Se dice, de los textos aquí presentados bajo el título de «Caza de conejos», que se trata en realidad de una fina alegoría que describe paso a paso el penoso procedimiento para la obtención de la Piedra filosofal; que, ordenados de una manera diferente a la que aquí se expone, resultan una novela romántica, de argumento lineal y contenido intrascendente; que es un texto didáctico, sin otra finalidad que la de inculcar a los niños en forma subliminal el interés por los números romanos; que no es otra cosa que la recopilación desordenada de textos de diversos autores de todos los tiempos, acerca de los conejos; que es un trabajo político, de carácter subversivo, donde las instrucciones para los conspiradores son dadas veladamente, mediante una clave preestablecida; que el autor sólo busca autobiografiarse a través de símbolos; que los nombres de los personajes son anagramas de los integrantes de una secta misteriosa; que ordenando convenientemente los fragmentos, con la primera sílaba de cada párrafo se forma una frase de dudoso gusto, dirigida contra el clero; que leído en voz alta y grabado en una cinta magnetofónica, al pasar esta cinta al revés se obtiene la versión original de la Biblia; que traducida al sánscrito, el sonido musical de esta obra coincide notablemente con un cuarteto de Vivaldi; que pasando sus hojas por una máquina de picar carne se obtiene un fino polvillo, como el de las alas de las mariposas; que son instrucciones secretas para hacer pajaritas de papel con forma de conejo; que toda la obra no es más que una gran trampa verbal para atrapar conejos; que toda la obra no es más que una gran trampa verbal de los conejos, para atrapar definitivamente a los hombres. Etcétera.
Mario Levrero
Caza de conejos
ePUB v1.0
Un Tipo13.12.12
Caza de conejos
Mario Levrero, 1973.
Ilustraciones: Sonia Pulido
Diseño/retoque portada: Sonia Pulido
Editor original: Un Tipo (v1.0 a v1.0)
ePub base v2.0
A Jorge y Elizabeth, Claudia, Marcelo y Cecilia
Hay que inventar liebres para poder hacer de
nuestra vida un extenso y luminoso día de caza,
y para poder decretar que somos cazadores.
JOSÉ PEDRO DÍAZ, Ejercicios antropológicos
Cuando siento que voy a vomitar un conejito,
pongo dos dedos en la boca como una pinza
abierta, y espero a sentir en la garganta la
pelusa tibia, que sube como una efervescencia
de sal de fruta.
JULIO CORTÁZAR, Carta a una señorita en París
Perseguirlo armados de dedales, perseguirlo
armados de precaución, perseguirlo con
tenedores y esperanzas, amenazar su vida con
una acción del ferrocarril, atraerlo con sonrisas
y jabón.
LEWIS CARROLL, La caza del Snarjk
Deseo que conste que, sin deseo de polemizar,
yo sostengo la vieja tesis de que la ballena es un
pez e invoco en mi ayuda el testimonio del
santo Jonás.
HERMAN MELVILLE, Moby Dick
Fuimos a cazar conejos. Era una expedición bien organizada que capitaneaba el idiota. Teníamos sombreros rojos. Y escopetas, puñales, ametralladoras, cañones y tanques. Otros llevaban las manos vacías. Laura iba desnuda. Llegados al bosque inmenso, el idiota levantó una mano y dio la orden de dispersarnos. Teníamos un plan completo. Todos los detalles habían sido previstos. Había cazadores solitarios, y había grupos de dos, de tres o de quince. En total éramos muchos, y nadie pensaba cumplir las órdenes.
Yo sentía pinchazos en las piernas. Al principio no les daba importancia; lo atribuía al pasto y a los yuyos. Pero luego, cuando el dolor fue subiendo, y un poco más tarde aún, cuando el dolor y el mareo me hicieron vacilar y caer, vi —antes de que la vista se me nublara y cuando mi cuerpo comenzaba a retorcerse en los espasmos de la muerte—, vi la araña con ropas de cazador y sombrero rojo, y mirada perversa y divertida, arrojándome sin pausa los darditos envenenados a través de su pequeña cerbatana.
Al oso amaestrado lo habíamos disfrazado de conejo, y bailaba en el bosque, saltaba en el bosque y movía las orejas blancas del disfraz. Era penosamente ridículo.
Laura gateaba en el pasto. La cosquilla de los yuyos la excitaba, y entonces aparecía un conejo. Ella lo atrapaba entre sus piernas. Era lindo de ver la cabecita blanca asomando y hociqueando sobre esas nalgas también blancas. Ella decía preferir los conejos a los hombres; que los conejos eran de pelo más suave y cuerpo más cálido. Y si ella apretaba un poco demasiado con sus muslos, al conejo se le nublaban los ojos y moría dulcemente, graciosamente, o aun con indiferencia.
Nos gusta el conejo a las brasas, pero nuestra presa favorita es el guardabosques. Los conejos se cazan con paciencia y astucia, con trampas más o menos complejas de ramas y zanahorias; los guardabosques, en cambio, necesitan todo nuestro arsenal. El tiroteo duró hasta el anochecer. Cuarenta guardabosques desnudos colgaron finalmente de cuarenta horcas. Los cuervos les arrancaban los ojos y acudían las hienas al olor de la putrefacción. Los esqueletos de guardabosques colgaron durante años en las horcas, como ejemplo para otros guardabosques, y para los niños.
No hay que creer demasiado en la sabiduría de los viejos. «En este bosque —me decía un viejo guardabosques— estuvieron un día todos los conejos del mundo. Era el paraíso de los cazadores y, mientras no llegaron los cazadores, el paraíso de los conejos. Todo el bosque era una masa blanca y nerviosa, peluda y blanda, con infinidad de puntas ondulantes. —Se refería sin duda a las orejas de los conejos, las cuales tienen forma puntiaguda—. Ahora, en cambio, sólo nos queda el recuerdo de los conejos. Esté seguro de que no hallará uno, por más que busque». Pero a pesar del disfraz, que era perfecto —las ropas, los lentes—, lo reconocí y le dije: «No me engañas, conejo. Huye, porque cuento hasta diez y disparo». Las orejas, cuidadosamente peinadas hacia atrás, se irguieron bruscamente; los redondos anteojos cayeron al suelo y se perdieron entre el pasto. El conejo se alejó dando saltos despavoridos entre los árboles. Conté hasta diez y disparé.
Cuando hubimos cazado un número suficiente de conejos como para satisfacer nuestra hambre milenaria, preparamos una fogata con todos los carteles de madera que decían «
PROHIBIDO CAZAR CONEJOS
» y asamos los conejos a las brasas.
Algunos cazan conejos persiguiéndolos sin tregua, a caballo, despiadadamente, dentro y fuera del bosque; en polvorientas carreteras, en praderas enormes, trepando incluso a pedregosas montañas. Cuando el conejo se detiene, loco de fatiga, le destrozan el cráneo con un golpe certero de garrote. Luego se lo comen, crudo y hasta con pelos.
Yo estoy condenado genéticamente a otros procedimientos. Tejo laboriosamente durante varios meses una enorme y casi invisible tela como de araña, y luego me siento a esperar, un poco oculto entre el follaje. A veces pasan otros tantos meses antes de que aparezca un conejo en los alrededores, y a veces otros tantos más para que el conejo caiga en mi tela. Mientras tanto atrapo sin querer moscas y mosquitos, moscardones, avispas, ratones, culebras, mulitas, caballos, pájaros, jirafas y monstruos marinos. Me fatiga mucho despegarlos y recomponer la tela donde ha sido dañada. Es un trabajo agotador y la vigilia es constante. Me destrozo los nervios en esta tensa y eterna espera. Tengo las mandíbulas apretadas, me caigo de sueño, y mis sentidos se agudizan y exasperan en alerta constante. Mi forma de cazar conejos, y no tengo otra, es lo que me ha transformado en un loco.
Cuando, rara vez, cae un conejo en mi tela, tiene la piel más suave que los otros, su cráneo queda intacto, su carne no se ha envenenado con la fatiga muscular de una huida interminable y, en fin, es un conejo vivo, alegre, un hermoso compañero de juegos.
Elegimos el bosque por dos motivos: porque en el bosque no hay conejos, y porque ignoramos todo acerca de cómo cazarlos. Algunos imitan, en su ingenuidad, el mugido del alce; otros trepan a los árboles y buscan en los nidos; otros rocían con insecticida viejos panales olvidados por las abejas. Los hay que parpan, graznan y cacarean; los hay que agitan un trapo rojo; los hay que usan un contador Geiger.
El idiota va al bosque a imaginar conejos eróticos y masturbarse. Los cree de grandes pechos y ondulantes caderas. Evaristo, el plomero, los imagina con un complejo mecanismo interior de relojería y quisiera atrapar uno para desarmarlo.
Otros, que han leído alguna información errónea sobre el tema, se tienden bajo un árbol a esperar que caigan. Al anochecer, el idiota, agotado por sus masturbaciones, hace sonar largamente su silbato (un sonido cantarino y gorgoteante, por la baba mezclada con el aire que sopla) y todos nos reunimos en un punto predeterminado y volvemos ordenadamente al castillo.
Era un día pesado y tormentoso; hicimos una enorme fogata para espantar los mosquitos que nos devoraban. Tuvimos la mala fortuna de que la fogata se extendiera a los árboles vecinos y, rápidamente, el bosque entero fuera pasto de las llamas. Fue así que perecieron casi todos, horriblemente carbonizados. Los sobrevivientes se reúnen noche a noche, desde hace años, en un bodegón del puerto; recuerdan infaltablemente la anécdota y se reprochan la terrible imprudencia. Después, borrachos, se alegran: comienzan a reír. Luego riñen entre ellos y el patrón, ya de madrugada, los echa a la calle. Duermen entre tachos de basura y se revuelven sobre sus propios vómitos.
Cuando graniza, o simplemente cae un chaparrón fuerte, el idiota corre con su primita a protegerse bajo el enorme sicomoro que ocupa la parte central del bosque; las ramas del árbol se arquean hasta tocar la tierra, formando una cúpula que más que de la furia de los elementos los protege de las miradas de otros cazadores o de los guardabosques. El sentimiento de protección es esencial para que la primita se sienta solidaria con el idiota y se deje manosear y cubrir de baba el cuerpo angelical y blanco. Cuando llega el invierno, el sicomoro se cubre de finas plumitas y da la impresión de un pájaro enorme, o tal vez de un cisne con la cabeza metida bajo el ala. En primavera les brinda sus frutos, unos higos que bajo la piel delgada son pura leche dulce. Al anochecer, la lluvia cesa. El idiota y su primita vuelven a la interminable cacería de conejos, pero ahora tienen un fuerte sentimiento de culpa y no se miran a los ojos. El idiota recoge bolitas de granizo y las mira disolverse en su mano con una rapidez que espanta. De madrugada, cuando el campamento duerme y la fogata está casi apagada, el idiota sigue despierto, babeando, sacando nuevos granizos de su faltriquera y mirándolos cómo se disuelven, con una rapidez que espanta, sobre la palma de la mano.