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Authors: Carlos Sisí

Tags: #Fantástico, #Terror

La hora del mar (2 page)

BOOK: La hora del mar
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—Ha pasado algo, macho, ha pasado
algo
—decía Jonás, más para sí mismo que a nadie en concreto.

Miguel pensó que les hubiera venido bien tener un móvil. Podrían avisar a la Guardia Civil, a la Comandancia de Marina, a cualquiera, de hecho… pero sabía que una de las normas no escritas ni pronunciadas de las Noches de Pesca era la incomunicación. Nada de llamadas. Desconectar del mundo, como se hacía antes de la llegada de los infernales aparatos.

De pronto se fijó en Jonás y se quedó helado. Los remos se paralizaron en medio del aire, y el agua se escurrió de su superficie de plástico para caer de vuelta al mar. Su compañero estaba lívido, algo que podía ver pese a la luz sepulcral de la luna, que les confería un aspecto un tanto fantasmagórico. Sus ojos estaban abiertos como platos y su boca formaba una «o» perfecta.

Se volvió para mirar por encima de su hombro.

Había una especie de resplandor difuso que se encontraba todavía a cierta distancia, como si una potente luz submarina arrojase destellos luminosos desde debajo del agua. A medida que evolucionaba, el agua en la superficie brillaba con un fulgor iridiscente. Su forma era circular y no demasiado grande, pero avanzaba hacia ellos a gran velocidad.

—Qué… es… eso… —musitó.

Jonás se apoyó contra los bordes de la barca e hizo un amago de querer incorporarse.

—¡Miguel!

Pero Miguel seguía en su sitio. Fuera lo que fuese, aquella cosa que iluminaba con la fuerza de un centenar de neones avanzaba claramente hacia ellos, sí, pero siguiendo una trayectoria submarina. Jonás no se dio cuenta, pero cuando faltaban tan sólo unos cientos de metros para que cruzara por debajo, contuvo la respiración.

El submarino luminoso se aproximaba a una velocidad endiablada, enervando ligeramente la superficie, donde se desató un pequeño oleaje. Los cadáveres de los peces chocaron unos con otros, produciendo un sonido denso como un chapoteo. A pesar de la rapidez con la que sucedió todo, Miguel tuvo tiempo de mirarlos con cierta fascinación; era como si, por unos instantes, hubieran vuelto a la vida y se debatieran en el agua intentando encontrar un hueco para escapar.

Para escapar hacia arriba
, se dijo.
Hacia arriba.

Por fin, el proyectil cruzó por debajo de la embarcación y continuó su camino unos metros. Allí, viró bruscamente unos treinta grados hacia el norte y continuó recto hasta desaparecer en la distancia, donde la luz terminó por perderse del todo.

Durante un rato, ninguno de los dos dijo nada. Permanecieron en silencio mientras, poco a poco, la quietud de la noche volvía a caer sobre ellos. Miguel se pasaba la mano por la barba —un gesto que le era muy propio— mientras fijaba la vista en el punto donde el objeto había desaparecido.

—Coño,
Migué…
—dijo Jonás al fin. Pero Miguel no respondió nada.

—¿Qué hostias era eso? —comentó de nuevo.

Se fijó entonces en que seguía apretando con fuerza los bordes de la embarcación. Al aflojar la presión, notó que los músculos de los brazos se desentumecían, provocándole una sensación de hormigueo.

—La verdad, no tengo ni idea —contestó entonces Miguel.

—Pensé que era un puto torpedo. Un misil…

—¿Hacia dónde iba? —interrumpió Miguel.

—Pues… Joder, no lo sé. Crees que se trataba de eso, ¿eh? ¿Un misil que iba hacia la costa?

—Los misiles no giran bruscamente, y tampoco les hacen esto a los peces. Al menos no mientras viajan.

Jonás volvió a observar la exuberante masa de peces, que se mecían como una tela al viento, llevados por el suave oleaje. De repente pareció mirarlos con ojos nuevos; se le ocurría que quizá estuvieran contaminados por algún tipo de virus. Imaginó nubes tóxicas emanando del agua, impregnada con algún tipo de agente mortal. Quizá ellos se encontraban todavía bien, pero ignorante de que el sistema inmunológico del ser humano es muy similar al de los peces, Jonás pensaba que gracias a que poseían organismos superiores, depositarios de un legado de millones de años de evolución, en ellos los efectos se estaban retrasando. Ellos no eran peces. Más débiles, los peces habían perecido de una forma fulminante… Pero ¿qué ocurriría dentro de cinco minutos, o cuatro horas, o un par de días? ¿Terminarían por enfermar ellos también?

—¡Coño! —exclamó, sacándose esos pensamientos de la cabeza—. ¿Crees que esa luz ha causado esto?

—Podría ser… —dijo Miguel—, son dos cosas bastante extrañas en muy poco tiempo. Diría que deben estar relacionadas.

Se volvió a mirar al otro lado y entrecerró los ojos, intentando vislumbrar algo en la distancia.

—Esa cosa venía de alta mar… pero no se ve nada —concluyó.

—Su velocidad era tremenda —apuntó Jonás.

—¿Te fijaste en qué forma tenía? ¿Lo miraste?

—Joder que si lo miré.

—¿Qué forma tenía?

Jonás dedicó unos breves instantes a procesar las imágenes que había retenido, tan nítidas, en su cabeza.

—Era… como una bola —contestó al fin.

—Es lo mismo que vi yo —dijo Miguel, asintiendo brevemente.

—Pues eso es raro de la hostia.

—Sí. Y hay otra cosa…

Jonás estudió su mirada antes de contestar.

—No hacía ningún ruido.

Miguel sonrió con la boca torcida, pero sus ojos no acompañaban el gesto.

—Exacto. Ningún ruido en absoluto. No sé qué sonido hará un torpedo cuando cruza el agua a alta velocidad, pero me imagino que alguno debe de hacer.

Jonás asintió brevemente.

—Y aún hay algo más —continuó Miguel—, no sé si lo notas…

—No estoy seguro…

—La temperatura.

Jonás se pasó una mano por la frente para descubrir que estaba empezando a sudar. Aunque era junio y los días empezaban a resultar calurosos, las noches eran todavía frescas, sobre todo a tantos metros de la costa. Miguel tenía razón, la temperatura había subido muchos grados.

—¿Crees que los peces han muerto por eso? —preguntó Jonás.

—Metería la mano en el agua para ver si está caliente, pero… no me atrevo, macho.

—No, yo tampoco.

Jonás asomó la cabeza por el borde del bote y olisqueó el aire para ver si percibía algún olor extraño, pero el aire estaba tan impregnado del efluvio del pescado que no pudo identificar nada.

—Vámonos, macho —pidió entonces.

Miraba ahora alrededor con aire preocupado, como si temiera que la esfera luminosa volviera a aparecer desde cualquier punto. Se acordó de un gato que tuvo cuando era pequeño; cazaba todo tipo de bichos y se dedicaba a jugar con ellos durante horas; una forma de prolongar la diversión, golpeándolos con la patita sin permitirles la piedad de la muerte. Aquello se le antojaba un poco lo mismo. Habida cuenta de la inmensidad del mar, ¿qué probabilidades había de que un fenómeno semejante pasara justo por debajo de su barca? Se le ocurría que aquella cosa debía haber reparado en ellos para tomar ese rumbo.

—¿Qué quieres hacer? —interrogó Miguel. Estaba sacando un cigarro del bolsillo y se lo puso en la boca, pero no lo encendió inmediatamente.

—¿A qué te refieres?

—No lo sé. Pensémoslo un segundo.

—No entiendo —dijo Jonás—. ¿Qué hay que pensar?

Por fin, Miguel accionó el mechero y dejó que el cigarro se prendiese de la trémula llama.

—En esto. Me imagino que querrás contarlo.

—Pues… ¡claro,
Migue
!

—Podemos contar lo de los peces. Pero lo otro… —permaneció callado unos instantes antes de continuar—. Es demasiado fantástico, es lo que digo.

Jonás pestañeó.

Cuando tenía diecisiete años, le pareció haber visto un fantasma. Al menos era un óvalo de un color celeste casi eléctrico, de casi dos metros, que ocupaba el marco de una puerta. Los tres amigos con los que jugaba a las cartas en la casa también lo vieron; se quedaron petrificados, envueltos en una nube de estupor impregnada con los efluvios rancios del miedo. Cómo corrieron para salir de allí lo antes posible, bajando los escalones de dos en dos hasta llegar a la calle. Con el tiempo, aprendió que relatar su alucinante experiencia hacía que sus interlocutores lo mirasen con suspicacia y levantando las cejas, cuando no suscitaba comentarios condescendientes, lo que era aún peor. Así que, poco a poco, dejó de contarla. Muchos años después, cuando su mente volvía a aquel episodio por algún motivo, se descubría dudando de la veracidad del recuerdo. Ya no estaba tan seguro de haber visto algo realmente, como si las imágenes en su memoria se hubiesen vuelto sepia y apagadas, cuidadosamente sepultadas por la madurez de una mente adulta. Había cerrado esa puerta y extirpado todo lo relativo a aquel suceso con precisión quirúrgica.

Suponía que estaba a punto de vivir una experiencia similar.

—Puede que tengas razón —admitió.

Miguel asintió, soltando una vaharada de humo.

—Pues vámonos de aquí.

—Pero Miguel… —exclamó Jonás con voz débil—, ¿estaremos contaminados?

—No… quiero decir, ¡esperemos que no!

Esta vez fue Jonás quien tomó los remos y empezó a impulsar el bote con bastante energía. Tuvieron que recorrer casi cincuenta metros para que el número de peces muertos se redujera a unas cuantas piezas dispersas.

Apenas dijeron nada, pero cuando llegaron a la orilla y se preparaban para empujar el bote hasta la parte más alta de la playa, Jonás miró hacia el mar, su amado mar, y de pronto le pareció que sus aguas eran demasiado negras; su superficie ondulaba con cierta parsimonia, como las velas sombrías de un buque lleno de espectrales marineros que han regresado de las profundidades para navegar eternamente.

Y de alguna forma, aunque no podía saber que jamás volvería a pescar, su viejo corazón intuyó algo y sintió miedo; pero también una profunda tristeza.

2 - Jonás

Cuando abrió los ojos, era prácticamente mediodía. Acostumbraba a despertarse con el amanecer, y la luz que entraba por las ventanas a esa hora le ofrecía una perspectiva muy diferente a la que estaba acostumbrado, confundiéndole momentáneamente. ¿Era por la tarde? ¿Había alargado demasiado la siesta? Hizo un esfuerzo por volverse sobre el costado para mirar el reloj de la pared, pero sentía los párpados muy pesados y tardó en moverse un rato. La una y cuarto.

Los recuerdos de la noche anterior empezaron a aflorar en su mente consciente. Después del extraño incidente, fueron a la Guardia Civil a dar parte y eso les llevó todavía un buen rato más. En ningún momento mencionaron el orbe luminoso. Sin embargo, pese a lo intempestivo de la hora, hicieron algunas llamadas a Capitanía Marítima y después hubo un momento de tensión, cuando escucharon conversaciones que barajaban la posibilidad de que se les llevase a un centro médico para hacerles algunas pruebas. Jonás odiaba a los médicos con toda su alma: esos estúpidos no sabían distinguir un poco de ansiedad de

loco loco de remate de atar loco un loco

cosas peores. Sin embargo, acabaron por desechar la idea, les agradecieron su colaboración y los dejaron marchar. Cuando terminaron y se encontraba de nuevo en su viejo Austin Metro, el día clareaba y Jonás sentía los ojos como si estuvieran rebozados en arena.

Se incorporó en el sofá, sintiendo que el monstruo del hambre despertaba en su interior, reclamando alimento. Nunca usaba ya la cama del dormitorio; se había acostumbrado a dormitar en el sofá viendo la tele hasta altas horas de la noche y lo encontraba más cómodo que el viejo camastro, demasiado grande, quizá, para su soledad. Aquellas sábanas, de todas formas, hablaban demasiado de los días en los que compartió un tramo de vida con alguien a quien le costaba olvidar.

Cruzó el salón para dirigirse a la cocina, lo que hizo con apenas cuatro pasos. El apartamento era pequeño, pero suficientemente espacioso para él. Los apartamentos grandes, se decía, requerían más tiempo para mantenerlos limpios. Nunca perdonaba un desayuno, no importaba a qué hora despertara al mundo; acostumbraba a tomar un pequeño bocadillo de cien gramos de pan, aceite de oliva y tomate, partido en rodajas grandes y rociado con sal. Pero apenas quedaba aceite y no había ni rastro de ninguna de las otras cosas. En la cafetera, además, quedaba tan sólo un poso oscuro y de olor penetrante que prefirió no tocar; así que se aseó un poco, se puso ropa limpia y bajó a la calle buscando el consuelo del bar.

Era sábado, lucía un sol hermoso y su bar favorito estaba lleno de gente preparándose para comer, abriendo aún el apetito con refrescos y cervezas. Sin embargo, a pesar de la agradable temperatura, la terraza exterior estaba todavía vacía, salvo por una pareja de color que examinaba una especie de carta con ceñuda preocupación. La mayoría de los clientes se confinaban dentro, formando una amalgama tupida de gente que se arremolinaba alrededor de la barra.

Fútbol
, pensó.
Seguro.

Se decidió entonces a ocupar una de las mesas en el exterior; un lujo del que pocas veces podía disfrutar. El bar estaba cerca de una zona comercial y en esa época se llenaba siempre de gente joven, familias y empleados de comercios que buscaban el más que asequible menú del día. Se acomodó en el asiento y encendió un cigarro. Allí sentado, con el sol generoso filtrándose entre los árboles que hacían de techo y le daban sombra, de nuevo lo veía todo distinto. Los peces muertos mirándole con ojos negros y la sensación de que podría haber contraído alguna enfermedad, parecían cosas tan lejanas como la época de los dinosaurios. Exhaló el humo con deleite; el primero del día era siempre el mejor.

El camarero tardó unos buenos cinco minutos en atenderle, pero Jonás no tenía prisa. Le había visto otras veces, pero nunca había intercambiado con él más que las palabras justas. Se saludaron brevemente y preguntó si podían servirle un pan con tomate y aceite, y un café con mucha leche.

—Tendría que mirarlo… hoy tenemos mucho lío —explicó el camarero, cerrando la libreta y utilizando su lápiz para rascarse detrás de la oreja.

Jonás echó un vistazo furtivo al interior del local; allí, la gente tenía la cabeza levantada para mirar el aparato de televisión que estaba instalado en la pared.

—Qué tenemos… ¿fútbol? —preguntó.

—¿Fútbol? —repitió el camarero— Ah… no, no. Es lo de los peces… llevan una hora hablando de ello.

Fue como si hubieran accionado un resorte en su interior. Los oídos empezaron a zumbarle y sintió una opresión en el pecho. La boca se le secó casi en el acto.

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