—Diez segundos. Estoy dirigiéndoos hacia una carretera situada en mitad del valle. Prepárense para aterrizar en tres… dos… uno…
El contenedor aterrizó en tierra firme e inmediatamente después la pared delantera se abrió y la luz del día penetró en el contenedor. El vehículo ligero de ataque Commando Scout aceleró y salió del interior del contenedor al gris día siberiano.
El Scout avanzó por una carretera de tierra embarrada delimitada por montañas cubiertas de nieve. Inertes árboles grises flanqueaban las laderas. Rocas negras sobresalían de la alfombra de nieve.
Inhóspito. Brutal. Y gélido como el infierno.
Bienvenidos a Siberia.
Sentado en la parte trasera del vehículo ligero de ataque, Schofield habló por el micrófono que llevaba en el cuello:
—Mustang Uno, aquí Mustang Tres. ¿Me recibe?
Sin respuesta.
—Repito: Mustang Uno, aquí Mustang Tres. ¿Me recibe?
Nada.
Probó con el segundo equipo del Delta Force, Mustang Dos. También sin respuesta.
Schofield tecleó la frecuencia del satélite y habló con Alaska:
—Base, aquí Tres. No puedo contactar con Mustang Uno ni Mustang Dos. ¿Tienen contacto con ellos?
—Eh, afirmativo, Espantapájaros —dijo la voz desde Alaska—. Estaba hablando con ellos hace unos momentos…