Cuanto más se acercaba la princesa, más roja se ponía la verga. Bella estiró la mano y la tocó con el índice y el pulgar. El príncipe se retrajo.
—Permaneced quieto, príncipe dijo ella—. Quiero inspeccionaros, y eso requiere vuestra completa docilidad. — Qué tímido parecía mientras ella le pellizcaba la carne y lo miraba fijamente. Él era incapaz de encontrar su mirada. El labio inferior del muchacho temblaba de una forma exquisita.
Si Bella le hubiera conocido en el castillo, se hubiera sentido atraída por él como le sucedió con Tristán. Sí, una vez desnudo, era un excelente y joven ejemplar de príncipe que, según todos los pronósticos, sería perfecto para recibir los azotes de la tralla.
El látigo. Miró a su alrededor. El cinturón del príncipe serviría. Pero aún no era el momento; primero, él tendría que bajar de la banqueta para dárselo. Bella prefirió caminar hasta detrás de él y observar sus nalgas. Palpó la piel virginal y sonrió al comprobar que él se estremecía apreciablemente. Su cabello vibraba también sobre la nuca desnuda de un modo conmovedor.
Bella tomó las nalgas firmemente y las separó. Estaba yendo casi demasiado lejos. El tembló y todos sus músculos se pusieron en tensión.
—Abríos a mí. Quiero estudiaros bien.
—¡Princesa! —exclamó él con voz entrecortada.
—Ya me habéis oído —replicó Bella con ternura pero autoritariamente—. Relajad esos hermosos músculos para que pueda examinamos. —Le pareció oír un pequeño jadeo cuando él obedeció. La carne bien moldeada se ablandó y Bella separó ambas nalgas para observar el ano circundado de vello. Era tan pequeño y rosado, arrugado, tan recóndito. ¿Quién pensaría que podía acoger un grueso falo, una verga, un puño enfundado en cuero dorado?
Con este tierno principiante serviría algo más pequeño.
En realidad, serviría casi cualquier cosa. Recorrió indolentemente la habitación con la mirada. La vela era lo más adecuado y además había de sobra, algunas tan sólo tenían un par de centímetros de grosor.
Cuando se dirigió a coger una de su soporte, recordó cuando atravesó a Tristán de este modo mientras hacían el amor en casa de Nicolás, en el pueblo. El recuerdo la incitó, y experimento una sensación de poder totalmente desconocida.
Bella se volvió y echó una ojeada al príncipe. Al descubrir su rostro humedecido por las lágrimas se excitó aún más. De hecho, le sorprendía la humedad que percibía en su propia entrepierna.
—No tengáis miedo, querido mío —dijo Bella—. Mirad vuestra verga. Sabe bien qué necesitáis y deseáis, lo sabe incluso mejor que yo. Vuestro pene está agradecido de que me hayáis encontrado.
La muchacha volvió a situarse detrás de él y, mientras separaba ampliamente con una mano las nalgas del joven, insertó lentamente el extremo de la mecha de la vela. Poco a poco fue introduciendo la vara sin prestar atención a los profundos gemidos, hasta que el príncipe retuvo quince centímetros de vela. Ésta sobresalía creando una visión de espléndido efecto humillante, y cuando él empezó a contraer las nalgas otra vez, la vela registró el movimiento, acompañado de gemidos suaves pero resonantes y suplicantes.
Bella retrocedió embriagada por la sensación de poseerlo. Vaya, podía hacer cualquier cosa con él, ¿a que sí? A su debido momento.
—Retenedla —ordenó ella—. Si la expulsáis o la dejáis caer, me sentiré muy decepcionada y enfadada con vos. La vela está ahí para recordaros que a partir de ahora me pertenecéis, sois mío. Os tiene atravesado, reclama vuestra propiedad, os priva de todo poder.
Él asintió lentamente dejando a Bella absoluta y dulcemente admirada. El príncipe no se resistió.
—Estamos hablando el idioma universal del placer, ¿no es cierto, príncipe? —dijo Bella en voz baja.
Una vez más, él asintió, pero era obvio que le resultaba muy difícil, tal era su sufrimiento. El corazón de Bella acudió en socorro del muchacho. Sus sentimientos eran una mezcla de compasión y terrible soledad. Sentía una terrible envidia. Esta sensación de poder era fuerte pero más poderosos aún eran sus recuerdos de esclava subyugada. Mejor no pensar en ambas cosas simultáneamente.
—Y ahora, príncipe, quiero azotaros. Bajad de la banqueta, coged vuestro cinturón del montón de ropa y traédmelo.
Mientras el joven se disponía a obedecer, lentamente, con un temblor incontrolado de manos y la vela saliendo por su trasero, Bella continuó hablando con voz tranquilizadora:
—No es que hayáis hecho algo mal. Voy a azotaros simplemente porque me apetece —explicó. El príncipe regresó hasta Bella para darle el cinturón, pero cuando la princesa lo cogió él no se movió para alejarse. Se quedó de pie temblando justo delante de la princesa. Bella tocó el vello rizado de su pecho, tiró levemente de él y le pasó los dedos por el pezón izquierdo.
—¿Qué os pasa? —preguntó Bella.
—Princesa... —vaciló él.
—Hablad, querido mío —le animó Bella—. Nadie os ha dicho que no podáis hablar, al fin y al cabo.
—Os amo, princesa.
—Por supuesto que sí —respondió ella—. Y ahora, otra vez a la banqueta y después de azotaros os comunicaré si me habéis complacido. Recordad que debéis mantener la vela bien sujeta. Ahora, moveos, querido. No debemos malgastar estos momentos íntimos.
La princesa le siguió mientras él obedecía sus órdenes. Blandió la correa con fuerzas lo azotó y observó llena de fascinación la amplia impresión rosa que dejaba a un lado de la nalga derecha. Volvió a azotarlo otra vez y se maravilló de la forma en que el príncipe se retorcía con la fuerza del golpe; incluso su cabello vibraba y sus manos continuaban temblando pese a tenerlas obedientemente enlazadas en la nuca.
Entonces le propinó el tercer golpe, más fuerte que los anteriores, y le alcanzó debajo de las nalgas, por debajo de la vela que sobresalía. Esta visión le gustó más que las anteriores así que Bella descargó más y más azotes allí. Hacía que la vela siguiera los movimientos de él, que él se pusiera de puntillas en un esfuerzo por permanecer quieto, lanzando gemidos que resultaban extrañamente elocuentes.
—¿Os había azotado alguien antes, príncipe? —preguntó Bella.
—No, princesa —respondió él con voz desgarrada, ronca. Exquisito.
Como agradecimiento, Bella continuó golpeándole los muslos y pantorrillas, la carne de detrás de las rodillas y los tobillos. Sus piernas parecían moverse pese a estar quietas. Qué control tenía. Bella intentó recordar si alguna vez había tenido ella tanto control. ¿Qué importaba? Por ahora, todo aquello se había desvanecido. En su lugar, era esto lo que tenía. La princesa pensó una vez más, no en los golpes que ella había recibido, sino en las palizas que había presenciado en alta mar cuando Laurent azotaba a Lexius y a Tristán.
Rodeó al príncipe y se colocó delante de él. Su rostro estaba más afligido de lo que había imaginado.
—Os estáis comportando a las mil maravillas, querido —le dijo—. Estoy verdaderamente impresionada por vuestra conducta.
—Princesa, os adoro —le susurró el joven. Su atractivo era extraordinario. ¿Por qué no había sido capaz de apreciarlo momentos antes?
Bella recogió en su mano toda la longitud del cinto. Dejó tan sólo una buena lengua que sobresalía entre sus dedos, con la que azotó la verga con golpes vigorosos que sobresaltaron al príncipe provocándole un fuerte y patente susto.
—¡Princesa! —gimió con un grito sofocado.
Bella se limitó a sonreír. Le pareció aun mejor azotar su firme y pequeño vientre, y así lo hizo, y luego el pecho, observando las marcas brillantes que se distinguían como una estela en el agua. Lo golpeó en los pezones.
—Oh, princesa, os imploro... —susurraba él sin apenas separar los labios.
—Si tuviera tiempo os haría lamentar haber suplicado — replicó ella—. Pero no hay tiempo. Bajad aquí, príncipe, a cuatro patas. Ahora, vais a darme placer a mí.
Mientras el Joven obedecía, Bella soltó los broches inferiores de la falda y echó el vestido hacia atrás por debajo de la cintura. Eso era todo lo que él necesitaba ver, razonó. Sintió que sus propios fluidos se disolvían y descendían por los muslos. Chasqueó los dedos para indicarle que se acercara.
—La lengua, príncipe —dijo al tiempo que separaba las piernas y sentía el rostro de él aproximándose a su cuerpo y la lengua que le lamía.
¡Había sido una espera tan larga, tan extremadamente larga! Su lengua era fuerte, rápida y voraz. Se acurrucó contra ella. El pelo del príncipe apartaba aún más las faldas y le producía un cosquilleo en el bajo vientre. Bella suspiró y se escurrió unos pocos pasos hacia atrás. Él levantó los brazos y la sujetó.
—Tomadme, príncipe —dijo entonces ella. No podía soportar mas sus ropas. Las abrió con violencia y luego las dejó caer. Él la echó sobre el duro suelo de piedra.
—Oh, cariño, cariño mío —repetía el joven entre jadeos. Separó ampliamente las piernas de Bella e introdujo el pene en su vagina. Ella buscó la vela y la cogió con ambas manos incitando al príncipe con ella. Él apretaba los dientes y la penetraba con ímpetu, igual que ella lo penetraba con la vela.
—¡Más fuerte, mi príncipe, más fuerte, o prometo que azotaré cada centímetro de vuestro cuerpo con la correa! — susurraba Bella mientras le mordía una oreja, con el rostro cubierto por el cabello de él. Entonces la princesa alcanzó el clímax con una explosión blanca de éxtasis demencial, apenas consciente de que los jugos de él la inundaban también en ese momento.
Tan sólo pasaron unos instantes de sopor. Luego sacó la vela del cuerpo del joven y le besó la mejilla. ¿No había hecho esto mismo con Tristán, mucho tiempo atrás? ¡Qué importaba!
Se levantó, volvió a ponerse el vestido y se lo abrochó con brusquedad e impaciencia. Él también intentaba incorporarse.
—Vestíos —dijo ella— y marchad, príncipe. Abandonad el reino. No tengo intención de casarme con vos.
—Pero, princesa —Protestó él. Aún estaba de rodillas y se arrojó sobre ella, cogiéndola por las faldas.
—No, príncipe. Ya os lo he dicho, rechazo vuestra proposición. Dejadme.
—Pero, princesa. Seré vuestro esclavo, ¡vuestro esclavo secreto! —le imploró—. En la intimidad de vuestros aposentos...
—Lo sé, cariño. Sois un buen esclavo, sin lugar a dudas — respondió—. Pero, comprendedme, en realidad no quiero un esclavo. Soy yo quien quiere ser la esclava.
Durante un largo instante, él la miró fijamente.
Bella era consciente de la tortura que estaba soportando el príncipe. Pero en realidad no importaba lo que él pensara. Nunca podría dominarla. De eso sí estaba segura y si él lo sabía o no, no tenía importancia.
—¡Vestíos! —repitió.
Esta vez él obedeció. Su cara seguía muy roja, y continuaba temblando cuando estuvo completamente vestido y con la capa sobre los hombros.
Bella lo estudió durante un prolongado instante. Luego empezó a hablar con voz grave y rápida.
—Si deseáis ser un esclavo del placer —dijo dirigíos al este cuando partáis de aquí, a la tierra de la reina Eleanor. Cruzad la frontera y, cuando tengáis el pueblo a la vista, quitaos toda la ropa, metedla en vuestra bolsa de cuero y enterradla. Enterradla bien para que nadie la encuentre. Luego acercaos al pueblo y cuando os vean los lugareños, salid corriendo.
Pensarán que sois un esclavo fugitivo y os atraparán enseguida para llevaros a presencia del capitán de la guardia, quien os castigará debidamente. Contadle a él la verdad, decidle que suplicáis servir a la reina Eleanor. Y ahora, marchad, amor mío. Confiad en mi palabra, merece la pena.
El príncipe la miró fijamente, más admirado por sus palabras quizá que por ninguna otra cosa.
—Iría con vos si pudiera, pero acabo de volver de allá — continuó ella—. No serviría de nada. Ahora, marchad. Podéis llegar a la frontera antes de que anochezca.
El joven no respondió. Se ajustó ligeramente la espada y el cinturón. Luego se acercó a Bella y la miró.
Bella se dejó besar y agarró la mano de él con firmeza durante un momento.
—¿Vais a ir? —le susurró. Pero no esperaba la respuesta—. Si lo hacéis y veis al príncipe esclavo Laurent, decidle que no lo olvido y que lo amo. Decídselo también a Tristán...
Mensaje vano, conexión fútil con todo lo que había sido arrebatado de ella.
Pero el joven pareció considerar cuidadosamente aquellas palabras. Un momento después ya se había ido. Salió de la habitación y continuó escaleras abajo. A la tenue luz del sol de la tarde, Bella volvía a estar sola.
« ¿Qué voy a hacer? —gritó suavemente para sus adentros—. ¿Qué Voy a hacer?» Lloró amargamente. Pensó en Laurent y en lo fácil que había ascendido de esclavo a señor. Ella era incapaz. El dolor que ella infligía le provocaba demasiados celos. Estaba demasiado impaciente por someterse a la subyugación. No podía seguir los pasos de Laurent. No podía imitar el ejemplo de la fiera lady Juliana que había pasado de esclava desnuda a señora, aparentemente sin un solo parpadeo. Quizá carecía de cierta dimensión espiritual que Laurent y Juliana poseían.
Pero ¿habría sido capaz Laurent de integrarse de nuevo entre los esclavos con tal sencillez? Seguro que él y Tristán se habían encontrado con un castigo espantoso.
¿Cómo le habría ido a Laurent? Si al menos ella participara de una mínima parte de la disciplina que él sufría entonces.
Al atardecer, Bella salió del castillo. Cuando sus cortesanos y damas se rezagaron, caminó por las calles del pueblo. La gente se detenía para hacerle reverencias. Las amas de casa salían a la puerta de su casa para presentarle sus respetos en silencio.
La princesa miraba los rostros de los que se cruzaban con ella, a los granjeros impasibles, a las lecheras y a los ricos comerciantes del pueblo y se preguntaba qué pasaría por las profundidades de sus almas.
¿Ninguno de ellos soñaba con reinos sensuales donde las pasiones se encendían hasta niveles frenéticos de excitación, con apremiantes rituales exóticos que ponían al descubierto el mismísimo misterio del amor erótico? ¿Nadie entre estas gentes sencillas deseaba a sus amos o esclavos en lo más secreto de su corazón?
Vida normal, vida ordinaria. La princesa se preguntó si la trama no escondía mentiras entretejidas que ella podría descubrir si se arriesgaba a hacerlo.
Pero, al estudiar a la muchacha en la puerta del mesón o al soldado que desmontaba para hacerle una reverencia, sólo vio máscaras, con las actitudes y disposiciones normales, como las que veía en los rostros de sus cortesanos, de sus doncellas. Todos ellos estaban obligados a mostrarle respeto, así como ella, por tradición y ley, estaba obligada a cuidar su posición eminente y digna.