La existencia de los Fantasmas Negros había frenado por completo el negocio, pero había quien estaba dispuesto a todo para reanudarlo, incluso pasando por encima de Monipodio. Así que cuando los rumores empezaron, llegaron muy pronto a oídos de Zacarías.
—Ve a hablar con ellos —le había ordenado Sancho.
Y unos días después estaban allí, los cinco. Los gemelos vestidos con unos trajes negros como el de Sancho, que había encargado a Fanzón especialmente para aquella noche. Y Josué, pese a todas sus reticencias, había aceptado portar armas cuando Sancho le prometió que no tendría que usarlas. Habían comprado dos enormes hachas de guerra, oxidadas y casi inservibles, a un chamarilero. Pero después de un buen pulido y enfundadas en una correa que el negro se había atado a la espalda, le conferían a Josué un aire terrorífico.
Zacarías se detuvo en una calle estrecha, aparentemente igual a todas las que habían recorrido. Sancho se dio cuenta demasiado tarde de que, si algo le sucedía al ciego y tenían que salir huyendo de allí, le sería imposible encontrar el camino de vuelta. Sacudió la cabeza, intentando no pensar en ello. Tenía demasiados motivos por los que preocuparse.
—Es aquí —anunció el ciego, tanteando con su cayado un portal. La puerta se abrió sin que nadie llamase, como si les hubieran estado esperando. Un hombre de mediana edad y barba de chivo abrió la puerta.
—Acaba de bajar —susurró.
Al pasar Sancho por su lado pudo percibir los ojos del hombre clavados en él, y se preguntó si ya se habrían cruzado sus pasos antes. De nuevo se obligó a concentrarse. Todas las personas que había en aquella casa les odiaban, y no ganaría nada pensando en cada uno de ellos individualmente. Si quería estar vivo dentro de una hora tendría que tratar a los miembros de la Corte como un solo ser.
Siguieron a Zacarías y a Barbas de Chivo por el interior de la casa. Un pasillo estrecho llevaba a una especie de antesala, donde otro hombre, con aspecto más fiero y amenazador que el que les había abierto la puerta, les dio el alto. Barbas de Chivo y él se apartaron y discutieron en voz baja, mirando en dirección a los incómodos visitantes varias veces. Finalmente volvieron donde estaban ellos.
—Entraréis ahora. Mucho cuidado, ciego. Si descubro que todo esto es un truco... —dijo Barbas de Chivo.
—Sólo buscamos el bien de todos, amigo mío —respondió Zacarías, intentando aparentar calma.
Las puertas de la Corte se abrieron, y los Fantasmas entraron en la enorme sala. Las conversaciones se detuvieron, y un centenar de rostros se volvieron hacia ellos. En muchos había sorpresa, y en otros expectación.
—¿Qué pasa ahí? —preguntó una voz áspera.
Se abrió un pasillo entre los miembros de la cofradía, una línea recta que culminaba en el mismo hombre fuerte, de pecho hirsuto y barba espesa que Sancho recordaba. No llevaba sombrero, pero sí su basta espada morisca colgando de la cintura. El Rey vio a Zacarías y una sombra de sospecha cruzó por su rostro. Después miró a los que le acompañaban, que ya caminaban derecho hacia él, y comprendió al instante quiénes eran. Una mueca cruel se dibujó en su boca.
Sancho se detuvo a pocos pasos del trono. Se había formado un círculo a su alrededor.
—Maese Monipodio.
—Vaya, así que por fin se revelan los Fantasmas Negros... —dijo el hampón con sorna—. Y en el lugar más inesperado. Me pregunto quién los habrá dejado entrar. Claro que viendo con quién venís no es tan difícil atar los cabos.
Hubo gritos de asombro y chirrido de armas saliendo de sus vainas. Sancho percibió el odio de los allí congregados, envolviéndole como una manta. Aquél era el momento decisivo.
—No sabéis tantas cosas como creéis.
Monipodio se acercó a él, mirándolo fijamente a los ojos. Sancho se preguntó si le reconocería, pero el matón no dio muestras de ello.
—Tal vez no, pero cuando hayamos acabado con vosotros os gustaría tener más cosas que poder contarnos, para que os dejásemos en paz.
Alzó una mano para indicar que los agarrasen, pero Sancho se dio la vuelta y se dirigió a la multitud. Su voz metálica y suave se elevó, en clara oposición a la de Monipodio.
—Hemos venido de buena fe a plantear una petición a la cofradía de ladrones. Cumplidla y vuestras vidas volverán a la normalidad.
—¿Y si no? —preguntó Monipodio, burlón.
—¿Créeis que habríamos sido tan estúpidos para estar aquí todos? ¿O que sólo cinco de nosotros, uno de ellos ciego, habríamos podido paralizar a la todopoderosa cofradía? Los Fantasmas somos muchos más que los que veis aquí. Tocadnos un pelo a mí o a uno de mis hombres, y vosotros y vuestras familias seréis responsables. Se acabarán las contemplaciones. Os cazaremos uno por uno, como a alimañas en la oscuridad.
—Es un farol —dijo Monipodio—. Cogedles.
Pero los guardaespaldas del hampón no se movieron. En lugar de ello, Barbas de Chivo dio un paso adelante e hizo la pregunta que habían acordado con Zacarías.
—¿Qué petición es esa que traéis?
—Los Fantasmas Negros representamos la memoria de todas las vidas que este hombre ha destruido. —Levantó el brazo y lo mantuvo en alto, señalando a Monipodio—. Aquellos a los que arrojó al río por una deuda. Aquellos a los que vendió por unos pocos maravedíes. Aquellos a los que destripó porque creía que le engañaban con el diezmo. —Hizo una pausa y bajó de nuevo el brazo—. Por todo ello os pedimos la cabeza de Monipodio. Después los Fantasmas desaparecerán.
El hampón soltó un bufido de puro asombro.
—Tú, mocoso malnacido, ¿te plantas en el centro de mi Corte y vienes a pedir mi cabeza? ¿Delante de mis hermanos, de aquellos a quienes alimento y protejo? Has perdido el juicio.
—Hubo alguien que me dijo una vez que prefería la justicia de los alguaciles a la protección de Monipodio. Tal vez deberíais plantearos si no era el único que pensaba así.
—¡Ja! ¿Qué decís vosotros? ¿Tiene razón? ¿Puede entrar un mocoso aquí y...?
El Rey de los Ladrones giró en derredor y su voz se fue apagando a medida que su mirada se cruzaba con las de sus súbditos. Muchos lo rehuyeron, pero otros lo miraron acusadoramente. No había nadie en aquella sala que estuviera ligado a él por algo que no fuese el temor o la sumisión. Allá donde miró Monipodio vio cómo de boca a oreja se transmitían secretos y consignas. Y ninguno de los allí presentes respondió a sus preguntas.
Viéndose completamente solo, Monipodio intentó recomponer su orgullo. Apretó los labios en una sonrisa tensa y meneó la cabeza de arriba abajo varias veces.
—Ay, Zacarías, parece que he estado aún más ciego que tú.
—Tan sólo recogéis lo que habéis sembrado, mi señor —respondió el ciego, encogiéndose de hombros.
—Malditos seáis todos, ¡me cago en vuestras madres! —dijo el hampón, sacando la espada—. Pero no me cogerás sin lucha, muchacho. Por Dios que no. ¡Venid de uno en uno, si tenéis lo que hay que tener!
Mateo y Marcos se adelantaron al unísono, pero Sancho los detuvo con un gesto.
—Dejádmelo a mí.
Monipodio se puso en posición de combate y comenzó a trazar un gran círculo alrededor de él, aún a cierta distancia. Sancho le contempló impasible, con las manos cruzadas sobre el pecho.
—¿Vas a ser tú, muchachito? Creí que mandarías al negro primero. Pero mira, así voy calentando la hoja.
—Espero que seáis mejor que los dos perros vuestros a los que maté hace un par de semanas en el callejón de las Ánimas. No me duraron ni un suspiro —dijo desenvainando la espada lentamente, como si todo aquello no fuera más que un enorme fastidio para él.
Monipodio se detuvo, bizqueando incrédulo. Aquel mozalbete no podía ser el responsable, y menos él solo. Tenían que haber sido muchos de ellos.
—Mientes.
—Sois libre de pensar como queráis.
El hampón tragó saliva, ya no tan seguro. Debió de convencerse a sí mismo de que lo que decía el joven no era cierto. O tal vez fue la mirada expectante de sus rebeldes súbditos la que le obligó a dar un paso hacia adelante. Entró en el sentimiento del hierro de Sancho con la punta temblorosa, y al rechazar su torpe ataque Sancho comprendió que el hombre que había mandado matar a cientos de personas había perdido hacía mucho tiempo el instinto de hacerlo por sí mismo.
Paró en cuarta, en primera y en sexta, sin que Monipodio se acercase siquiera a herirle. El hampón dio un paso atrás en falso, abriendo la guardia, pero en lugar de ensartarle Sancho dio una zancada adelante y le golpeó en la tripa con el canto de la mano izquierda. La machada estuvo a punto de costarle muy cara, pues Monipodio soltó un tajo de puro instinto antes de doblarse sobre sí mismo, y la trayectoria de la hoja pasó muy cerca del cuello de Sancho.
Hubo un rugido entre la multitud al ver caer a Monipodio, y no fue precisamente de lástima. Los cofrades parecían haber olvidado el acoso al que los Fantasmas les habían sometido durante meses. Comparado con el régimen de terror de Monipodio, aquello les parecía una liberación.
Tan pronto recobró el aliento, el hampón mostró sus dientes podridos y volvió a lanzarse contra él. Sus movimientos vacilantes se habían hecho más contundentes debido a la furia y la humillación, y el joven tuvo que emplearse a fondo para contrarrestarlos. Decidió pasar a la acción de nuevo. Bloqueó una serie de ataques y en cuanto sintió que Monipodio jadeaba lanzó el suyo. Cuarta, primera, y finalmente, cuando Monipodio le bloqueó en octava, con el brazo completamente estirado, empleó a su favor la curvatura de la espada del hampón. La punta de la espada de Sancho atravesó el antebrazo de Monipodio, que soltó un bramido y dejó caer la espada sin poder evitarlo.
Sancho dio una patada al arma, que fue a parar a los pies de Josué.
—¡Una espada! ¡Mil escudos por una espada! —gritó Monipodio, desesperado.
Sancho le apoyó la punta de la hoja en el cuello.
—De rodillas.
—¡Pagarás por esto, mocoso! ¡Te costará muy caro! —La voz del Rey de los Matones, habitualmente un trueno rasposo y desagradable, se volvió aguda y chillona.
—Sois vos quien va a pagar. De rodillas. No me hagáis repetirlo.
Monipodio miró a los lados, buscando un apoyo, pero no halló nada. Temblando de furia y miedo se arrodilló en el suelo. Sancho comprobó con asombro que el hombre más temido de la ciudad tenía los ojos llorosos, aunque intentaba morderse los labios para mantener un rescoldo de dignidad. Sintió desprecio por aquel parásito que se alimentaba de los débiles, y que ahora lloraba con la frente cubierta por una fina capa de sudor. Por un momento la necesidad de rajarle el cuello allí mismo y exterminarle de la faz de la tierra fue tan intensa que tuvo que clavarse las uñas en la palma de la mano izquierda para poder contenerse.
—Maese Monipodio, los fantasmas de todos los que habéis matado exigen vuestra cabeza. Mi hermano está dispuesto a cobrarla con sus hachas de batalla.
Josué no movió un músculo, pero Monipodio miró al enorme negro y un estremecimiento recorrió su cuerpo.
—Pero aún podéis salvar la vida si me confesáis vuestros crímenes —dijo en voz alta. Luego se colocó a su espalda, y le susurró al oído—. ¿Qué os parece estar arrodillado e indefenso? Ésa era la altura que tenía mi maestro, al que vos mandasteis matar.
—¡Eres el chico de Bartolo!
—No fue por la deuda de juego, pues el plazo no había vencido. Catalejo y Maniferro nos buscaban por esa cartera con documentos. ¿A quién pertenecía, Monipodio? ¿Quién os pagó para matar a un ladrón?
—No voy a decírtelo.
—Entonces afrontaréis las consecuencias.
Hizo un gesto en dirección a Josué y éste dio un paso adelante. Sancho contuvo la respiración, pues su amigo no haría daño a Monipodio, así que necesitaba que el hampón se rindiese o la farsa no seguiría sosteniéndose.
—¡Está bien! Fue un comerciante, un comerciante muy importante. Había documentos valiosos en esa cartera...
Sancho, sin poder contenerse, olvidó toda prudencia y tiró del pelo del hampón con fuerza.
—Decidme su nombre.
—¡Vargas! ¡Francisco de Vargas! —gritó
A Sancho se le hizo un nudo en la garganta. Soltó a Monipodio, que cayó hacia atrás como un saco de piedras.
El hampón se apoyó sobre un brazo, incorporándose trabajosamente, como cualquier hombre maduro que ha pasado un rato de rodillas. Sintió el peso de muchos ojos clavados sobre él. Lo que acababa de hacer, revelar el nombre de quien le había contratado para un asesinato, era la peor bajeza en la que podía incurrir alguien como él. La indignidad de la derrota y de las lágrimas vertidas ante la certeza de la muerte se quedaban cortas comparadas con aquello.
—Podéis marcharos, maese Monipodio. De Sevilla. Para siempre.
El hampón mantuvo la mirada fija en el suelo. Totalmente derrotado, era incapaz de enfrentarse a Sancho. Sin embargo aún le quedaron arrestos para intentar una última jugada.
—Recogeré mis cosas y me iré.
Sancho meneó la cabeza.
—Os iréis con lo puesto. No os llevaréis ni un maravedí del dinero que os entregaron por una protección que no devolvisteis.
Monipodio se retorció, como si le hubieran sacudido una bofetada. Abrió la boca para hablar pero la cerró enseguida. Había perdido toda su fuerza, como un muñeco de trapo al que se le hubiese escapado la mitad de la arena por una raja en el costado. Se dio la vuelta para marcharse pero volvió la cabeza hacia Sancho. En sus ojos había un velo de aturdimiento e incomprensión, como si no terminase de hacerse a la idea de que había perdido su reino en un instante.
—Todo esto... ¿por un enano?
—Todo esto por un amigo. No espero que lo entendáis.
El depuesto Rey se dirigió hacia la puerta, mientras todos sus antiguos súbditos se volvían para seguirle con la mirada. Sancho hizo un gesto con la cabeza a los gemelos, que se escurrieron por la escalera que llevaba al piso superior, aprovechando la distracción provocada por la salida de Monipodio. Algunos de los miembros de la cofradía salieron tras él, y Sancho se preguntó si el hampón conseguiría escapar vivo de Triana. Lo dudaba muchísimo.
El roce del cayado junto a sus pies le sobresaltó. Zacarías se le había acercado y le susurró palabras de felicitación en el oído.
—Enhorabuena, muchacho. Lo has hecho muy bien. Ahora piensa muy bien lo que vas a decirles. Con las palabras correctas serás el nuevo Rey, y nada se interpondrá en nuestro camino.