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Authors: Anne Rice

Tags: #Erótico, Relato

La liberación de la Bella Durmiente (25 page)

BOOK: La liberación de la Bella Durmiente
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Se llevaron a Lexius. Ni siquiera nos miramos para despedirnos. Yo tenía cosas más importantes en que pensar.

—En cuanto a estos dos, estos rebeldes ingratos —continuó la reina, volviendo su atención a Tristán y a mí—. ¿Cuándo dejaré de oír informes desalentadores de Tristán y Laurent? — Su voz mostraba una irritación sincera—. ¡Esclavos malos, esclavos díscolos e ingratos, después de liberaros del cautiverio del sultán!

La sangre pulsaba en mi rostro. Sentía las miradas de la corte sobre mí, las miradas de personajes conocidos, con los que había hablado, a los que había servido en el pasado. Cuánto más seguro parecía el jardín del sultán y sus papeles preestablecidos que esta servidumbre intencionadamente temporal. No obstante, ¡no había escapatoria! Era igual de absoluto que el jardín.

La reina se nos acercó, vi sus faldas ante mis ojos. Yo era incapaz incluso de moverme para besar su pantufla.

—Tristán es un esclavo joven dijo su majestad— pero vos, Laurent, servisteis a lady Elvira durante un año completo. Estáis bien enseñado pero, aun así, habéis desobedecido. ¡Rebelde! —Su voz sonaba mordaz—. Y para colmo os traéis al mayordomo del sultán con vos. Es evidente que estáis totalmente decidido a haceros notar.

Oí mis propios gemidos como respuesta. Mi lengua tocaba el cinto que me tapaba la boca y mis mejillas ardían bajo el mismo cuero.

La reina se acercó aún más. El terciopelo de su falda me rozó el rostro y sentí que me tocaba el pezón con la pantufla. Me eché a llorar. No podía contenerme. Me abandonaron todas las ideas previas referentes a cuanto había sucedido. El fiero señor del barco que había aleccionado a Lexius durante la travesía se había esfumado de nuevo y no venía en mi ayuda. Sólo sentía la opresión por la censura de la reina y mi propia ruindad. Sin embargo, sabía que volvería a rebelarme, ¡en cuanto me dieran la menor oportunidad! Era verdaderamente incorregible. Lo único adecuado para alguien como yo era el castigo.

—Sólo hay un lugar para vosotros dos —dictaminó la reina. El lugar que contribuirá a fortalecer el alma voluble de Tristán y domará por completo vuestro carácter rebelde. Os enviarán de regreso al pueblo pero no para venderos en la plataforma de subastas. Seréis entregados directamente a los establos públicos.

Mi llanto se intensificó. No podía detenerlo. El cinto de cuero poco podía hacer para amortiguar el sonido.

—Allí serviréis noche y día durante todo un año —continuó. Serviréis estrictamente como corceles y os alquilarán para tirar de carruajes y carretas, y para otros trabajos de tiro. Pasaréis la jornada enjaezados, entrenados y con los falos de cola de caballo convenientemente colocados en su sitio. No se os suspenderá la pena para disfrutar de la atención o el afecto de ningún amo ni ninguna señora.

Cerré los ojos. Mi mente regresó a la ocasión, que tan lejana parecía ya, en que me llevaron por el pueblo atado a la cruz de castigo, tirado por los corceles humanos que arrastraban la carreta, con Tristán entre ellos. La imagen de las negras colas de caballo agitándose velozmente desde su ubicación en los traseros de los corceles y las cabezas estiradas hacia arriba por las embocaduras borró por un momento cualquier otro pensamiento.

Parecía infinitamente peor que marchar con las manos atadas al falo de bronce en el jardín del sultán.

Pero nada de aquello iba a realizarse en honor del sultán y sus invitados reales, sino que se llevaría a cabo únicamente para la gente ordinaria y trabajadora del pueblo.

—Sólo cuando haya concluido ese año, volveré a tener en cuenta vuestros nombres —dijo la reina— y os doy mi palabra de que, cuando finalice vuestra servidumbre como corceles de las cuadras, es más probable que os encontréis en la plataforma de subastas del pueblo que a mis pies.

—Un castigo excelente, majestad —dijo quedamente el capitán de la guardia—. Además, son unos esclavos sumamente fuertes, con una buena musculatura. Tristán ya ha probado la embocadura, y hará maravillas en Laurent.

—No deseo oír nada más del asunto —concluyó la reina—. Estos dos no son príncipes aptos para mi servicio. Son caballos a los que habrá que hacer trabajar duramente y fustigar a conciencia en el pueblo. Sacadlos de mi vista de inmediato.

Tristán tenía el rostro rojo y surcado de lágrimas cuando por fin pude verlo. Nos volvieron a levantar y nos colgaron de las pértigas, como antes. A continuación nos sacaron apresuradamente del gran salón, dejando a la corte detrás de nosotros.

Antes de cruzar el puente levadizo, en el patio, nos colocaron unos toscos letreros alrededor del cuello; en ambos ponía una única palabra: CORCEL.

Después de eso nos apresuraron a cruzar el puente y a bajar la colina, una vez más, en dirección al temido pueblo.

Intenté no imaginarme los arreos de corcel. Para mí eran completamente desconocidos. Tenía la esperanza de que las ataduras fueran fuertes, que en las cuadras hubiera mozos severos que mantuvieran mi posición de servidumbre con rigor y que me enseñaran a aguantarla.

Un año... falos... embocaduras... Me zumbaban los oídos mientras nos hacían entrar otra vez a través de las puertas que llevaban al hervidero del mercado a las doce del mediodía.

Nuestra llegada provocó una gran conmoción. Las multitudes se congregaban con la llamada de la trompeta que sonaba delante de la plataforma de subastas. En esta ocasión, los lugareños se aproximaron más a nosotros a pesar de las órdenes de los soldados para que retrocedieran. Sentí que varias manos tiraban de mis piernas y brazos desnudos y hacían que mi cuerpo se balanceara colgado de la pértiga. Las lágrimas se me atragantaban. Estaba maravillado de que mi comprensión de lo que allí estaba sucediendo no mermara la degradación que sentía por todo ello.

« ¿Qué significa comprensión?», me pregunté. Saber que me lo había buscado yo solo, que la humillación y la entrega son elementos inevitables en cualquier fase de este juego... la verdad es que no me calmaba, ni me servía de defensa. Las manos que tiraban de mis pezones expuestos y apartaban el pelo de mi cara se desplegaron por todas mis defensas que tan cuidadosamente había considerado anteriormente.

El barco, el sultán, el adiestramiento secreto de Lexius, todo estaba definitivamente suprimido.

—Dos buenos corceles que añadir de inmediato a las caballerizas del pueblo —gritó el heraldo—. Dos buenos caballos que se podrán alquilar a una tarifa fija para que tiren de los mejores carruajes o de las vagonetas de carga más pesadas.

Los soldados alzaron las pértigas todo lo alto que pudieron. Nos balanceábamos por encima de un mar de caras y manos que palmoteaban mi verga y se escurrían entre mis piernas para pellizcarme las nalgas. El sol se reflejaba en las numerosas ventanas que rodeaban la plaza, en las veletas que giraban sobre los tejados con gabletes, encima del caliente y polvoriento panorama de la vida del pueblo... al que de nuevo nos habíamos incorporado.

La voz del heraldo continuó describiendo los detalles de nuestra servidumbre anual y explicó que todos deberían estar agradecidos a su graciosa majestad por los hermosos corceles mantenidos en la ciudad y por los precios razonables a los que se contrataban sus servicios. Luego volvió a sonar la trompeta y nos sacaron de la plaza. Los soldados sostenían las pértigas a menos altura entonces, y nuestros cuerpos oscilaban cerca del suelo de adoquines. Los lugareños regresaban a sus faenas, y las casas de la tranquila calle se elevaron de repente a ambos lados del recorrido mientras los soldados nos transportaban hacia el misterio de una nueva existencia.

PRIMER DíA ENTRE LOS CORCELES

Laurent:

Las cuadras eran enormes, como tantas otras, supongo, a excepción de que en éstas nunca había habido caballos de verdad. El suelo de barro estaba cubierto de aserrín y heno esparcidos con el único fin de ablandarlo y no levantar polvo. De las vigas del techo colgaban arneses ligeros y delicados, de los que sólo se usan para caballos humanos. Había incontables embocaduras y riendas que pendían de las horquillas repartidas a lo largo de las paredes de áspera madera mientras en una gran zona abierta, inundada por el sol, que entraba por las puertas que daban a la calle, se situaba un círculo de picotas de madera vacías. Eran lo suficientemente altas para que un hombre permaneciera arrodillado en ellas, y tenían agujeros para las manos y el cuello. Les dirigí una ojeada y pensé que, antes de quererlo, sabría para qué servían.

Lo que más me interesaban eran las casillas situadas en el extremo más alejado de la cuadra y los hombres desnudos que estaban en su interior, dos y tres por cada casilla, con los traseros bien marcados por el cinto, sus piernas robustas plantadas firmemente en el suelo, los torsos encorvados sobre una gruesa viga de madera y los brazos atados a la espalda. Se limitaban a permanecer allí en esta posición. Salvo pocas excepciones, todos llevaban botas de cuero con herraduras incorporadas. En dos de estas casillas había unos mozos trabajando. Eran auténticos mozos de cuadra, vestidos de cuero y tela de elaboración casera, que restregaban a los esclavos que tenían a su cargo y les embadurnaban de aceite con una actitud indiferente y aplicada.

Esta visión me cortó el aliento. Encontré una extraña hermosura en ella y a la vez me pareció absolutamente devastadora. Me hizo comprender en un instante lo que nos deparaba el futuro. Las palabras no habían sido suficientes por sí solas.

Después del mármol blanco y los tejidos hilados en oro del palacio del sultán, de la piel coloreada y el cabello perfumado, esto era espantosamente real, era el mundo al que había regresado como mínimo para retomar el hilo de una existencia a la que estaba vinculado mucho antes de la aparición de los asaltantes enviados por el sultán.

Nos dejaron a Tristán y a mí en el suelo y cortaron las ataduras. Vi que se acercaba un alto mozo de cuadra, un joven de fuerte constitución, cabello rubio, de no más de veinte años, con pecas claras cubriéndole el rostro bronceado por el sol y ojos verdes brillantes y alegres. Sonrió mientras daba una vuelta a nuestro alrededor con las manos apoyadas en las caderas. Tristán y yo estiramos las extremidades pero no nos atrevimos a hacer ni un solo movimiento más.

Oí que uno de los soldados decía:

—Dos más, Gareth. Los vais a tener aquí todo el año. Restregadlos, dadles de comer y enjaezadlos de inmediato. Órdenes del capitán.

—Unas preciosidades, señor, auténticas preciosidades — dijo el muchacho lleno de júbilo—. Muy bien, vosotros dos, en pie. ¿Habéis sido corceles anteriormente? Quiero que asintáis o sacudáis la cabeza, nada de respuestas verbales. —Me propinó un manotazo en el trasero mientras yo me incorporaba—. Los brazos tras la espalda, doblados, ¡eso es! — Vi que estrujaba a Tristán por la espalda. Éste seguía sobrecogido pero inclinó la cabeza con un gesto extrañamente regio y a la vez derrotado, una imagen que me resultó desconsoladora incluso a mí.

—¿Qué es todo esto? —preguntó el muchacho al tiempo que sacaba un pañuelo limpio de lino, secaba las lágrimas de Tristán y luego las mías. El rostro del muchacho era sorprendente. Esbozaba una gran sonrisa que resultaba muy atractiva—. ¿Lágrimas? ¿En un par de buenos corceles? —exclamó—. Aquí no podemos permitirnos eso, ¿no lo sabíais? Los corceles son criaturas orgullosas. Cuando les castigan se lamentan. De lo contrario, marchan con la cabeza alta. Es así de sencillo. —Me propinó un buen cachete bajo la barbilla que me levantó de golpe la cabeza. Tristán ya la había erguido convenientemente.

El muchacho volvió a describir un círculo a nuestro alrededor. Mi verga se convulsionaba más brutalmente que nunca. Nos imponían una nueva forma de degradación. Allí no estaba ni la corte ni los lugareños para observarnos. Nos encontrábamos bajo la custodia de este joven sirviente embrutecido, pero yo debía reconocer que incluso una sola ojeada a sus altas botas marrones y manos poderosas, que aún mantenía apoyadas en las caderas, me excitaba.

De repente, una sombra se extendió sobre el establo y caí en la cuenta de que había entrado mi viejo amigo, el capitán de la guardia.

—Gareth, me alegro mucho de encontramos aquí —dijo el capitán—. Quiero que estos dos sean vuestra responsabilidad especial. Sois el mejor mozo del pueblo.

—Me halagáis capitán —el muchacho se rió—, pero la verdad es que no creo que encontréis a nadie a quien le guste su trabajo más que a mí. Y en cuanto a estos dos, ¡qué caballos tan espléndidos! Observad la forma en que se mantienen en pie. Tienen sangre de corcel. Puedo verlo ahora mismo.

—Enjaezadlos juntos en cuanto sea posible —dijo el capitán. Vi que levantaba la mano para pasarla sobre la cabeza de Tristán. Le cogió el pañuelo blanco al muchacho y enjugó otra vez su rostro.

—Ya sabéis, éste es el mejor castigo que podíais haber recibido, Tristán —dijo el capitán en voz baja—. Sabéis que lo necesitáis.

—Sí, capitán —susurró Tristán—. Pero estoy asustado.

—Pues no lo estéis. Muy pronto Laurent y vos seréis el orgullo de los establos. Los lugareños que quieran alquilaros harán cola al otro lado de la puerta.

Tristán se estremeció.

—Necesito valor, capitán —confesó.

—No, Tristán —le animó él con voz seria—, lo que necesitáis es el arnés, la embocadura y una disciplina férrea, igual que la necesitabais antes. Debéis entender algo acerca de lo que supone ser un corcel. No es otra parte más de vuestro cautiverio, sino una forma de vida en sí misma.

Una forma de vida en sí misma.

Dio unos pasos para acercarse a mí y sentí que mi verga se endurecía, como si esto aún fuera posible. El muchacho del establo retrocedió con los brazos cruzados y observó la escena. Tenía el pelo un poco caído sobre la frente. Su rostro salpicado de pecas resultaba muy atractivo bajo el sol. Qué dientes tan blancos y tan bonitos.

—¿Y vos, Laurent? ¿También con lágrimas? —me preguntó el capitán en tono conciliador. Me secó el rostro otra vez—. ¿No me digáis que tenéis miedo?

—No lo sé, capitán —respondí. Quería decir que no podía saberlo hasta que me colocaran la embocadura, el arnés y el falo en sus respectivos sitios. Pero con eso hubiera parecido que lo pedía. No tenía valor para pedirlo, aunque de todas maneras no iba a tardar mucho en llegar.

—Eran muchas las posibilidades de que acabarais aquí si los soldados del sultán no hubieran atacado el pueblo por sorpresa. —Me rodeó por los hombros con el brazo y de repente todo pareció más real, el tiempo que habíamos pasado en el mar, cuando los dos habíamos azotado y jugado con Lexius y Tristán—. Es perfecto para vos —me tranquilizó—. Por vuestras venas circulan más voluntad y fuerza que por la mayoría de las de otros esclavos. Eso es lo que Gareth llama sangre de corcel. La vida en el establo lo simplificará todo; enjaezará vuestra fuerza, y hablo literal y simbólicamente.

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