La legión olvidada (62 page)

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Authors: Ben Kane

Tags: #Histórica

BOOK: La legión olvidada
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—Por supuesto, señor. —De nuevo Tarquinius señaló las largas lanzas que llevaban los legionarios. Las gruesas astas eran el doble de largas que las jabalinas y tenían una cabeza de hierro con púas.

El guerrero de tez morena asintió con la cabeza en señal de aprobación.

—¿Es éste el único vado seguro? —preguntó el etrusco para asegurarse.

—En cincuenta kilómetros en ambas direcciones. —Pacorus frunció el ceño—. ¡Tienen que cruzar por aquí!

Tarquinius calló. Estuvo tanto tiempo quieto que el parto empezó a moverse nervioso en la silla. Al final, el arúspice sonrió.

—Llegarán aquí a primera hora de la tarde. —Era un hecho tácito, pero no había duda de quién tenía más poder—. A más tardar.

—¿Estás seguro?

—Sí.

Pacorus dirigió la mirada al bosquecillo más cercano.

—¿Y los hombres escondidos?

—No se moverán hasta que suenen las trompetas, señor.

Se hizo el silencio. No había nada más que hacer excepto esperar.

Como de costumbre, Tarquinius tenía razón. El sol iniciaba su descenso cuando los pocos exploradores que habían enviado regresaron al galope. Poco después apareció en la lejanía una gran nube de polvo. Cargados con el botín, los sogdianos regresaban a su patria. Serían descuidados, estarían envalentonados por el éxito. Por las conversaciones con Pacorus, el etrusco sabía que probablemente no habían encontrado ninguna resistencia. Las fuerzas armadas en Margiana eran muy limitadas y, probablemente, las ciudades meridionales habían pagado cara su falta de defensas. Los sogdianos
no esperaban en
absoluto encontrarse con miles de legionarios bloqueándoles la ruta hacia el norte.

Nueve de las cohortes estaban dispuestas en formación de batalla, bastante lejos del río. Cinco se encontraban en el centro y un par en cada extremo. Todas las cohortes tenían sesenta hombres de ancho por ocho de fondo. Los soldados de las primeras cuatro filas llevaban lanzas largas y los que iban detrás, jabalinas, y todos los escudos estaban forrados con seda. Los pequeños huecos entre las unidades dejaban espacio para maniobrar una vez iniciada la lucha. Los guerreros partos, de reserva, estaban situados en la retaguardia y la décima cohorte, escondida entre los árboles quinientos pasos más adelante, ligeramente hacia un lado.

Sonaron las
bucinae
y la Legión Olvidada se colocó en la posición definitiva. Las cohortes de los flancos se desplazaron un poco hacia delante para crear una curva en la línea defensiva. Estaban preparados.

—¡Ya vienen! —Romulus miraba ansioso entre las gruesas hojas de la vegetación propias del verano—. Pero no veo nada.

—Paciencia. —Brennus afiló la espada larga con una piedra de afilar. El etrusco había conseguido que Pacorus le diese varias cosas, la espada era un recuerdo de Carrhae. El galo llevaba una vaina cruzada en su ancha espalda y, del cinturón, le colgaba un
gladius
, fundamental en el combate cuerpo a cuerpo—. Todavía tenemos mucho tiempo. No nos tocará hasta el final.

Romulus suspiró, nunca había visto una batalla desde los lados. El bosquecillo daba al sur y era lo suficientemente grande para ocultar a quinientos hombres. Podían seguir escondidos hasta que los sogdianos iniciasen la lucha con las otras cohortes.

Los soldados que tenían detrás, con rostros tensos, estaban listos para luchar. Hacía meses que no habían visto ningún combate y tenían ganas de un cambio. Los hombres habían luchado juntos bajo el mando de Craso porque era su deber, sin embargo Carrhae y la marcha de dos mil quinientos kilómetros había forjado estrechos lazos entre todos los prisioneros. Ya no dudaban en luchar y morir unos por otros, porque no había nadie más.

Darius, su robusto comandante, era uno de los partos más agradables. El también había oído las trompetas. Cabalgó hasta donde estaban, desmontó y ató las riendas del caballo a una rama baja.

—Vamos a dar una lección a esos perros —dijo en un latín rudimentario—. Por invadir territorio parto.

Romulus sonrió. Muy pocos de los nuevos oficiales se habían tomado la molestia de aprender la lengua de sus soldados, sin embargo Darius era una excepción.

Brennus blandía la larga espada.

—¡Deja que nos ocupemos de esos bastardos! —respondió, y se preguntó si habían llegado a los confines del mundo. «Nadie podría ganar esa batalla, excepto Brennus.» Las palabras de Tarquinius resonaban en su mente. Había llegado el momento, Brennus estaba preparado.

Darius se apartó un poco, intimidado por los tremendos músculos del galo y la extraña arma.

—¿Eres romano?

—¡No! —Brennus se apartó enfadado las trenzas—. Soy alóbroge, señor.

El parto le miró sin entender.

—Galo. De una tribu diferente, señor.

—¿Por qué luchas por Roma? ¿Por dinero?

—Es una larga historia. Éramos esclavos. —Brennus rió y le guiñó un ojo a Romulus—. Gladiadores.

Darius intentó pronunciar la nueva palabra.

—¿Gladia… dores?

—Nos pagaban por luchar contra otros delante de un público. En Roma es un deporte.

—¡Luchadores profesionales! Y ahora sois soldados partos.

Brennus y Romulus intercambiaron una mirada.

Los sogdianos llegaron poco después de los exploradores. Desde su escondite, Romulus y los otros disfrutaban de una panorámica de lo que sucedía.

Según lo predicho, había varios miles de hombres formando una gran columna de quince o veinte hombres de anchura y que se perdía en lontananza. La seguían los pastores que conducían los rebaños robados de ovejas y cabras. Los guerreros, bajos, de piel amarilla y cabello negro, detuvieron los pequeños y ágiles ponis no muy lejos del bosquecillo. La mayoría llevaba sombrero de piel, jubón y pantalones de cuero e iban armados con arco compuesto, escudo redondo y espada. Todos los caballos cargaban pesadas bolsas con el botín.

Se quedaron consternados cuando los asaltantes estuvieron lo suficientemente cerca para atacar a la Legión Olvidada. Los sogdianos tiraron de las riendas con fuerza, se pararon y empezaron a hablar a voces. Hasta la cohorte escondida podía oír el barullo. Agitaron los brazos enfadados, amenazaron y sacaron las armas. Los guerreros no estaban contentos. La situación no se calmó hasta que un grupo de jinetes de la retaguardia galopó hasta el frente.

Uno de los recién llegados, un guerrero fornido de tez morena con barba, parecía estar al mando. Los hombres que se peleaban dejaron de hacerlo cuando habló con evidente deferencia. El líder se sentó con calma, contempló las nueve cohortes y consultó a sus oficiales.

—No esperaba ninguna resistencia tan cerca de la frontera. —Darius río—. No ha habido tropas por aquí desde que Orodes se enteró de que Craso pensaba invadir.

El líder sogdiano no era un cobarde. Sólo hubo una breve pausa antes de que hiciera un gesto cortante hacia el río. Un grupo de doscientos guerreros con casco de metal y cota de malla esperaron con su jefe mientras el resto cabalgaba inmediatamente hacia delante formando una curva hasta el frente romano.

Una bandada de pájaros se dispersó en el cielo, asustada por el ruido de los cascos. Con los arcos a medio tensar, el grupo de sogdianos cargó contra la Legión Olvidada.

Se oyó una orden. Los hombres de la fila delantera se arrodillaron para protegerse las piernas. Se unieron miles de escudos cuando todas las cohortes formaron un testudo. No resultaba en absoluto amenazador.

Los jinetes sonrieron con desdén. Tensaron los arcos cuando llegaron a la distancia adecuada para alcanzarlos y acompañaron los disparos de gruñidos de esfuerzo. Romulus oyó el silbido de las flechas que volaban hacia los escudos forrados de seda. Era un ruido horrible que recordaba vividamente la carnicería de Carrhae. Pero Tarquinius había entrenado bien a los hombres. No había ni una grieta en la pared de tela frente a los arqueros.

Cayó una espesa lluvia de flechas.

Romulus cerró los ojos, incapaz de mirar.

Brennus se rió y le asustó.

—¡Por Belenus, mira! —susurró—. Ha funcionado.

Se oían a lo lejos los vítores de las líneas romanas. De todos los escudos sobresalían flechas sogdianas, pero ninguna los había atravesado.

Romulus estaba encantado. El etrusco les había explicado la historia de la seda de Isaac y el rubí. Estaba claro que la compra había valido la pena.

Estallaron murmullos de entusiasmo cuando los legionarios vieron que había ocurrido lo imposible.

—¡Silencio! —Darius los fulminó con la mirada—. Todavía no se ha acabado.

Los hombres obedecieron a regañadientes.

El líder del enemigo estaba muy disgustado. Enfadado, ordenó a gritos otro ataque. No cambió nada. Sus jinetes se retiraron sin haber causado ni una baja, además de haber desperdiciado casi todas las flechas. Cuando se retiraban, los romanos empezaron a golpear los escudos con las empuñaduras de las espadas, riéndose del enemigo.

Seguían sin dejarlos llegar al vado y los sogdianos no tenían recua de camellos para reponer las flechas.

Había llegado el momento de que actuara la caballería pesada. El sogdiano gritó órdenes a los guerreros con armadura que le rodeaban y, a continuación, a los arqueros. Se bajaron la visera, desenvainaron la espada curva y levantaron el escudo.

Darius estaba preocupado. Aquello era lo que había acabado con los soldados de Craso. Sin embargo, en los ojos de Romulus y de Brennus no se vislumbraba ninguna duda. El entrenamiento continuado que los hombres habían realizado dirigidos por el etrusco estaba a punto de dar sus frutos.

Con la intención de atacar directamente desde el río, los jinetes con armadura formaron una gran cuña y se lanzaron a la carga, seguidos de todo el contingente.

Tarquinius y Pacorus estaban preparados.

Romulus observó que todos los testudos se deshacían con facilidad. Ambos flancos se adelantaron y formaron una curva. De cada cohorte sobresalían cuatro filas de lanzas largas, que formaban un seto de afilado metal. Los hombres que estaban detrás prepararon las jabalinas para recibir a los atacantes. El planteamiento poco tenía que ver con las tácticas romanas habituales.

Los sogdianos nunca habían luchado contra una formación tan cerrada y disciplinada. Todos los enemigos que no habían huido tras una o dos descargas siempre lo hacían antes una carga de caballería. Los jinetes ignoraron la respuesta romana y se lanzaron gritando contra los cuadrados protegidos por escudos. Se levantaron densas nubes de polvo, las monturas resoplaban por el esfuerzo y la tierra tembló.

—Los caballos no pasarán por ahí —comentó Brennus, señalando la densa red de metal y madera—. Son demasiado inteligentes.

—Ese arúspice es un genio —exclamó Darius cuando se dio cuenta de lo que estaba a punto de suceder—. Carrhae hubiese tenido un final diferente si vuestro general le hubiese escuchado.

—Nunca tuvo oportunidad de escucharlo, señor —contestó Romulus con pesar—. Entonces Tarquinius era un simple soldado.

—Y ahora lucha por nosotros. ¡Debemos dar gracias a los dioses!

Cuando los caballos llegaron hasta las posiciones romanas se oyó un ruido tremendo. Desesperados por evitar las mortíferas puntas de hierro, los caballos se detuvieron, retrocedieron y tiraron a muchos de los jinetes. Al chocar los de detrás con los de delante, estos últimos se clavaron las lanzas. El aire se llenó de gritos de los sogdianos que se empalaban en la impenetrable pared de metal. Sus corceles no salieron mejor parados. En algunas zonas, los legionarios se vieron obligados a retroceder y las líneas se curvaron por la presión. Pero el gran número de lanzas que sobresalían era suficiente para resistir el peso de hombres y animales. La carga se detuvo de forma súbita. Había docenas de muertos y heridos, y los demás daban vueltas sin rumbo, incapaces de alcanzar al enemigo.

—Ha llegado el momento de lanzar una andanada —dijo Brennus entre dientes—. Sólo los de delante llevan cota de malla.

Apenas acababa de pronunciar estas palabras cuando los soldados armados con jabalinas retrocedieron y las arrojaron. Una oscura nube voló formando un arco de poca altura que acabó cayendo sobre los sogdianos amontonados.

Desde tan cerca y contra hombres sin armadura, la jabalina romana resultaba mortífera. Montones de sogdianos cayeron de las sillas y los caballos los pisotearon. Los animales heridos giraban en círculos y coceaban enloquecidos. Desesperados por escapar, otros se daban la vuelta y salían desbocados. Aquello era demasiado para los sogdianos, acostumbrados como estaban a conseguir victorias fáciles contra los habitantes mal armados de las ciudades. Los supervivientes huyeron a lugar seguro.

No hubo misericordia con los caídos. En cuanto los sogdianos se hubieron alejado, los legionarios se lanzaron sobre los montones de cuerpos y mataron a los heridos. Una vez terminada la horrible tarea, formaron filas otra vez y levantaron de nuevo una impenetrable pared de escudos.

Romulus apenas podía contenerse. Las nuevas tácticas que había utilizado Tarquinius eran revolucionarias. Un rugido de entusiasmo recorrió su cohorte cuando los de detrás se enteraron.

—Ese loco lo va a intentar otra vez —anunció Brennus.

El jefe sogdiano concentraba a todos los guerreros para otra carga.

—El vado más cercano está a un día de viaje de aquí —explicó Darius—. A más, si los caballos están cansados. Van a intentarlo otra vez antes de ir hacia allí. Justo lo que queremos. —Ordenó a los oficiales que estaban cerca—: ¡Preparados para avanzar!

Las trompetas de Pacorus sonaron cuando los jinetes enemigos habían recorrido exactamente la mitad de la distancia que los separaba de los legionarios. Era la señal que esperaban.

—¡Adelante! —gritó el corpulento parto espoleando el caballo—. ¡A paso ligero! —Trotó por el bosque hasta salir a campo abierto.

Romulus, Brennus y quinientos hombres impacientes le seguían.

Concentrados por completo en su ataque, los sogdianos no miraron hacia la retaguardia. Todos los jinetes avanzaban, los que iban al frente intentaban pasar las largas lanzas. Cuando la décima cohorte se lanzó siguiendo a Darius, las filas romanas se arrimaron más y cerraron a los guerreros por tres lados. Enseguida todo el ejército luchaba. El enemigo no tenía escapatoria.

Excepto por el sur.

Las espadas golpeaban los escudos. Acompañaban este sonido gritos y chillidos, toques de trompeta, órdenes a voces. Como en el primer ataque, la mayoría de los caballos se había parado para evitar acabar empalados. Pero por el mismo impulso del ataque unos cuantos guerreros habían atravesado la pared defensiva de escudos y tenían a los romanos cara a cara. Enseguida éstos cortaron el tendón del corvejón a las monturas, derribaron a los jinetes de la silla y los mataron. Los sogdianos volvían la cabeza buscando una escapatoria de las mortíferas lanzas. Cuando algunos vieron lo que iba a suceder, los ojos se les llenaron de miedo.

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