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Authors: Anne Rice

Tags: #Erótico, Relato

La liberación de la Bella Durmiente (28 page)

BOOK: La liberación de la Bella Durmiente
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Entonces sentí en mi propio órgano una boca húmeda y firme que lo lamía con fuerza mientras la lengua de otro corcel me chupaba impetuosamente los testículos. Había dejado de importarme quién tomaba las decisiones. Yo lamía al muchacho guapo y otros me chupaban a mí, me dilataban el ano con afán, pero era más feliz de lo que nunca me había sentido en el jardín del sultán. En cuanto eyaculé me tumbaron de espaldas contra el suelo. El chico guapo ya había tenido bastante de lametones y lo que deseaba entonces era poseerme. Sonreía mientras me penetraba aún con más fuerza que el primer corcel y yo levanté las piernas y le rodeé los hombros con ellas al tiempo que él me sostenía y me levantaba con sus manos.

—Sois una preciosidad, Laurent —me susurró entre resoplidos.

—Vos tampoco estáis nada mal —le respondí. Otro corcel me aguantaba la cabeza y hacía danzar su verga justo encima de mí.

—No habléis tan alto —me susurró el chico guapo y entonces se corrió, con el rostro encarnado y los ojos cerrados con fuerza. Uno de los otros esclavos le obligó a salir de mí antes de que hubiera acabado. Yo tenía de nuevo una boca encima y unos brazos me rodeaban por las caderas. Alguien estaba sentado a horcajadas sobre mi cabeza y una verga bailaba justo encima de ésta. La lamí con la lengua obligándola a bailar aún más, luego descendió y yo abrí los labios para recibirla, la mordí un poco y lancé estocadas con la lengua al pequeño agujero antes de chuparlo.

Había perdido la cuenta de cuántos se valían de mí, pero no perdía de vista al guapo rubio. Estaba de rodillas ante un abrevadero lavándose la verga con agua fresca y corriente. Eso era lo que había que hacer después de pasar por el trasero de otro. Había que lavársela antes de meterla en otra boca, me percaté de ello. Pero decidí penetrar su trasero en aquel instante antes de que desapareciera de mi vista.

Se rió a carcajadas cuando deslicé mis brazos bajo los de él y le aparté del abrevadero. Lo atravesé con fuerza y lo levanté sobre mi pelvis.

—¿Os gusta, no es así, diablillo? —le susurré al oído.

Estaba jadeando.

—¡Con calma!

¡Ni hablar! —contesté. Oprimí sus pezones entre mis dedos índice y pulgar mientras embestía contra él obligándole a botar arriba y abajo.

Después de correrme, lo arrojé hacia delante a cuatro patas y lo golpeé con fuerza una y otra vez con la palma de la mano hasta que se escabulló a gatas bajo los árboles. Lo perseguí.

—¡Por favor, Laurent! ¡Tened un poco de respeto con los más veteranos! —rogó y se echó sobre la blanda tierra mirando al cielo de la noche. Percibí una fuerte agitación en su pecho. Yo me tumbé a su lado apoyado en el codo.

—¿Cómo os llamáis, guapito? —le pregunté.

—Jerard —contestó. Me miró y de nuevo se dibujó una sonrisa en su rostro. Era absolutamente encantador—. Os he visto enjaezado esta mañana. Os he visto varias veces por la calzada. Sois el mejor potro del lugar, vos y Tristán.

—No lo olvidéis —le dediqué una sonrisa—. Y la próxima vez que nos veamos en este patio, os presentaréis a mí como es debido. No tomaréis lo que se os antoje sin pedir permiso.

Deslicé mi mano bajo su espalda y le volví boca abajo. Aún era visible la marca de mi mano sobre su trasero. Apoyé mi pecho sobre su espalda y le zurré con todo mi ímpetu una y otra vez.

Se reía y gemía al mismo tiempo, pero la risa se extinguió poco a poco y los gritos se hicieron más audibles. Forcejeaba y se retorcía sobre la tierra. Tenía un trasero tan estrecho y delgado que lo cogí en mi mano en toda su envergadura cuando quise tomarme un descanso. Pero no quería descansar mucho. Probablemente le azoté con más fuerza que todas las correas con las que le habían fustigado los cocheros durante su vida de corcel.

—Laurent, por favor, por favor... —rogó con voz entrecortado.

—Pediréis debidamente lo que queráis.

—¡Os lo ruego! Lo juro. ¡Os lo ruego! —gritó.

Yo me incorpore y me recosté contra el tronco del árbol. Esta parecía ser la manera en que descansaban los demás. Advertí que lo único que estaba prohibido era permanecer de pie.

Jerard levantó la cabeza con todo el pelo enmarañado sobre sus ojos y sonrió, con bastante valor, pensé, pero de buen humor. Me gustaba. Se llevó tímidamente la mano hacia atrás para tocarse las nalgas y masajeó la rojez. Aquello era algo que no había visto hacer antes. «Qué agradable debía de ser poder disfrutar de un rato de descanso en el que poder hacer este tipo de cosas», pensé. No recordaba haber tenido la oportunidad durante mi vida en el castillo, en el pueblo o en el palacio para frotarme el trasero después de recibir una paliza.

—¿Da gusto eso? —pregunté.

Jerard hizo un gesto afirmativo.

—¡Sois un granuja, Laurent! —susurró. Se inclinó hacia delante y me besó la mano que tenía apoyada en la hierba—. ¿Tenéis que ser tan cruel como nuestros amos?

—Veo un cubo ahí junto al abrevadero —dije—. Cogedlo con los dientes y volved aquí para lavarme la verga. Luego la lavaréis otra vez con la boca. Deprisa.

Mientras yo esperaba para que realizara lo que le había ordenado, eché un vistazo a mi alrededor.

Varios corceles más me sonreían mientras descansaban recostados. Tristán estaba en brazos de un enorme corcel de pelo negro que le cubría el pecho de besos bastante tiernos. Otro cautivo se acercó a ellos mientras yo observaba, pero el más mínimo gesto de amenaza del caballo de pelo negro bastó para que el intruso saliera corriendo.

Sonreí. Jerard ya había vuelto. Me lavó la verga lenta y concienzudamente. El agua caliente la estaba reanimando.

mientras jugueteaba con su pelo, me dije a mí mismo: «Esto es el paraíso.»

ESPLENDOROSA VIDA CORTESANA

Bella, debidamente ataviada y enjoyada, caminaba arriba y abajo de la habitación comiendo una manzana. De vez en cuando, se apartaba bruscamente la larga y lisa melena rubia por encima del hombro y lanzaba un vistazo al joven y robusto príncipe espléndidamente vestido que había venido al deprimente castillo de su padre para cortejarla.

Qué rostro tan inocente.

Con voz grave y fervorosa, el joven pronunciaba las predecibles palabras que todo enamorado le dice a su amada: que adoraba a Bella, que se sentiría sumamente feliz si pudiera convertirla en su reina, que sus familias recibirían con gran alegría aquella unión.

Media hora antes, la princesa había interrumpido la, para ella, nauseabunda diatriba para preguntar al joven si había oído hablar alguna vez de las extrañas costumbres y rituales del placer que se practicaban en el reino de la reina Eleanor.

El príncipe se había quedado observándola con ojos como platos.

—No, mi señora —fue su respuesta.

—Lástima —susurró ella con una sonrisa sardónica.

Bella se preguntaba por qué no había despedido al príncipe en ese mismo momento. Había despedido a un príncipe tras otro desde su regreso al hogar paterno. Pero su padre, pese a estar fatigado y decepcionado, continuaba escribiendo cartas para invitar a nuevos pretendientes y abrir las puertas a otros príncipes.

Por la noche, en la cama, Bella lloraba contra la almohada. Despierta o dormida, sus sueños siempre estaban relacionados con los placeres perdidos del mundo que había conocido más allá de las fronteras del reino de sus padres, un tema que en la corte nadie se atrevía a comentar, y que ella misma no mencionaba en público ni en privado.

La princesa se detuvo, miró otra vez al joven príncipe y arrojó al suelo la manzana mordisqueada. El joven tenía algo que la atraía. Por supuesto que era guapo. Bella había dejado claro que sólo se casaría con un hombre apuesto, lo cual no extrañó a nadie dados los atributos de la princesa.

Pero había algo más. Sus ojos eran de color azul violeta, bastante parecidos a los de Inanna o, incluso, más parecidos a los de Tristán. Era rubio como él, con abundante pelo dorado oscuro alrededor del rostro y con la parte inferior del cuello al descubierto. «Qué incitante es ver ese cuello desnudo», pensó Bella. El joven era corpulento, de amplios hombros, como los del capitán de la guardia, como Laurent.

¡Ah, Laurent! Era en Laurent en quien más pensaba la princesa. El capitán de la guardia era un confuso centinela sin rostro en sus sueños. El sonido de su correa aumentaba de volumen y luego se desvanecía. Pero lo que Bella siempre tenía presente era el rostro sonriente de Laurent, y lo que de verdad añoraba era su enorme verga. ¡Laurent!

Algo había cambiado en la habitación.

El príncipe ya no hablaba. La miraba fijamente. Su ardor cortesano se había desvanecido para dar paso a un peculiar silencio, más sincero. Permanecía en pie con las manos a la espalda, la capa colgada de un hombro, sobrecogido por un aire de tristeza.

—¿Vais a rechazarme también, no es así, milady? — preguntó con tranquilidad—. Seréis mi obsesión cada noche a partir de ahora.

—¿Ah, sí? —preguntó ella. Algo la animó. No había sido un comentario sarcástico. De pronto, aquel momento cobró importancia.

—Deseo complaceros con toda mi alma, princesa —susurró él.

Complaceros, complaceros, complaceros. Las palabras la hicieron sonreír. Cuántas veces las había oído pronunciar en el remoto castillo, en el pueblo y en el mundo fantástico aún más distante del sultán. En cuántas ocasiones las había pronunciado ella misma.

—¿De verdad es lo que deseáis, príncipe? —preguntó ella con dulzura. Bella era consciente de su propio cambio de actitud y él también lo había advertido. El joven se quedó inmóvil, mirándola desde el otro extremo de la estancia. El sol caía en amplios haces sobre el suelo de piedra que los separaba, destellaba sobre el cabello y las cejas del joven príncipe.

Cuando Bella se adelantó, le pareció ver que él retrocedía levemente. Intuyó un temblor momentáneo de emoción indefinida en su rostro.

—Respondedme, príncipe —dijo ella con frialdad. Sí, sí que lo había visto. La oleada de rubor en las mejillas de él lo confirmaba. Estaba desconcertado—. Y luego cerrad las puertas con cerrojo —ordenó en voz baja—. Todas.

El joven vaciló aunque sólo por un instante. Qué virginal parecía. ¿Qué habría debajo de esos pantalones? Bella lo recorrió de arriba abajo con la mirada y, una vez más, percibió aquel encogimiento interior, la vulnerabilidad que de pronto volvía completamente irresistible a aquel joven y la belleza que emanaba.

—Cerrad las puertas, príncipe —repitió Bella en tono amenazador.

Como si se moviera en un sueño, el joven obedeció, lanzando otra tímida mirada a Bella.

En el rincón había una banqueta, un ancho objeto de tres patas. La doncella de Bella se sentaba allí cuando sus servicios no eran necesarios.

—Colocad la banqueta en el centro de la habitación — mandó Bella al tiempo que sentía un nudo en el pecho al ver que él la obedecía. Una vez colocada la banqueta, el príncipe alzó la vista antes de enderezarse, con un ademán que agradó a la princesa: el cuerpo de él inclinado, los ojos levantados, el rubor en sus mejillas. Qué divino color.

Bella se cruzó de brazos y se apoyo contra el flanco tallado de la chimenea. Sabía que no era una postura femenina. El vestido de terciopelo la fastidiaba.

—Quitaos las ropas —susurró—. Todas.

Por un momento él se quedó demasiado asombrado como para responder. Observó a Bella como si no hubiera entendido bien.

—Fuera esas ropas —insistió ella con tono monótono—. Quiero ver vuestro cuerpo, ver qué aspecto tenéis.

Él vaciló otra vez y luego inclinó la cabeza. El rubor de su rostro era aún más intenso, y procedió a desatarse el coleto sin mangas. La visión de sus mejillas llameantes y la prenda que se abría descubriendo la camisa arrugada era encantadora. El joven tiró de las cintas que enlazaban la camisa y mostró su pecho desnudo. Sí, más, más. Sí, los brazos desnudos. Pero Bella lo quería desnudo del todo.

Excelentes pezones, quizás un poco demasiado pálidos. Cada uno de ellos estaba rodeado por un leve vello rubio que se extendía hacia el centro del pecho y luego descendía hasta expandirse en rizos sobre el vientre.

Entonces fueron los pantalones los que cayeron. El príncipe estaba desprendiéndose de las botas. Buena verga.

muy dura, naturalmente. ¿Cuándo se había puesto tan dura? ¿Al ordenarle que cerrara las puertas, o cuando le mandó desnudarse? En realidad no importaba. El propio sexo de Bella estaba húmedo y excitado.

Cuando el príncipe volvió a alzar la vista estaba completamente desnudo. Era el único hombre desnudo que ella había visto desde que abandonó el barco anclado en el muelle de la reina Eleanor. La princesa sintió una picazón en el rostro y se dio cuenta de que sus labios dibujaban una impúdica sonrisa.

Sin embargo, no era conveniente sonreír tan pronto. Entonces endureció ligeramente su expresión. Bella notaba un gran calor en los pechos y odiaba cada vez más el vestido de terciopelo que la cubría.

—Subíos a la banqueta, príncipe, para que pueda echaros un buen vistazo.

Eso ya era demasiado, o, al menos, por un instante lo pareció. Él abrió la boca pero luego se limitó a tragar saliva. Oh, era muy guapo. La reina Eleanor y su corte lo hubieran recibido con agrado. ¡Vaya experiencia para él! Esa piel tan inmaculada era muy reveladora, corno la de Tristán. Sin embargo, carecía de la astucia de Laurent.

El muchacho se volvió y observó la banqueta. Se había quedado paralizado.

—Subid a la banqueta, príncipe —repitió Bella adelantándose hacia él—, y poned las manos en la nuca. De este modo os veré mejor. No quiero ver vuestras manos y brazos por el medio.

Él la miró fijamente y ella le devolvió la mirada. Luego el príncipe se dio la vuelta y, con paso lento, casi somnoliento, se subió a la banqueta y apoyó las manos en la nuca tal como ella le había ordenado.

El príncipe parecía asombrado de haberlo hecho.

Cuando volvió a mirar a Bella, tenía el rostro más enrojecido que cualquier otro que hubiera visto antes la princesa. El rubor hacía que le brillaran los ojos, que su pelo pareciera más dorado, igual que sucedía a menudo con el cabello de Tristán.

Él tragó saliva otra vez y bajó la vista, aunque probablemente ni siquiera se fijó en su verga erecta. Debió de pasarla por alto para adentrarse en su propia alma recién despierta, considerando con vergüenza su propia indefensión.

En realidad, a Bella no le importaba todo esto. Ella sólo miraba la verga. Serviría. No era el órgano de Laurent pero tampoco había muchos penes tan gruesos como el de él, ¿Verdad? De hecho era una buena verga, aunque tal vez curvada un poco excesivamente hacia arriba por encima del escroto. En estos instantes estaba muy roja, tanto como la cara del príncipe.

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